Multas
La tía Ludina dejó el libro gastado sobre su mesa de
luz durante semanas. Yo no podía soportar que no lo devolviera a la
biblioteca como correspondía (no nos llevábamos bien, y quizás dejarlo a
plena vista fuera una pequeña venganza por vaya a saber qué cosas que
no le gustaban de mí.) El autor era, supe después, un checo desconocido
para el gran mundo de la literatura, pero seguramente de culto para
ella. Me sugería cada tanto -y con razón- que yo era un mal lector, y
quizás dejar que cada tanto me asomara a sus extraños autores era
también parte de una competencia velada entre nosotros que ya llevaba
años. Recuerdo que en los pocos diálogos que nos permitimos emergieron
dos o tres escritores geniales.
Hace unos días Ludina murió, y a costa de pagar una buena multa tengo que devolver el libro.
Hojeo las primeras páginas. El café se enfría de tanto esperarme. El
libro me devora y recién lo suelto unas tres horas después, cuando la
noche ya hace un buen rato llegó y la biblioteca seguramente ha cerrado.
Me resigno a devolverlo a la mañana siguiente y vuelvo a degustarlo
hasta casi las tres de la mañana. Recaliento el café y en un abrir y
cerrar de ojos estoy frente a la señora de la biblioteca, que mira con
prolijidad obsesiva el cartelito de préstamo y saca la cuenta de la
multa. Me molesto, pero quizás la tía Ludina merezca ese homenaje por
haber acertado con exquisitez ese libro póstumo. "Probablemente sea un
legado", pienso nervioso, y en un momento demencial salgo corriendo con
el libro mientras la bibliotecaria me mira asustada y balbucea un par de
amenazas.
Llego agitado hasta el puente -casi al final del pueblo- y
pienso que ya no puedo volver a mi casa porque tarde o temprano la
señora aparecerá buscándolo, con una multa ya sideral. Deduzco que ese
libro me acompañará por siempre, y termino de intuir el mensaje de la
tía. Pienso -con temprana nostalgia- en mis padres y mis amigos, y en
cuánto los voy a extrañar.
Tomo el primer tren hacia la montaña, me miro el aspecto desgarbado pero me hace feliz apretar el libro como una extraña joya.
Todo cobra sentido ahora, como un hilo que por fin se enhebra.
Serán muchos años recorriendo infinidad de bibliotecas para tratar de
dar con las otras obras del checo, robarlas, huir, y correr... evitando
bibliotecarios exasperantes, que me odiarán en los más variados idiomas,
hasta el fin de mis días.
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