Hora del té
No quiero inmiscuirme en la memoria de semejante dama, pero la modernidad de ese Buenos Aires elitista de los años treinta me obliga a abrevar -al menos- en un par de anécdotas imprescindibles.
Lejos de mi prudencia está el relato del Dan Poe (Analytic Ways, caps. 2 y 3, 1929), tan celebrado, que desde ya ofrezco a los ávidos de coincidencias para que tomen el camino que estas letras no tomarán.
Supe de su silencio excesivo hace pocas semanas, mientras investigaba otro misterio propio de aquellas épocas. El tedio para encarar otros trabajos pudo hacer el resto.
Mi abuela, demasiado ávida de literatura inglesa para mi gusto, no ha podido convencerme de lo contrario. Sostenía con algún argumento razonable que en la localidad irlandesa de Jallow no existieron ese tipo de hechos sino hasta mucho después. Pero mi acomodada situación me permitió insistir y trabajar menos horas en la biblioteca por día para dedicarme de lleno a investigar sobre Mrs. Sandy y ese incómodo silencio suyo justo un par de meses antes de morir.
Me encerré en un vestíbulo, silencioso y alejado de todo lo humano. Una gata negra venía a visitarme cada tanto, y el resto era el insistente ruido de una bisagra sacudida por el viento de invierno.
Desempolvé la bolsa y empecé con paciencia de franciscano a sacar una por una las cartas de la señora. Mi abuela no subió nunca, y quizá no sea audaz pensar que de ese modo me alentaba a encontrarlas.
Ahora, finalmente, las tengo entre mis manos. La primera data de de 1921 y la segunda, sin fecha, es evidentemente posterior. En ambas habla del tal señor Andrews, pero de modos distintos. Se aprecia en su prosa el estilo críptico de alguien que en el fondo desea ser descubierto.
La primera anécdota, como yo intuía, transcurre en la estación de trenes, todavía inglesa por aquellos tiempos. No habla demasiado del asesinato, pero si de sus consecuencias en el pueblo. La segunda, extrañamente, nombra al delincuente con nombre y apellido, pero como al pasar.
La abuela me espera abajo con un té y creo que después de todos estos años ya se ha resignado a que yo no tenga mayor éxito con las mujeres.
Bajaré con los relatos lentamente. Luego, seguro, festejaremos que al menos esa muerte a sangre fría en manos nada menos que de su escurridizo esposo (que no es mi abuelo) sirva para frecuentar un poco más los relatos policiales y para despacharnos con ironías sobre la ineficiencia de la justicia en aquellos tiempos.
Irónico. La terrible sangre de ese cuerpo y los gritos de la gente en la estación es, muchas décadas después, sólo el eje de un té con escones entre abuela y nieto y de risas por las derivaciones absurdas del caso entre investigadores incompetentes.
Finalmente, cuando llegue la noche y las risas se apaguen, subiré con las dos cartas y las volveré a su lugar para que duerman por toda la eternidad. Lo demás, como desde siempre, será mi interminable soledad de altillo, de mesa de luz llena de libros y de bisagras vacilantes.
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