sábado, 11 de marzo de 2017

Imprevistos

El viaje en micro no duró demasiado. En la escala y tiempo humanos deben haber sido unas treinta o cuarenta cuadras, no puedo saberlo. Mi medida de las cosas era en ese momento el espanto y la sorpresa... una mezcla de incredulidad y miedo que nunca podré olvidar.
Lo diré sin rodeos para evitar enigmas ocultos y a riesgo de que nadie me crea: el hombre que se sentó en el micro al lado mío estaba muerto.
Si él lo comprendía o no es algo que sencillamente se me escapa y que nunca alcanzaré a saber.
Mi única carta fuerte para darle credibilidad al episodio consiste en que probablemente la muerte no tenía planeado que yo anduviera hace unos años por el sur de mi provincia (General Alvear es el departamento, Los Álamos el pueblito) con mi auto averiado, y en el taller de un mecánico que demoraba demasiado en arreglar la caja de cambios. Nada de eso estaba en las probabilidades. Menos aún que yo, de curioso y metido, me inmiscuyera en los velorios ajenos así, sin más.
La ciudad donde vivo no queda tan lejos de donde velaban al hombre, es cierto. Son sólo unos cientos de kilómetros. Pero en algún otro plano son realidades abismalmente distintas. Jamás sabré yo lo que pasa ahí ni en otros pueblitos aún más cercanos, por la sencilla razón de que nunca los visitaré. En ese sentido son tan lejanos como París y Alaska.
El hombre que estaban velando murió en su pueblo pero de algún modo terminó años después en el micro, esa noche de miércoles frío, junto a mí. Una corta y profunda cicatriz en la mejilla derecha que pude advertir en él mientras lo observaba en el cajón fue determinante para no tener la menor duda de que se trataba del mismo hombre: bigotes canosos, nariz enorme, la mentada cicatriz y pómulos salidos, todo eso ayudando a conformar una cara por demás particular.
El pánico apenas me dejó pensar esas treinta cuadras de micro. Sólo tuve tiempo para intentar actuar normal y tratar de que el sudor frío, que ya me recorría, no se apoderara de mí.
Cuando por fin bajé y pude encarar la vereda hice unos metros y me detuve a respirar profundo. Junté fuerzas para llegar a un banco de la plaza y allí esperé hasta que se me pasara el miedo. A medida que me calmaba venía a mí una tormenta de explicaciones probables, aunque todas ellas absurdas.
Pero repentinamente lo comprendí todo: quizás la muerte no sea tan eficiente como todos creemos... es probable que no sea tan fatal lo del cajón, el entierro y eso de no volver nunca más. Hay grietas.
Un rato largo pasó y volví aterrado a mi casa. Agradecí vivir solo para no tener que contarle a nadie semejante episodio ni andar preocupado por disimular el temblor de mis manos.
Ahora salgo mucho menos que antes y nunca más me subí a un micro. Tengo pesadillas recurrentes. Sólo espero morir como corresponde, sin ir a parar absurdamente ni a otro lugar ni a otro tiempo.
Aunque quizás sea tarde para ese lamento. Mientras escribo estas líneas y espero el agua del mate, miro con desconfianza el reflejo de mi imagen en el vidrio de la cocina y por momentos creo que, irónicamente, mis días también pueden haber terminado en algún lugar - incluso cerca de aquí- con el cajón, el velorio, las flores, los llantos de la gente...y todo ese ritual que, extrañamente, tanto nos calma.

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