Acuerdo
Vengo siguiendo a García desde hace no menos de tres días.
Sé que le gusta tomar, así que tarde o temprano vendrá al bar y tendremos que solucionar ésto cara a cara.
Llueve, llega la noche.
Estoy angustiado y con mis sesenta y tantos a cuestas, y sé que cada vez va a ser más difícil convencerlos para llegar juntos a la meta. Después de convencer a García me quedan la señora Florencia, su hija Claudia y Menéndez, que es el más escurridizo y cuestionador. A veces creo que él empezó todo, pero ya es tarde para andar sacando conclusiones para las que no hay tiempo ni ganas.
El dueño del bar intuye lo que estoy haciendo, y no se mete. Finge estar secando las copas pero sé que cada tanto mira la puerta que yo también vigilo.
Me pongo, como todas las noches, a garabatear las posibilidades y los diálogos. Me cuesta cambiar el argumento pero es evidente que hay una crisis y le tendría que dar otra forma al relato.
El cantinero me ofrece una ginebra pero prefiero estar sobrio cuando empiece la discusión.
Sé que el bar cierra a las dos de la mañana, pero intuyo que García no soportará una noche más sin alcohol.
Alcanzo a cambiar algunos diálogos -quizás innecesarios- pero no puedo dar marcha atrás con lo esencial del cuento. Dejo la lapicera al costado del papel y acepto finalmente la ginebra. Me invade una creciente tristeza.
Ya no me queda autoridad en estas cosas y sospecho que seré la burla de mis amigos escritores ante tanto escándalo.
En una última jugada, y ya casi sobre las dos menos cuarto de la mañana, el alcohol me dicta una frase decisiva. Sé que me voy a arrepentir, pero ya estoy acorralado. Tomo el papel y describo cómo todos los personajes se reúnen en las afueras del bar y entran juntos a cuestionarme sus nombres, sus líneas de diálogos y el destino que le he dado a cada uno.
Da resultado. Lentamente la puerta se abre y aparecen frente a mí. El aire se corta con cuchillo y el viejo dueño del bar ni siquiera les ofrece algo para tomar.
Menéndez toma la palabra y me dice que quizás mis días de escritor hayan terminado. Suena bastante más amable que otras veces. Las mujeres y García, aún mojados por la lluvia, nos miran expectantes. Les pregunto si quieren que dé por terminado el relato o prefieren que discutamos algunos pasajes para ver si logramos reflotarlo. El silencio es terminante.
Algo dentro de mí se quiebra y decido terminar la ginebra y salir del bar con el papel en la mano. Percibo cierto alivio en todos ellos. No los saludo.
Abro la puerta. No me importa mojarme. Arrugo con bronca el papel y lo tiro en el primer tacho que encuentro. Me doy vuelta para confirmar el final y, efectivamente, han desaparecido el bar y todos ellos.
Intuyo qué podría haber mejorado el cuento, pero ante semejante resistencia ya nada se puede hacer.
Me dejo caer en un banco de la plaza, agotado. La lluvia de a poco se detiene. Creo percibir en el otro extremo del banco una leve respiración y en un último arrebato de imaginación no descarto que la niña Claudia se haya arrepentido y trate de darme ánimos para retomar la historia. Pero prefiero no mirar. Me enfundo en el sobretodo y salgo caminado hacia el otro lado, sin rumbo, con la única misión de elaborar el duelo irreversible de no escribir más historias.
Todo se va apagando a mis espaldas.
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