Seis cartas
Otra vez whisky. Ya no me puedo engañar con el café ni con otros recursos. Tengo que tomar una decisión y odio con prolijidad a mi tío, que sabía -sin lugar a dudas- que tarde o temprano me encontraría acá sentado y sólo, con las seis cartas desplegadas sobre la mesa, sin saber qué hacer.
Fueron infinidad de sanciones en el correo, donde le advertían que su amistad con el intendente no le aseguraba el puesto por siempre. Y llegó el momento del despido, de los insultos y el resentimiento. El tío se negaba a entregar correspondencia intrascendente y ocupaba sus largos periplos en bicicleta para entregar las que le parecían verdaderamente valiosas. Una y otra vez le encontraron en bolsas infinidad de cuentas sin entregar por lo que los vecinos dejaban de pagar la luz, el gas o la tarjeta. No había manera. Yo hablé con él varias veces e intenté asustarlo con mis incipientes conocimientos de derecho. Pero nada. Retiraba todos los días las bolsas del correo, separaba las cuentas por pagar o correspondencia de publicidad y sencillamente abría las cartas privadas para ver de qué se trataban. Entonces elegía cuál valía la pena entregar y cuál no. Increíble. Lo hizo al menos durante cinco años.
Ahora me toca elegir de estas seis cuál entregar. Es sencillamente el azar, el espantoso azar. No tengo pistas para saber cuál es la correcta. El mensaje del tío antes de morir fue: "sólo una tiene sentido en llegar al destinatario. Las otras ya perdieron significado. Sé que me voy a ganar el infierno por ésto, pero prefiero el juego y la adrenalina, acá tenés las cartas."
Murió la noche siguiente y desde ese instante lo blasfemo y me ayudo con el whisky para elegir la carta. En un acto de cobardía las meto en una bolsa oscura y un rato después arriesgo palpando con la mano. Sale una. Miro la dirección y tomo la bicicleta del tío. No sé si dejarla en la entrada o tocar la puerta y esperar que alguien atienda. Esto es una locura y una vergüenza. Llego a la casa, un suave aroma de torta se escapa por la ventana y después del primer timbre aparece una bella mirada que justo abajo viene acompañada por unos labios profundos. Creo que esa boca me habla, me pregunta qué necesito o algo así. Anonadado como estoy por esa belleza repentina alcanzo a esconder la carta disimuladamente y procuro abrirme camino con ella preguntándole una dirección cualquiera en la zona. Algo nos encandila mutuamente y arrugo aún más la carta elegida. Y mientras le pido disculpas al tío desde lo más íntimo intuyo que, de algún extraño modo, el mensaje llegó a destino.
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