Siestas
En mis tardes de niño solitario pasaba ratos largos mirando el piso, las baldosas y las manchas azarosas que la humedad formaba con la tierra. Intentaba recrear historias que terminaran fatalmente en alguna de esas manchas caprichosas, de modo que esa forma explicara -cual epílogo- todos los sucesos anteriores de mis historias imaginarias. Así pasaba interminables tardes de siesta a la sombra de algún arbusto generoso. Pero hubo una mancha que me obsesionó desde el primer momento, porque cambiaba de forma con rapidez y me mostraba lo que a mí me parecían caras extrañas de viejos que intentaban decirme algo. Mis amigos se burlaban con razón porque ellos no veían nada y mis gritos de miedo ya los aburrían. Volví varias veces durante años y tarde o temprano la mancha empezaba su aquelarre de viejos sólo para mí. Esta tarde, ya anciano, regreso -quizás- a despedirme de la extraña baldosa en medio de la melancolía de mis últimos días. Pero para mi estupor ya no hay nada en ese lugar. Apenas puedo divisar con esfuerzo, detrás de una ínfima capa de agua, la cara espantada de un niño que me sospecha desde el otro lado.
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