La carta debía llegar a mediados de enero a un poblado cerca de Pennsylvania. Era de felicitación y ascenso, y el señor Waldheim no durmió por una semana esperándola. Los hijos y la esposa disimulaban la ansiedad, aunque sabían que eso cambiaría sus vidas porque gracias al probable ascenso viajarían definitivamente a establecerse en California.
El mensaje no llegó por un error del correo.
El señor Waldheim disimuló todo lo que pudo su desazón y con el tiempo el asunto pasó al olvido. Unos diez años más tarde el menor de la familia, de evidentes problemas, asesinó a la bella vecinita Shirley y desató de inmediato en el Estado el debate por la pena de muerte. Desde Nueva York, intentando cubrir el asunto con seriedad para el principal diario, invitaron a un anciano y prestigioso jurista argentino, quien viajó con su familia por unos meses a asesorar sobre la pena de muerte, el tema que había estudiado toda su vida. Ese viaje le dio la posibilidad alquilar su amplia casa en San Isidro. Al principio nadie la quiso, pero en noviembre un viejo filántropo que caminaba cerca de allí entendió que su sueño se haría realidad y decidió invertir su módica fortuna en la casona para hacerla museo. Esa decisión colmó el vaso y su esposa decidió irse para siempre, reprochándole su evidente egoísmo. En el viaje en tren a lo de su madre en la Patagonia conoció a quien sería su segundo esposo y el padre de tres niñas. La menor, reconocida historiadora y académica, fue a su vez madre de mi padre.
Ahora advierto los beneficios de los errores en el correo postal.
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