Dos cuentos, apurados y distraídos, chocan inevitablemente en una esquina. El desparramo de personajes, párrafos y letras es tremendo. Se piden disculpas. La gente que observa la situación prefiere no meterse, y mira a una prudente distancia cómo ambos se reacomodan.
Al rato nada queda en el lugar, pero todos saben que el rearmado de los relatos fue prematuro y demasiado rápido. Se van de ahí.
Más tarde -y desesperado- vuelve uno de ellos y deja abandonados a una señora con una carta trágica en la mano y a su hijo.
Llega la noche y el otro cuento no regresa a buscarla. La señora, con el hijo dormido entre los brazos, abandona la esquina para siempre y deja la carta.
De ese sencillo modo ha trastocado para siempre a la literatura. No lo sabe y no le importa. Sólo quiere alimentar a su hijo.
Ahora la carta espera con paciencia para subirse a su próximo relato. Y esa desde ahora, claro, es la esquina maldita.
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