Una gota
La naturaleza es así, se desploma sobre los hombres sin tener en cuenta sus planes particulares. A veces arrasa con aldeas enteras o se lleva balnearios en un abrir y cerrar de ojos. Pero otras veces es más sutil. Ahora la señora Dupre, que ha planeado por años lanzarse sobre la fortuna de su esposo, a quien fingió cuidar por años en su convalecencia, se dirige decidida a la puerta del auto que la espera con el motor en marcha. Sabe que tres días después del entierro es más que suficiente para que la gente no ande comentando con malicia y para arreglar los papeles de la sucesión. Se siente observada por los vecinos del exclusivo barrio, sabe que más de una ventana a medio cerrar es probablemente el ojo de los curiosos vigilando sus movimientos. Pero ya nada la detiene, no hay posibilidad de que se sospeche de ella ni de sus movimientos para liberarse del ahora difunto empresario. Todo ha sido impecable, y como única heredera lo que resta es ir al estudio de abogados y firmar los papeles con los que tanto fantaseó junto a su amante, que la espera ansioso en el hotel de siempre. Firmar y hotel. Eso es todo. Por fin la vida le guiña un ojo, por fin los planetas parecen alinearse. Pero toda tormenta empieza por una gota, una sencilla y pequeña gota que se lanza miles de metros más arriba en lo que será el inicio de una lluvia más sobre la ciudad. Quizás haya iniciado su viaje desde las nubes cuando ella se bañaba o cuando elegía la ropa de este día tan esperado, no hay modo de saberlo. Lo cierto es que el viejo y enorme balde que nunca sacaron del techo, y que alguna vez olvidó un albañil ha soportado varias tormentas juntando agua. Pero no soporta una gota más. Se mece sobre el borde del tejado y apenas mantiene el equilibrio.
Y así son las cosas. Algunos hablarán de destino, otros de justicia divina, los más incrédulos de meró azar, pero el golpe seco en la cabeza de la señora Dupré la deja tendida en la baldosa junto al balde y a un evidente hilo de sangre. Los médicos apenas dan crédito a lo que ven y dicen que nada puede hacerse. Unos días después el segundo entierro es el comentario de todo el barrio y el amante asiste como uno más, con ojos húmedos y cara cubierta.
Ya baja el féretro de la señora Dupre. La gente murmura y especula sobre quién heredará ahora semejante fortuna. Mientras, alejado del montón, el amante hace silencio con un nudo en la garganta y observa cómo una nueva lluvia, suave y quizás irónica, le humedece los zapatos negros y juega con el infinito césped, como ha hecho desde siempre.
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