miércoles, 2 de mayo de 2018

Agua

Graves los silencios que siguen a las campanas. Duelen.
De a ratos salíamos del almacén a mirar para el otro lado de la ruta pero la iglesia ya no denunciaba más sonidos de boda. Alina lloró. Su pretendido de tantos años ahora se iba en brazos de otra con el consentimiento -para colmo- de la interminable iglesia católica.
No supe qué decir. La vida seguía, pero no quería tener la responsabilidad de pronunciar la trivialidad siguiente para disimular el espanto de la pobre Alina.
Nos metimos en el lago por el caminito de nuestra infancia y allí nos quedamos, al borde y mojándonos los pies.
Hoy la recuerdo como se recuerdan las leyendas. Sólo yo sé si en verdad ella era tan especial como dicen acá en el pueblo. Pero así son las ausencias trágicas y lo que generan en la gente. El lago lleva su nombre y las paradojas quisieron que el mismo cura que casó a Sebastián sea ahora el que le tira agua bendita bautizándolo Alina.
Mis malos años de escritor y la falta de memoria ya no me permiten reconstruir en detalle lo que pasó con ella. Una y otra vez garabateo posibilidades en el cuaderno ante la mirada desconfiada de mi esposa, que siempre sospecha un romance oculto ante tanto interés por algo que pasó en la juventud.
Me visto desganado. Voy al lago como todos los viernes a charlar un rato con ella y conmigo mismo. Creo que suenan las campanas de otra boda a lo lejos. Ahora el tráfico moderno apenas deja oír los sonidos del pueblo.
Mientras juego con el agua entre los dedos más que recordarla me recuerdo.
Me recuerdo siendo Alina, el novio ausente, el cura, mi esposa, el lago y yo. Todos disgustados y amuchados en este cuaderno de papel mojado y tinta que ahora se disuelve en azul... ahogándonos despacio... perdiéndonos en el agua, para siempre.

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