domingo, 24 de marzo de 2019

Dos más y después Benavídez

Cuatro veces escuché hablar de Benavídez. La última, la fatal para esta historia, fue en una librería –hace mucho cerrada- de calle Laprida. Sin mucho entusiasmo un sobrino suyo  me confirmó que los rumores eran ciertos, pero que le había jurado no decir nada y que por eso se sentía un traidor. No quise escuchar sus lamentos. Le pagué lo prometido y estuve dando vueltas unas cuantas horas hasta decidir tocar su puerta. 
Unos segundos después, como si me hubiera estado esperando por toda la  eternidad, su pelo avejentado asomó tras la madera dejando ver –apenas- una mesa de luz desordenada, columnas de libros acumulados y pequeñas manchas de humedad en la pared. Se me antojó fugazmente el Macedonio lúgubre con que nos han insistido tantas veces, y decidí pasar para no arrepentirme. 
No dijo nada. Supe que esperaba mi pregunta, pero aún así dudé. Me enfrentaba al temor del camino sin regreso, a la irresponsabilidad de cruzar la línea que nadie siquiera había soñado trasvasar. Pero en ese momento recordé a los dos que por error ya había asesinado con la certeza de haber cumplido, y cuyo mal recuerdo me nublaba la conciencia en un remordimiento perpetuo. 
Benavidez sabía que no podría matarlo sin antes hacerle la pregunta, y una suerte de tranquilidad miserable la cruzaba la cara. Y sabía también, sobre todo,  que confirmar mi sospecha con un sencillo “es cierto” daba por tierra con este Universo tal cual lo conocemos.
La noche se ponía, (ahora sé que por última vez). Yo tenía el arma cargada y él la calma de quien sabe que no tiene que hacer la siguiente jugada. Pensé en el sabio ajedrez y me supe dueño del movimiento que acabaría con el juego, con los balcones, los limoneros, las cosas, los amores y desencantos, la poesía de Flaubert, las brisas del atardecer,  la mítica Alejandría, todos los tomos del mundo, los textos escritos y nunca escritos de cada autor posible, los hombres, las mujeres, los pensamientos, las prolijas declinaciones del latín, los corsarios sajones, las arenas, las batallas y sus muertos, en fin, todo lo que ocurrió alguna vez, cada diálogo, cada tensa mirada, cada mínima jornada en la historia del Universo.
La idea me la había susurrado mi abuelo en su lecho de muerte y en ese acto me regaló el arma. Me dijo que alguien – no mucho más allá de los barrios del Sur- lo había pensado todo. Y que su muerte era necesaria para llegar a la verdad, para probar que sólo existíamos en esa mente, que él era – en definitiva- el único que era. 
Arriesgué a preguntarle si -en realidad - no me estaba sugiriendo matar a Dios. Apenas sonrió. 
- Se trata de Benavídez, simplemente. No mucho más que eso…- dijo restándole importancia.
Respiré profundo. 
Apoyé el dedo en el gatillo y supe con terror que tenía en los músculos de mi mano derecha el fin de todo lo que alguna vez había sido. Pero la verdad era más valiosa y le solté la pregunta.
Me miró y luego de unos segundos sólo dijo: 
- Me saca un peso de encima...
En el último instante pensé que si todo aquello era falso, si Benavídez era solo un viejo más perdido en una pensión de Buenos Aires, como mucho yo pasaría el resto de mis días en la cárcel como triple homicida.
Si en cambio era cierto que ese insignificante hombre había pensado el Universo y que sólo él existía, su muerte también sería -en rigor- una decisión de su voluntad.
Ese pensamiento me tranquilizó. 
Alcancé a repasar los lomos de algunos libros, y en el parco silencio de la pieza, jalé del gatillo. 

martes, 22 de enero de 2019



Juegos

Ya no había manchas de sangre y la escena del crimen casi había desaparecido. Es exagerado aseverar que ni siquiera a la familia le interesaba la resolución del asesinato, pero lo cierto es que la vida sigue y la insistencia del comisario Andrade producía incomodidad y por momentos irritaba. Es verdad, de todos modos, que nadie había dado con pistas respetables y que los diarios del lugar -salvo en el aniversario del tiroteo – apenas recordaban el hecho. 
La señora Rimey -por décima vez en el mes- le abría la puerta a Andrade y en ese tenso cruce de miradas ella le dejaba entender que ya era suficiente.
-Me manda el fiscal - improvisaba a veces el comisario para darse fuerzas y seguir imponiendo autoridad. 
Se sentaba lentamente en la hamaca gris y sacaba su vieja libreta para constatar que las cosas permanecían en su lugar. Dibujaba como un autómata una y otra vez el sitio, llenaba de flechas y croquis la escena y procuraba pensar lo que pudo haber ocurrido aquella tarde de otoño, una tan calma como cualquiera, en la que nada parecía ocurrir hasta que dos disparos cegaron la vida del señor de la casa. 
Esa tarde los niños jugaban en la pieza contigua y desconcentraron al comisario, pero con buen tino intuyó que hacerlos callar era demasiado. En medio de la desazón por perder la concentración no tuvo más remedio que dejarse llevar por los disparos infantiles. Entonces lo vio claro: algunos datos que desplegaban los niños tenían una extraña semejanza con el asesinato que él hacía años investigaba infructuosamente. Buscó la última hoja de la libreta y empezó a anotar cada uno de los muertos que describían los niños, las circunstancias y emboscadas que inventaban para liquidar a los demás. Anotó palabras, explicaciones y teorías, y creyó entrever que en realidad el segundo disparo nunca había existido, y que eso había confundido a los vecinos que en su momento habían atestiguado. 
Despreocupados, los niños seguían en su mundo contando cómo fue que el asesino de su juego lograba escapar por dentro de la casa burlando a los policías sin dejar rastros. Andrade -atravesado de la emoción- iba desplegando en su libreta cada detalle del crimen infantil. Pero en el instante final, cuando estaba por aparecer la identidad del escurridizo asesino llamaron a los niños para tomar la media tarde. 
Obedientes, no pronunciaron una palabra más y dejaron la escena desierta. El comisario desesperó pero decidió no interrumpir la armonía familiar para no ser descortés. Prefirió esperar hasta que terminaran de merendar con la esperanza de que continuaran el juego. Pero al volver cambiaron de pasatiempo y dejaron inconcluso el crimen. 
Andrade confirmó que así perdía para siempre la posibilidad de resolver el misterio. Al despedirse, vencido, le dijo a la señora Rimey que esa era su última vez. 
Ella asintió sin pedir explicaciones, y -quizás- sin sorpresa. 
Así, mientras los niños volvían a llenar el lugar de gritos y juegos la mujer le entregó al comisario una extraña sonrisa, cerrando firmemente la puerta de madera, en medio de una tarde calma de otoño.