viernes, 25 de marzo de 2016

Decisiones

Uno va ordenando, tirando cosas. Se despide de los objetos de la infancia, de la adolescencia. Son pequeños duelos, ínfimos asesinatos que va decidiendo a gran velocidad, sin testigos, esto sí-esto no. Las enormes bolsas de nylon negras se llenan con todo lo que podríamos haber sido y no fuimos. Somos,precisamente, lo que quedó del lado de afuera. Creemos haber tomado las mejores decisiones, aunque a veces por la noche dudamos y pensamos que quizás esa foto en Sevilla, que ahora es parte del cesto de basura, era todo un camino para seguir. Nos hemos convertido, en definitiva, en algo residual con un nombre, una dirección, parientes por todos lados y condicionamientos interminables.
Ahora tenemos esa pequeña foto en blanco y negro que ha llegado a nuestras manos de casualidad, seguramente pasando de abuelos a padres a hijos. Es la foto de un señor que ni remotamente conocemos y -lo que es peor- probablemente nuestros parientes vivos tampoco. La tenemos en la mano derecha, lista para el bolso de nylon negro. En esta extrañísima cosa que se llama vida sostenemos con fragilidad y cierto temblor la foto del señor desconocido, con seguridad ya muerto hace mucho tiempo. Somos su último contacto con la existencia. Entonces -en un raro momento de piedad- le damos un nombre y una vida nueva, llamamos a los más pequeños y mentimos una historia llena de aventuras alrededor de esa foto, y los convencemos que el tipo fue poco menos que un héroe cuyas hazañas no pueden pasar de largo en las reuniones familiares y que es un orgullo que lleve nuestra sangre. Los niños miran extasiados y les pedimos que la guarden con cuidado y se la muestren a sus hijos y nietos algún día. La ponemos sobre la cómoda aprovechando otras fotos y un portarretratos que ha quedado sin uso. Nos inunda la nostalgia. Sabemos que quizás le hayamos asegurado al hombre dos o tres generaciones más antes de que lo tiren. Los niños se van comentando las increíbles historias que acaban de escuchar.
Quizás, pensamos con tristeza, no corramos la misma suerte cuando la última foto sea la nuestra.
Entonces suspiramos y seguimos con esos pequeños asesinatos hasta llenar la bolsa porque ya nos llaman para cenar.
Esto sí, esto no.

viernes, 18 de marzo de 2016

Desorden
La pluma detiene repentinamente su cadencia a mitad del relato. Guiñazú revisa ansioso los primeros veinte párrafos pero no encuentra el diálogo que juraría haber escrito hace unos minutos. Respira hondo, no sin antes sentir un temor frío. Sabe con certeza que ese largo diálogo entre Clara y su vecina no estaba más allá de la página 4 o 5.
Se levanta de la mesa, consulta un par de libros entrañables de los que no se escapan Conrad ni Arlt. Piensa que quizás ya sea demasiada literatura. Abre el cuarto, ventila la habitación y revisa el listado de cosas por hacer, que inevitablemente su esposa y la empleada le renuevan a diario y le dejan colgado al lado de la puerta. Advierte entonces que se le han pasado al menos dos cosas importantes: buscar a su tío en el puerto y devolver libros en la biblioteca.
Corre angustiado calle abajo para no dejar esperando a su entrañable invitado y deja para después los libros, que tendrán que esperar hasta el lunes.
Lo preocupa mucho la ausencia del largo diálogo en su relato y mientras busca ente el gentío a su tío advierte -en un momento de extraña lucidez- que las cosas posiblemente estén empezando a correrse de lugar. El tío lo abraza, le da los tradicionales regalos para la familia y las cartas de los amigos de la infancia. Guiñazú sabe que dentro de una de ellas viene el diálogo perdido, y las lee con voracidad. Efectivamente en la penúltima, sobre el final, aparecen charlando Clara y sus vecinas como si tal cosa, estampadas en medio del texto.
Entiende que todo seguirá así, y que semejante caos universal ha comenzado tímidamente con su relato y el repentino diálogo ausente. No sabe dónde habrá ido a parar el texto reemplazado a su vez en la carta de su amigo, ni qué dirá. Puede estar en cualquier lado, ocupando el lugar de cualquier cosa en el más imprevisible azar. Cual secuencia de dominó, ya nada podrá detener el corrimiento de las cosas. Siente un extraño privilegio al ser testigo- y quizás creador- del principio del fin.
Apoya su mano en el hombro del tío.
Ambos miran cómo se pone el sol, seguramente por última vez, con indescriptible melancolía.

sábado, 5 de marzo de 2016

Una gota

La naturaleza es así, se desploma sobre los hombres sin tener en cuenta sus planes particulares. A veces arrasa con aldeas enteras o se lleva balnearios en un abrir y cerrar de ojos. Pero otras veces es más sutil. Ahora la señora Dupre, que ha planeado por años lanzarse sobre la fortuna de su esposo, a quien fingió cuidar por años en su convalecencia, se dirige decidida a la puerta del auto que la espera con el motor en marcha. Sabe que tres días después del entierro es más que suficiente para que la gente no ande comentando con malicia y para arreglar los papeles de la sucesión. Se siente observada por los vecinos del exclusivo barrio, sabe que más de una ventana a medio cerrar es probablemente el ojo de los curiosos vigilando sus movimientos. Pero ya nada la detiene, no hay posibilidad de que se sospeche de ella ni de sus movimientos para liberarse del ahora difunto empresario. Todo ha sido impecable, y como única heredera lo que resta es ir al estudio de abogados y firmar los papeles con los que tanto fantaseó junto a su amante, que la espera ansioso en el hotel de siempre. Firmar y hotel. Eso es todo. Por fin la vida le guiña un ojo, por fin los planetas parecen alinearse. Pero toda tormenta empieza por una gota, una sencilla y pequeña gota que se lanza miles de metros más arriba en lo que será el inicio de una lluvia más sobre la ciudad. Quizás haya iniciado su viaje desde las nubes cuando ella se bañaba o cuando elegía la ropa de este día tan esperado, no hay modo de saberlo. Lo cierto es que el viejo y enorme balde que nunca sacaron del techo, y que alguna vez olvidó un albañil ha soportado varias tormentas juntando agua. Pero no soporta una gota más. Se mece sobre el borde del tejado y apenas mantiene el equilibrio.
Y así son las cosas. Algunos hablarán de destino, otros de justicia divina, los más incrédulos de meró azar, pero el golpe seco en la cabeza de la señora Dupré la deja tendida en la baldosa junto al balde y a un evidente hilo de sangre. Los médicos apenas dan crédito a lo que ven y dicen que nada puede hacerse. Unos días después el segundo entierro es el comentario de todo el barrio y el amante asiste como uno más, con ojos húmedos y cara cubierta.
Ya baja el féretro de la señora Dupre. La gente murmura y especula sobre quién heredará ahora semejante fortuna. Mientras, alejado del montón, el amante hace silencio con un nudo en la garganta y observa cómo una nueva lluvia, suave y quizás irónica, le humedece los zapatos negros y juega con el infinito césped, como ha hecho desde siempre.