sábado, 30 de mayo de 2015

Misión

En el medio del callejón londinense el viejo dejó caer el libro como si fuera lo último que hacía en este mundo. Suspiró profundo, sus hombros se relajaron. Desoyó el grito de los jóvenes que andaban por ahí cerca, y que lo llamaban para devolvérselo.
Miró el horizonte con cierta nostalgia. La bruma lo ganaba todo y los muchachos, después de advertir que el libro estaba lleno de frases incomprensibles, lo abandonaron a su suerte.
Ni bien apareció la luna los personajes comenzaron a abandonar las páginas. Algunos salían corriendo y desaparecían de allí aprovechando la oscuridad. Otros se quedaban pensativos y miraban a su alrededor hasta asegurarse el lugar al que tendrían que volver cuando fuera el día indicado.
A la mañana siguiente el viejo tomó el libro del piso, guardándolo en su bolso negro y dejando el lugar con prisa.
Por años nada ocurrió.
Pero un día volvió al mismo callejón, abandonó el libro y se fue del lugar.
Esa misma noche decenas de hombres y mujeres desaparecieron de sus casas. Los investigadores y policías recorrieron los suburbios por meses para dar con alguna pista que calmara a tantos familiares abandonados.
Cansado de caminar durante horas, uno de ellos hizo una pausa y calmó su sed con un poco de whisky, sentado en el callejón. Miró a la distancia los despojos de un libro y se acercó con cierta curiosidad. Pero lo que allí leyó fue demasiado para su viejo corazón, que para siempre frenó sus latidos .
Los curiosos se amucharon para ver qué ocurría, nadie reparó en el libro y algún zapato lo pisó en medio de los empujones.
Los investigadores fueron -de a uno- abandonando la búsqueda.
La ciudad de a poco hizo su duelo, y el tiempo se encargó de cicatrizar las ausencias.
Cuando volvió la calma el viejo se acercó y encontró el libro detrás de unos tachos.
Encendió entonces un cigarrillo y desplegó un pequeño mapa lleno de anotaciones. Y mientras la luna aparecía buscó -con una extraña sonrisa- la próxima ciudad a visitar

viernes, 29 de mayo de 2015

Creer
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Atardecía. Ya habíamos tomado bastante.

- En serio... - vamos a buscarla.

Sonreí y procuré cambiar de tema porque el diálogo me estaba poniendo nervioso.
Pero no hubo caso, el tipo insistió, invocó nuestra amistad de décadas y que estaba muy solo en este mundo.
No pude resistirme y ya estábamos tomando el tren en Madrid en busca de la casa histórica de Cervantes.
Me daba vergüenza la sola posibilidad de que nos encontráramos con alguien conocido. Yo iba a negar todo de plano, pero seguramente Julio desplegaría su plan con lujo de detalles y me dejaría en el ridículo más ilevantable.
Después de horas de mirar por la ventana del tren pusimos pie en el viejo pueblo donde está la supuesta casa del genial autor del Quijote. En medio de los turistas y la gente nos escabullimos por la parte de atrás hasta dar con la medianera de la casa.

- Hasta acá llego- le advertí a Julio.
Me miró desilusionado

- Vamos, es un poco más y nos metemos al jardín. Te prometo que buscamos un rato en la tierra y nos vamos.
No podía creer estar acompañando a ese delirante. Llevaba un par de palitas de plástico para  remover mejor el jardín. Me convenció y aprovechamos la noche incipiente y el ruido de un tren para saltar la cerca.

Unos minutos después alguien me tocó la espalda.

- ¿Qué hace? - dijo el guardia
-...... No... nada...- alcancé a balbucear

En ese momento advertí que en verdad estaba solo.
El papelón fue mayúsculo y tuve que inventar cualquier cosa ante los enojados oficiales. No me salvé de la multa, claro.
Ahora garabateo esta historia y como en la vejez ya no me queda vergüenza confieso que el plan de Julio era buscar la mano de Cervantes, la famosa, la que perdió en Lepanto. Julio aseguraba que sin lugar a dudas el escritor después de perderla la había enterrado en algún lugar, y lo más probable es que fuera en su misma casa. Las razones literarias -para él- eran más que evidentes. Recuerdo que en medio de una maravillosa borrachera y después de leer a los gritos algunos pasajes memorables del Quijote soltó: ".... Si con la mano que le quedó sana escribió semejante genialidad, la que le cortaron no pudo escaparle al destino...
a su modo debe haber escrito algo.... cae por su propio peso... hay que ir a buscarla."

Me seco las lágrimas de la risa mientras anoto estas últimas anécdotas. Igual no entiendo que pasó con Julio, cómo fue que desapareció de mi lado, cómo fue que jamás lo pude encontrar.
Un desliz de melancolía y otro tinto que descorcho en su memoria me ayudan a creer que quizá en algún lugar de su alma tenía razón, que la mano solitaria lo escribió, lo llamó Julio, nos emborrachó, nos subió al tren y finalmente me abandonó a mi suerte para -muchos años después- convencerme de ventilar esta indefendible historia.

