Hacia el fondo de la Librería apenas asomaban unas tazas de té usadas y algún abrigo olvidado. Estábamos solos y me percaté que poco podía hacer para levantar ese viernes de frío y lluvia que de a poco se nos metía en los huesos. Supe que la llamada de su madre llegaría de un momento a otro y sin muchas ganas me puse a ojear un ejemplar de la revista Sur, una de las pocas cosas valiosas allí.
Doña Elsa no se asomaba -como solía hacerlo de a ratos-, y me extrañó el silencio que llegaba desde su oficina. La llamé tímidamente a riesgo de que se enojara más de lo habitual, pero nada. Me quejé por tener que levantarme del sillón y toqué el vidrio de su puerta con suavidad.
- Doña Elsa, nos vamos...
El silencio seguía y el miedo pudo más que mi curiosidad. Con paciencia fui apagando una a una las luces y le hice una seña a Carolina para que nos fuéramos sin hacer ruido. La lluvia camufló algún descuido y por fin estábamos afuera.
En ese momento tuve que tomar la decisión de callar lo que venía planeando confesarle a Carolina. Ella hacía todo lo posible por dejarme hablar, pero me costaba balbucear las primeras palabras y así hicimos varias cuadras húmedas e incómodas.
Por fin tomé fuerzas y le expliqué que quizás la señora Elsa no existía exactamente. Me miró y sé que por su mente pasaron muchas escenas en las que si bien todo parecía indicar que Elsa estaba a unos pocos metros, Carolina nunca la había visto con sus propios ojos.
Me tomó de la mano y de algún modo me perdonó.
Probablemente mañana cerremos la puerta de Doña Elsa para siempre, aún a riesgo de algunos agónicos reclamos que puedan venir del otro lado.
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