Juegos
Llovía.
Estaba lleno de policías y gente curiosa.
El tipo me lo explicó sin sobresaltarse y en medio de las últimas pitadas.
- Están jugando al ajedrez - dijo - ...pero no lo saben.
Más de uno en la comisaría me había advertido que era un delirante y un metido. Yo tomaba distancia de sus hipótesis en otros casos, y tampoco le contesté esta vez. Pero de a poco, casi conmigo de espaldas, me detalló la historia de los asesinatos y la interminable rivalidad entre las dos familias en Adrogué.
A medida que se detenía en cada muerte me contaba porqué la lógica en el estilo de los asesinos tenía la de una pieza específica de ajedrez. Empezó el relato por 1899 y debo reconocer que al rato me tenía completamente convencido y concentrado.
- No tome nota, por favor, relájese y escuche...- me pidió.
Hice caso.
Me llevó por todos los rincones de la historia familiar de los Suárez y los Gorriti.
Confieso que si uno aceptaba de qué modo los clasificaba y analizaba su conducta, el interminable derrotero de sangre y muerte de las dos familias bien podía ser el de un partido de ajedrez.
De repente agarró un palo e improvisó en la tierra algo como un tablero.
- Así están ahora - aclaró mientras dibujaba cinco piezas distribuidas en un rincón, muy cercanas entre sí.
Levantó la mirada, me adivinó el pensamiento y casi con sorna finalizó:
- Juegan las blancas y dan mate.
Se acomodó el saco y desapareció. Jamás pude encontrarlo.
Hace ya demasiados años del asunto. Desde ese momento he tratado de averiguar cómo y cuándo harán la jugada las blancas.
He estudiado cientos de opciones, garabateando cuadernos y estudiando biografías, en las que le asigno el ahora terrible color blanco a cada una de las familias.
Pero sólo cierra el razonamiento más terrible: la pequeña Andrea es el rey de las piezas negras.
Y el viejo Gorriti, dueño de la farmacia y conocido en el pueblo por su bondad y generosidad, el que hará, aún contra su voluntad, la jugada final.
Desde que lo advertí los sigo a sol y a sombra para evitar la masacre, pero creo que la fatalidad del destino podrá más que yo.
Estoy viejo y cansado. Un fuerte dolor de corazón me tiene en cama hace ya tres días.
Otra vez llueve, como aquella tarde.
Miro la hora y garabateo estas pocas palabras para distraerme, para evitar pensar..., para no escuchar cómo ahora alguien toca con timidez la puerta de mi habitación disimulando un pulso tembloroso, escondiendo inútilmente manos manchadas de sangre, delatando ojos llorosos en el viejo espejo del pasillo.
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