Desde el callejón en Thieber St. se divisan los últimos rayos del día, contrastando con las incipientes figuras nocturnas de la parca sociedad londinense. Carlos desconfía, mira la hora y se asegura un poco de silencio en un pequeño bar cercano. Los parroquianos lo miran con desconfianza mientras él, cerveza en mano, recorre una y otra vez, durante minutos, los adornos y los libros viejos que el dueño del bar ha decidido dejar allí. Cree reconocer el lomo de una obra de Borges descansando en la repisa y agudiza la mirada para cerciorarse. Desde atrás una voz le dice -en perfecto porteño- que ése efectivamente es un antiguo ejemplar de El Aleph. Sorprendido, se da vuelta para agradecer el dato pero no hay nadie allí. Mira a su alrededor y advierte que tampoco están los que hasta hace unos momentos lo miraban con desconfianza. Decide entonces pedir la cuenta, pero el viejo dueño del bar no aparece. Su imaginación de escritor no le da paz y mientras se recuesta en la silla juega pensando que quizás todo eso es precisamente parte del Aleph, esa entidad que todo lo concentra..., incluso a él, a su soledad, a la ausencia repentina de todos allí y al viejo ejemplar borgeano.
Sonríe.
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