domingo, 12 de marzo de 2017

Un orden

Cuando me trajeron el segundo ejemplar del Fausto que tanto había estado buscando, en este caso firmado por Viñas, entendí con angustia que algo se había profanado para siempre. Pagué -aún así- disimulando mi momentánea alegría y volví a mi piecita en las alturas, con cortinas oscuras y de doble candado. Supe que con ese libro -que mi contacto había necesariamente robado de la exclusiva biblioteca de Jorge Damero- cerraba un círculo para mí fantástico pero para todos los entendidos perverso e imperdonable. Gocé al ver que mi vendedor se fuera y que ésa pasaba a ser la ultima transacción de una infinidad, tal como habíamos quedado tantos años atrás. 
Mi historia es la de un dandy con dinero, de padres acomodados, hijo único y mal escritor. Temprano empecé a obsesionarme con los libros que todos los escritores dejan abandonados en sus bibliotecas y que sus ignorantes familiares suelen mal vender o regalar. Y precisamente ese ejemplar de Fausto cerraba para mí una colección enorme de la que nadie tenía noticia. Alguna vez una empleada inexperta osó intentar meterse en la piecita y eso le costó el trabajo. Tengo volúmenes exquisitos, primeras ediciones y ejemplares anotados por escritores geniales. Y así de a poco he conformado, ayudado sin saberlo por especialistas y críticos, la más maravillosa y exquisita biblioteca de escritores. 
Pero con esta última adquisición sentí algo extraño que hace días no me deja dormir. Siento haber roto un orden sagrado, intuyo que ese ejemplar no era igual al resto y que debo empezar a pagar mi pena. No me muevo de la biblioteca desde hace días y he dejado de comer la vianda que mi padre me acerca con admirable paciencia. Les digo a través de la puerta que estoy bien, pero ya he empezado a sentir mareos y debilidad sentado contra la pared mientras miro extasiado la colección que he logrado armar. Sin embargo el último lugar vacante, allí donde puse el Fausto, me generó el ahora insistente trauma del orden perfecto de la biblioteca. Es probable que ese ejemplar no vaya allí, sino en otro lugar, pero no puedo saber dónde. Las combinaciones son infinitas y mi autoimpuesto ayuno no me permitirá siquiera empezar a probar chances hasta dar con el presunto orden exacto. Intuyo que quizás la red de ladrones que financié para que me trajeran los ejemplares tampoco sospechaban que estaban trizando un orden obsesivamente previsto por sus dueños y que se ha roto también para siempre. En medio de un sueño que ya muta en vigilia intento ordenar mentalmente el Fausto y ponerlo en distintos lugares mientras corro otros libros y los subo y bajo de sus espacios en los viejos anaqueles de madera. Pero es inútil.
Ya escucho los golpes en la férrea puerta de la piecita. Sé que no voy a abrir, que estoy pagando mi condena, que mis días de ladrón adinerado han terminado y que la caprichosa biblioteca que por unos pocos días he dado a luz se desintegrará sin ningún criterio, que los ejemplares invaluables que por décadas coleccioné terminarán en cualquier remate, en la dádiva de ignorantes, en el descuido y anonimato de estériles nuevas bibliotecas.


http://www.lanacion.com.ar/1991576-adonde-van-las-bibliotecas-de-los-escritores

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