Silencios
Me dicen que a medio camino entre el museo y la
playa está la casita del viejo, pero que ni se me ocurra tocarle la
puerta. Asiento con obediencia mientras guardo la foto y la dirección
exacta que me anotaron. Procuro no levantar sospechas. Me detengo un
rato en la plaza para asegurarme que nadie me siga y alcanzo a ver que
en la casa del viejo está encendida la luz trasera del patio.
El silencio lo llena todo, las olas y las gaviotas son parte del arrullo sonoro que mece al pueblo cada noche, y la gente ya empieza a cerrar la jornada.
Quedan pocas luces.
Me envalentono con un poco de whisky y salgo al inevitable encuentro
con mi padre. Son casi treinta años de desencuentros y silencios. Pero
la enfermedad me sigue como perro hambriento, y ya es hora de que mi
secreto tenga -al menos- un corazón más en el cual guarecerse.
Toco
con decisión la puerta añosa y húmeda de tanto mar. Nadie atiende.
Insisto impaciente. Escucho entonces unos pasos y de repente una cabeza
llena de canas y arrugas apenas asoma tras el pequeño ángulo que permite
la cadena.
Me doy cuenta que no me reconoce. No dice nada y me mira
de arriba a abajo, con el ceño fruncido. Tengo tiempo para tomar muchas
decisiones en ese pequeño instante.
Sin dejar de mirarme -ni
pronunciar palabra- va cerrando lentamente la puerta hasta que la vieja
madera otra vez nos divide, esta vez para siempre.
Suena el mar incesante. Me gana la tristeza de toda una vida y decido alejarme.
Apenas escucho su caminar en el interior de la casa y algún ruido de ollas y cubiertos.
El sol se pone, la arena ya espera mis pasos.
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