Libros
Ahora que se me reveló puedo verlo con claridad, pero no culpo a los que pasan una y otra vez por delante de las bibliotecas sin mayor problema. Lo supe una tarde nublada caminando por Almagro, pero es del todo azarosa la ciudad, podría haber sido Dublín, La Paz, Santiago o Marruecos. Todo lo que necesitaba es que decantara el mensaje, que fluyera la sencilla idea de que en todos los grupos de libros hay un orden prefijado al que hay que respetar y mirar como algo sagrado. Intuyo incluso que más de uno lo habrá pensado también en medio de sus propias cavilaciones: hay una sola biblioteca, y sólo una, que es el orden del universo. A esa no hay que tocarla, ni modificarla en su composición, ni siquiera limpiarla. Y es la de Almagro, por razones evidentes. Desde ese momento paso interminables jornadas, con las más variadas excusas, siendo su vigilante. Al menos en lo poco que me deja ver la ventana de rejas que la denuncia. Es una pequeña biblioteca iluminada por una luz mortecina que está sobre un mueble, en las alturas. No debe constar de más de 150 libros y casi nadie la mira. El local es de una vieja sociedad de fomento en el barrio. La excesiva altura en la que la han dejado es la llave de todo. Ninguna biblioteca está tan fuera del alcance de sus lectores, evidentemente quien decidió dejarla allí sabía que era la elegida entre cientos de miles en el mundo. Escribo esto porque, espantado, y después de muchos años de total quietud, vi anoche cómo manos añosas acomodaban una pequeña escalera apoyándola contra la puerta. Sólo eso. La escalera y el anonimato de quien tomó la decisión. Vivo angustiado porque quiero que la saquen, pero no puedo ya inventar más excusas para meterme en el viejo local, desde donde hace tiempo me miran con justificada desconfianza. Ha empezado a llover con intermitencia y me apoyo otra vez en mi farol preferido a custodiarla a través de la ventana. Miro entonces con algo de alivio cómo la señora de todas las noches, con la misma parsimonia y puntualidad de siempre, cierra el viejo local. Pero no ha terminado de perderse en la esquina cuando escucho alarmado extraños sonidos dentro del lugar, ya totalmente a oscuras. Me paraliza el miedo y afino mis sentidos para corroborar que lo que se mueve es la escalera. Se suman los ruidos de lentos pies sobre los viejos peldaños en evidente actitud profanadora y se me detiene el corazón... pero sé que nada puedo hacer. Ni un alma vista estas veredas del sur y además nadie va a creerme. Es cuestión de segundos para esperar los cambios en el mundo. Intuyo el caos, enfermedades o plagas interminables. No puedo saberlo. El ruido ahora ha cesado. Me cubro de la lluvia, que ahora es densa, y pienso angustiado algo aún peor... quizás la modificación en la pequeña biblioteca sea de consecuencias imperceptibles, y creamos que todo sigue igual cuando -en verdad- todo ha cambiado para siempre. Trato de forzar un poco la celosía y confirmo -con espanto- que falta un pequeño libro en el último anaquel. Sé ahora con certeza que ya todo ha terminado. Apenas me asalta un último pensamiento -tan absurdo como cualquier otro- mientras fatalmente se me empiezan a cerrar los ojos: pertenezco desde el inicio de los tiempos al libro profanado: allí vive este mundo, esta improbable historia, la lluvia interminable, tú, lector, y el final.
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