Finales
Muchos años después de la última visita, desgarbado y perdido en su altillo, el viejo saltó de la cama y se zambulló en la novela, cuyo final incierto lo había tenido a maltraer la última década. Endemoniado garabateó los últimos diálogos y enfiló hacia el punto final seguro de que -por fin- había dado con el cierre perfecto.
La madera de la puerta sonó entonces con violencia.
Él sabía que la muerte vendría a buscarlo justo en ese instante de inspiración. Infinidad de veces la había invocado con desesperación para que se lo llevara en medio de las noches de whisky y soledad. Pero ella era perversa y eligió ese momento de adrenalina, en que el argumento fluía solo, para llevárselo.
- Ni se te ocurra...- gritó el viejo.
Los hijos, en el piso de abajo, empezaron a temer por la salud del escritor pero preferían que esos gritos de delirio se calmaran solos en vez de ir a molestarlo con preguntas incómodas.
Lo dejaron solo
La muerte golpeaba cada vez con más fuerza y ya había trizaduras en la madera vieja. El escritor, ensimismado en el final, entendió que no llegaba, que la puerta iba a ceder antes de que plasmara el último párrafo. Entonces le propuso incluirla en el final del relato y así calmar su sed de protagonismo.
Los golpes se detuvieron. El viejo respiró y le balbuceó un par de ideas donde la muerte hacía su entrada triunfal. No había respuesta, pero eso ya era un paso adelante. Con timidez, sacrificando la inspiración que lo había arrebatado minutos antes, incluyó a su nuevo personaje dándole a la novela un final respetable, pero no genial.
El silencio continuaba detrás de la puerta.
La tristeza lo invadió hasta el límite, terminó el whisky viejo y un fuerte dolor en el pecho le paralizó el cuerpo entero. Cerró los ojos.
Los hijos se calmaron ante el inesperado silencio y decidieron ir a caminar al campo -en medio del otoño incipiente- para dejarlo tranquilo. Unos metros más allá encontraron a una anciana perdida. Le indicaron cómo llegar a la estación de trenes tomando el sendero de los álamos. La vieron partir apurada, y con flores silvestres ya marchitas en la mano.
Empezaba el frío de la penumbra. A lo lejos ya se escuchaba el quejoso tren de las nueve.
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