domingo, 26 de marzo de 2017

Dibujos

Estas cosas ocurren por el ajetreo permanente, y porque la gente no presta atención a los detalles en verdad importantes... como los pequeños dragones subrepticiamente dibujados por niños. Ahora ya es tarde, porque estoy muerto, pero mientras me velan tengo al menos unos minutos para explicar que al principio, hace una pocas horas,  mi hija menor apareció con el simpático dragoncito casi sin pintar. Le dije algo cordial como para que se quedara conforme y salir del paso: yo estaba enajenado tratando de darle forma a una novela, que por supuesto no terminó en nada. El papel quedó doblado por la mitad a unos centímetros de mi computadora y ni siquiera me hice tiempo para hacerlo un bollo y practicar en el cesto de los papeles un tiro certero. Cuando ella se fue -inclusive- me pareció que ni siquiera le había gustado demasiado su propio dibujo, que se lo quería sacar de encima, así, a medio pintar. 
Entonces empezó la secuencia de sucesos extraños. Primero el tenue olor a quemado, luego los ruidos casi imperceptibles y finalmente la sensación de que el papel se movía solo. Resistí la tentación y seguí con la novela, pero intuía que quizá estaba llegando a una de esas esquinas donde la realidad y la ficción pugnan por prevalecer, y que el inofensivo dragoncito lucharía con todas sus fuerzas para resistir semejante rejunte de indiferencia -la mía y la de su creadora- y me daría las primeras señales que terminarían en este velorio absurdo, en el que mis amigos y conocidos discuten sobre el origen de mis terribles quemaduras en la cara, de los golpes y el desastre que quedó en mi escritorio, mezcla de muebles chamuscados y signos de una pelea desigual. Los investigadores inútilmente arriesgarán hipótesis demasiado racionales y no muy convincentes, luego será el entierro y el olvido y yo aquí sin siquiera poder dejar una advertencia para que en adelante tengan más cuidado con los trabajos infantiles, el ajetreo, y la locura cotidiana.

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