lunes, 20 de marzo de 2017

DESLIZARSE

De cualquier modo yo ya tenía un preocupante nivel de escepticismo. Mis 56 años pesaban sobre la espalda casi por el triple. Decidí sentarme en un banco en pleno trajín de lunes al mediodía. La cuestión había empezado unos 4 días antes. 

Como todo, había sido resultado de un movimiento cotidiano, mecánico... 4267189 y nada... ocupado, como tantas veces tantos teléfonos. Insistir una, tres, veinte veces. Distraerme, pensar en otra cosa. Darle tiempo a quien estuviera hablando para que de una vez cortara, pero nada. Una y otra vez ocupado. Maldecir a mi familia y empezar a resignarme.... Después, el teléfono de un amigo para comentarle de mis últimos cuentos, y un poco también para hablar de nada. También ocupado (raro, porque en esa casa pocas veces me había pasado).

 Pero ahora lo veo todo más claro, parece que la ficción y el absurdo se  acercaran a invadirme cada vez que tienen chance. Todo me molesta. Se me pega la camisa a cuello por la transpiración y tratar de buscar soluciones me parece inútil. Después de mi amigo, la oficina. Una, tres, veinte veces. Ocupado... Lo que más me dolía era estar seguro de que no había resquicio para la duda, que a mí no se me iba a tener piedad porque no era digno de ella. Una y otra vez había atravesado y violado los límites... No quería confirmarlo, no le quería pedir al hombre que estaba a mi lado que llamara al mismo número un instante después que yo para escucharlo dialogar con naturalidad y sin percibir el abismo que me invadía. Insistí con siete u ocho números distintos, hasta que la idea fatal llegó a mi mente : la tía Clari estaba de viaje. Ella vivía sola y en su casa no podía haber nadie. Marqué los 7 números con una mezcla de resignación y terror, pero sabía que nada cambiaría las cosas... Yo ya me merecía cruzar al campo de las cosas corridas de lugar, de los fenómenos sin explicación, de la ilógica sin límites. Cuando una vez más escuché el tono de ocupado entendí que mis cuentos me habían llevado mucho más allá del papel y la tinta.

 Con una extraña seguridad comprendí que empezaba a incomunicarme. Donde fuera que llamara ya no había posibilidad de diálogo alguno. Iniciaba mi condena, de eso no tenía dudas. Ni siquiera podía intuir cómo seguiría todo aquello. La venganza había empezado por un lugar extraño, lateral, casi cómico.

 Jamás hubiera imaginado que la ficción decidiera dar por ocupadas todas mis llamadas, pero era así. Tenía toda la lógica de un cuento, toda la lógica que puede haber en la ficción misma. Cualquier cosa era posible. Ni siquiera me molesté en razonarlo. La batalla estaba perdida.

Comprendí como pocas cosas en mi vida que ya no podría hablar más por teléfono... así, simplemente. Inevitablemente el tono burlón y repetido me esperaría del otro lado, pero era tarde para volver atrás. Yo había cuestionado esas fronteras de la literatura y ahora encontraba mi propia vida metida allí. Pensé entonces que la siguiente estocada podría venir  de cualquier lado, con cualquier forma y cualquier cara. Decidí no volver a casa porque me dolía la sola posibilidad de que mi propia familia cayera también en esto... No aguantaría ese dolor.

Hace cuatro días que estoy caminando las calles y creo ya estar percibiendo los próximos pasos de la invasión. He transitado con asombro cuadras totalmente nuevas en esta ciudad que yo creía conocer. Cuadras aparecidas violentando la aburrida geometría de tantos anos en este lugar. He notado también que algunas personas a quienes hablo me contestan cosas distintas de lo que pregunto, me miran extrañadas y tratan de evitarme. Estoy solo y cansado. Pienso con ácido humor que por lo menos podría llamar a casa para advertirles de este fin, pero un instante después dejo esa idea para siempre.

Me tomo las manos, me acomodo con esfuerzo en este banco viejo y gastado mientras cientos de personas pasan apuradas al lado mío en este lunes angustiante y desalmado. Apenas apoyo la cabeza y cierro los ojos. La venganza sigue avanzando suave y firmemente. Ya no veo nada. 

Respiro profundamente...Apenas percibo mis dedos estrecharse entre sí. 


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