Ruidos
Uno nunca sabe cómo se agitan
los dados dentro del cubillete, no hay modo de calcular cuántos golpes
se darán entre sí en medio de la oscuridad y la agitación hasta que la
mano -por fin- los deje salir hacia el paño verde. No alcanzan las
invocaciones divinas para Don Ramírez, que ha jugado su casa y un
importante monto de dinero en esta última partida. Las respiraciones
siguen contenidas, el sudor corre por varias caras tensas. Es la última
jugada de la noche. El otoño, afuera, es implacable en su silencio. Nada
parece interrumpir el momento de la verdad, del todo o nada. Sólo Dios
sabe que el interminable golpeteo de los choques y los dedos que ya
comienzan a abrirse darán como resultado recuperar la casa y doblar el
dinero apostado. Pero Ramírez escucha entonces, como todos los demás, el
fuerte sonido del viejo tren que se acerca. Eso desconcentra a la dueña
del cubillete, que instintivamente cierra la mano y decide agitar unos
segundos más los dados. Ahora el resultado es otro, ya no hay casa, ni
dinero. Don Ramírez ve que se desmorona la única chance de mejorar su
vida y cae desconsolado. Todo se irá derrumbando a medida que la noticia
llegue a la familia y los amigos. Sólo Dios sabe que antes del
inoportuno sonido del tren los dados habían decidido darle una chance.
Pero ya es tarde para lamentos.
Y el tren se aleja, indiferente, con esa monotonía que lleva a todos lados.
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