Reencuentro
En el viejo altillo, al que raramente dejaba
entrar a alguien, Doña Cecilia tenía el privilegio de golpear tres
veces, con la cadencia que sólo ella podía hacerlo, para que Miguel
entreabriera la puerta, y dejara pasar la vianda, junto al religioso
vaso de whisky que llegaba por las noches. Nada más inquietaba la
existencia del anciano en el medio de la paz de Lima desde hacía, al
menos, veinte años. Apenas se dejaba distraer por algún choque en la
esquina de la Iglesia, que desde su ventana se veía a la perfección.
No le había dicho nada a Doña Cecilia confiando en que las
instrucciones eran lo suficientemente estrictas como para que nada -
pero nada- fuera una excepción al aislamiento.
Sin embargo ese libro
de juventud, tan precariamente editado y que había pasado de mano en
mano durante años, se había transformado en una especie de monstruo de
mil cabezas, con ventas estrafalarias, versiones teatrales, películas y
hasta ediciones pirata en más de un país.
El seudónimo con que lo
firmó fue un escudo de largo anonimato, pero tarde o temprano su obra
llegaría una noche fría a golpearle la puerta al altillo, a sus ochenta y
seis años..., los investigadores darían por ciertas las versiones que
insistían en que el escritor emigró para siempre al Perú, y lo
rastrearían como lobos hambrientos, y el negaría detrás de la puerta con
terquedad la autoría de libro alguno y Doña Cecilia sin saber cómo
manejar el asunto, periodistas en la puerta día y noche, y fans, y
locura por un autógrafo, y el encierro del anciano ahora tan
contraproducente, y el sordo disparo en medio de la noche con la vieja
Colt, tan sabiamente guardada por años.
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