Último relato
Llegamos apurados del velorio. Entramos con desesperación, empujando muebles y primereando en las piezas. La casa era grande, de dos pisos, con salones amplios y cortinados gruesos. Previsiblemente tardaríamos al menos una tarde en dar con el enigmático relato del que nos hablaba en sus últimos días el abuelo. Más de uno pensaba que el texto se refería a una herencia o quizá un tesoro escondido en la antigua finca. Como él ya había muerto no había lugar para las gentilezas ni la educación. Los últimos resabios de caballerosidad se terminaron en la línea de entrada de la casa. Fuimos abriendo cajones y sacando ropa con evidente desparpajo, pero el papel no aparecía. Yo preferí entonces esperar un momento y mirarlos a todos buscar, para ver qué error estábamos cometiendo. El abuelo -seguramente- había pensado en algo ingenioso y por qué no diabólico para cerrar el círculo. Alcancé a escuchar algunos gritos de discusiones que venían de las habitaciones de la planta alta y me tenté de risa por lo absurdo de la situación. Creo que en esos instantes me gané, incluso, algunas miradas de desconfianza y reprobación. Pasaron varios minutos pero nadie encontraba nada. Entonces tuve un momento de lucidez y me imaginé al abuelo burlándose de nosotros desde el mismo infierno. Empecé a correr con locura tratando de dejar la casa -y por qué no también la finca-, pero ya era tarde. Su pluma me alcanzaba por la espalda una y otra vez, llevándome a la puerta principal hasta verme agotado de tantas carreras inútiles.
Los demás me preguntaron entonces qué me pasaba, pero me faltaba el aire. El malhumor tampoco me dejó explicarles que dejaran de intentar, que estábamos condenados para siempre a su venganza eterna, a su jugada maestra, a su último relato.
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