martes, 19 de mayo de 2015

Bolsa

Era un ir y venir de la bolsa, me acuerdo... pero como algo tangencial, algo sobre lo que estábamos pendientes en segundo orden, como quien chequea sus llaves o el sombrero más por el temor a perderlo que por otra cosa. Y mirarla cada tanto, porque todos sabíamos que alguien iba a tener que llevársela, pero mientras tanto discutiendo sobre lo obvio, lo principal... repartiendo responsabilidades, versiones y dinero, limando detalles para cuando llegara la policía o el detective. 

Cuando tuve que llevarla me sorprendí de la frialdad con que mis dedos tomaron el extremo de papel madera, como si nada, como si ahí dentro no estuviera la cabeza de la abuela. Yo les insistí con que no era necesario llevarla dentro en la bolsa, que ya la venganza estaba de sobra consumada y que para qué más, pero al rato deduje que mi lugar entre los parientes era de segundo o tercer grado, y que ya era suficiente con las miradas que me habían dedicado los peces más gordos para hacerme desistir. De todos modos, estaba claro que yo no la llevaría hasta adentro del auto..., que ya mi trayecto quedaba sobradamente cumplido, y que vaya a saber quién la transportaría a algún lugar aún no decidido (un pozo en el campo, especulaba yo), o que por lo menos no me habían comunicado. 

Quise empezar a olvidarme de semejante contenido, aunque sabía que una imaginación morbosa y bastante gráfica me traería las posiciones que iba a adoptar allí dentro... 

No había arrepentimiento, lo sé. Tomé todo como una especie de larga justicia que a pesar de los largos años llegaba, y no me sentía con ningún derecho a cuestionar los métodos familiares por mi evidente falta de autoridad allí dentro. Pero si de mí hubiera dependido no lo habría terminado de ese modo. De todos modos le daba algo de crédito a mis tías, sobre todo a la pobre Esther, quien parecía haber hipotecado su vida por la sola existencia de la terrible abuela. Intuía que con el correr de los años Esther le daría su verdadera dimensión a semejante rencor, y aunque me daba asco la bolsa, detenía allí mi intervención o cualquier juicio de condena. 

Fue finalmente Oscar quien se animó a hacer el último tramo. Su decisión siempre nos inspiraba respeto, y creo que por eso no le tembló la mano a la hora del facón y la ejecución en la cama, mientras ella dormía. La tomó junto a otras cosas que no alcanzo a recordar y salimos todos. Fui el primero en dejar la casa, mientras él sostenía la puerta. 

Partimos en varios autos y ya nadie volvió sobre el tema. Pero yo me moría de curiosidad por el destino final de semejante bulto. Las pocas veces que estuvimos solos Oscar habló con tal vértigo de tantas cosas diversas que entendí la tácita decisión de que sobre aquéllo no se hablaría. De modo que fui prudente y no me quedó más consuelo que entregarme a la imaginación y a alguna que otra pesadilla. 

No corrió siquiera rumor alguno en el pueblo… Eso fue lo que más me asombró. Creo que la gente optó por creer en su avanzada edad y alguna enfermedad de largo tiempo. 

Ya nos vemos poco, y de las investigaciones no resultó nada. No descarto alguna untada a la policía o ciertas llamadas telefónicas para procurar un entierro rápido y a cajón tapado. 

Pobre, la abuela. 

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