sábado, 4 de marzo de 2017

Viaje 

El señor Andrade se angustia en la interminable espera del avión. Mira una y otra vez el reloj hasta que por fin sale el vuelo a Irlanda. No se ha despedido de nadie.  Recorre en su mente con obsesión el pueblo que ha soñado tantas veces y sabe que en algún lugar de la tierra de Joyce estará esperándolo, aunque no conozca su nombre ni remotamente. Retiene al detalle la casa, la importante iglesia románica al borde del lago y las calles calmas rodeadas de árboles. Se duerme agotado y con sorpresa despierta cuando el avión ya aterriza. Un hombre lo espera en silencio con su apellido en un cartel y si bien ambos son en extremo reservados, se siente cómodo en su compañía. Luego de algunos kilómetros lo vence otra vez el cansancio. Un rato más tarde el camino de tierra que han tomado lo vuelve a despertar y por momentos cree reconocer el olor de la vegetación. Se exalta de sólo pensar que por fin conocerá el pueblo que lo obsesiona desde siempre. Piensa con culpa que salir sin avisarle a nadie le traerá reproches y conflictos aunque nada empaña su alegría. Por fin llegan. Ya es de noche y no puede distinguir bien el perfil de la casa, aunque de a poco desde adentro  le llegan voces raramente familiares. Entonces su esposa y sus hijos lo reciben con abrazos emocionados y lo ayudan a bajar las valijas. Absorto, trata de pensar qué puede haber ocurrido. Revisa disimuladamente el boleto de avión, que claramente dice destino Irlanda. El chofer lo deja sin más y el olor de la cena lista termina de confundirlo. La esposa entonces le pregunta en un perfecto inglés por el viaje y las novedades que trae de Argentina, y si la ciudad que tanto se mostraba en sus sueños por fin apareció. Él improvisa alguna respuesta cordial y vagamente mentirosa y un rato después, mientras mira la hoguera y termina el whisky, se desvanece en el mismo sueño, que le insiste con viajar a la ciudad imposible.

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