Durante mucho tiempo éramos sólo el túnel y yo. De algún modo ese pedazo de terror era un tesoro mío, y aunque me moría de miedo por las noches, al menos me sabía dueño de algo que únicamente a mí me pasaba.
Nunca ocurría antes de la una de la mañana, pero a esa hora, no sé si por mi sueño de borrachera o porque en verdad sucedía, los ladrillos de mi pieza de a poco se ablandaban, se abrían y me comunicaban directamente con el París de los años 50, y contra mi voluntad pasaba vestido de linyera hasta que daban más o menos las doce de la noche en esa ciudad. Entonces regresaba.
No podía evitarlo. Empezó con la lectura insistente de algunos autores franceses que aún hoy me niego a abandonar y terminó en ese viaje nocturno que iba desde mi habitación del manicomio (sólo después entendí que era un hospicio, claro) hasta el viejo bar Richielle que me esperaba todas las noches. Era un transitar violento y llegaba al otro lado con dolor en los huesos y un efímero lapsus en la memoria. Al rato, en medio de palmadas y uno que otro vaso de agua en la cara, escuchaba las primeras quejas en francés.
Pero ya no viajo. Mi compañero de habitación en la pensión de París dice que no hay tal cosa como viajar al futuro, que los manicomios no existen y que me deje de fantasear para evitar trabajar en el bar. Entonces por las noches me sujeta con todas sus fuerzas y ha logrado a base de voluntad que me deje de andar cambiando de escenarios como si tal cosa. Estoy enojado con él, pero lo entiendo.
Extraño con locura -eso sí- a mi inseparable muñeco de trapo y a un par de zapatos bastante buenos, que quedaron en mi pieza, del otro lado, ya creo que para siempre.
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