lunes, 6 de julio de 2015

Reencuentro
En el viejo altillo, al que raramente dejaba entrar a alguien, Doña Cecilia tenía el privilegio de golpear tres veces, con la cadencia que sólo ella podía hacerlo, para que Miguel entreabriera la puerta, y dejara pasar la vianda, junto al religioso vaso de whisky que llegaba por las noches. Nada más inquietaba la existencia del anciano en el medio de la paz de Lima desde hacía, al menos, veinte años. Apenas se dejaba distraer por algún choque en la esquina de la Iglesia, que desde su ventana se veía a la perfección.
No le había dicho nada a Doña Cecilia confiando en que las instrucciones eran lo suficientemente estrictas como para que nada - pero nada- fuera una excepción al aislamiento.
Sin embargo ese libro de juventud, tan precariamente editado y que había pasado de mano en mano durante años, se había transformado en una especie de monstruo de mil cabezas, con ventas estrafalarias, versiones teatrales, películas y hasta ediciones pirata en más de un país.
El seudónimo con que lo firmó fue un escudo de largo anonimato, pero tarde o temprano su obra llegaría una noche fría a golpearle la puerta al altillo, a sus ochenta y seis años..., los investigadores darían por ciertas las versiones que insistían en que el escritor emigró para siempre al Perú, y lo rastrearían como lobos hambrientos, y el negaría detrás de la puerta con terquedad la autoría de libro alguno y Doña Cecilia sin saber cómo manejar el asunto, periodistas en la puerta día y noche, y fans, y locura por un autógrafo, y el encierro del anciano ahora tan contraproducente, y el sordo disparo en medio de la noche con la vieja Colt, tan sabiamente guardada por años.

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