viernes, 22 de mayo de 2015


Secretos

Todos cumplimos con el pacto de silencio, pero de modos distintos.
Marcos resolvió no volver a hablar en su vida. Admiraba desde joven a Pirrón y sabía que, tarde o temprano, seguiría su ejemplo. De a poco sus familiares se alejaron de él y en los últimos tiempos podía encontrárselo bajo el segundo puente, junto a otros linyeras.
Adriana se recluyó en un convento y decidimos confiar en ella.
Juan hizo un juramento que creyó definitivo. Usó la Biblia de su abuela y un crucifijo de madera pequeño.
Por nuestra parte, Cecilia y yo seríamos los primeros perjudicados en que todo aquello se ventilara.
Han pasado casi nueve años y la reunión de agosto se acerca.
He decidido desempolvar los planos del banco y lo que habíamos escrito sobre posibles coartadas.
Reconozco que estoy nervioso y quizás no era necesario comprar la Colt.... pero uno nunca sabe.
Suena Armstrong de fondo y nos miramos con Cecilia. Hay café caliente y lo que hace nueve años quedó pausado ahora cobra forma de nuevo. Ya ni siquiera discutiré con ellos la autoría del genial plan, como en aquellos tiempos de juventud.
Creo que está todo en orden. 
Todos sabemos que es muy probable que alguno muera, pero a nadie le cabe duda de que hay que hacerlo. 
Garabateo estas líneas y las guardo en un sobre con la esperanza de que, si no sobrevivo, al menos se sepa que el robo al banco es apenas la excusa para que el grupo siga guardando bajo mil llaves la verdadera causa del pacto de silencio.
El ovillo tiene una punta, pero no puedo dar más pistas que ésta. Lo demás será perseverancia de investigadores y aficionados.
Anochece. Cecilia se apoya en mi hombro, el sueño ya nos va ganando
Fugaz 

Escribo. Mi hija me molesta una y otra vez con distintas novedades infantiles que me interrumpen y me sacan de la trama. Me enojo, pero le digo que en un rato la atiendo. Ella insiste, hace calor y mi paciencia se triza en mil pedazos hasta que escucho su vocecita que dice no papá este libro lo hice yo, no lo compré, entonces me muestra una serie de hojas pegadas y dibujos que, efectivamente, son de su autoría. Dejo por un momento el cuento que escribo y la felicito porque -entre otras cosas- se llevó mi atención con un libro de su absoluta manufactura. Lo hojeo y de a poco advierto que los dibujos y la lógica del libro son bastante interesantes para su edad. Ella ahora hace silencio. Me quedó solo con el libro porque algo la distrajo y se la llevó. Miró casi con desgano las últimas páginas y advierto un dibujo donde aparezco sentado escribiendo y ella al lado, con unos papeles en la mano. En la última hoja, pasa fugaz una estrella amarilla de crayones fuertes mientras ella la mira por la ventana. Me acerco entonces en silencio a su pieza y la veo junto a la ventana, concentrada en la estrella. Alcanza a decirme que pida un deseo, pero apenas la escucho. Sólo me queda espacio en la mente para comprender que en adelante debería prestar más atención cuando viene con alguna novedad.

martes, 19 de mayo de 2015

Bolsa

Era un ir y venir de la bolsa, me acuerdo... pero como algo tangencial, algo sobre lo que estábamos pendientes en segundo orden, como quien chequea sus llaves o el sombrero más por el temor a perderlo que por otra cosa. Y mirarla cada tanto, porque todos sabíamos que alguien iba a tener que llevársela, pero mientras tanto discutiendo sobre lo obvio, lo principal... repartiendo responsabilidades, versiones y dinero, limando detalles para cuando llegara la policía o el detective. 

Cuando tuve que llevarla me sorprendí de la frialdad con que mis dedos tomaron el extremo de papel madera, como si nada, como si ahí dentro no estuviera la cabeza de la abuela. Yo les insistí con que no era necesario llevarla dentro en la bolsa, que ya la venganza estaba de sobra consumada y que para qué más, pero al rato deduje que mi lugar entre los parientes era de segundo o tercer grado, y que ya era suficiente con las miradas que me habían dedicado los peces más gordos para hacerme desistir. De todos modos, estaba claro que yo no la llevaría hasta adentro del auto..., que ya mi trayecto quedaba sobradamente cumplido, y que vaya a saber quién la transportaría a algún lugar aún no decidido (un pozo en el campo, especulaba yo), o que por lo menos no me habían comunicado. 

Quise empezar a olvidarme de semejante contenido, aunque sabía que una imaginación morbosa y bastante gráfica me traería las posiciones que iba a adoptar allí dentro... 

No había arrepentimiento, lo sé. Tomé todo como una especie de larga justicia que a pesar de los largos años llegaba, y no me sentía con ningún derecho a cuestionar los métodos familiares por mi evidente falta de autoridad allí dentro. Pero si de mí hubiera dependido no lo habría terminado de ese modo. De todos modos le daba algo de crédito a mis tías, sobre todo a la pobre Esther, quien parecía haber hipotecado su vida por la sola existencia de la terrible abuela. Intuía que con el correr de los años Esther le daría su verdadera dimensión a semejante rencor, y aunque me daba asco la bolsa, detenía allí mi intervención o cualquier juicio de condena. 

Fue finalmente Oscar quien se animó a hacer el último tramo. Su decisión siempre nos inspiraba respeto, y creo que por eso no le tembló la mano a la hora del facón y la ejecución en la cama, mientras ella dormía. La tomó junto a otras cosas que no alcanzo a recordar y salimos todos. Fui el primero en dejar la casa, mientras él sostenía la puerta. 

Partimos en varios autos y ya nadie volvió sobre el tema. Pero yo me moría de curiosidad por el destino final de semejante bulto. Las pocas veces que estuvimos solos Oscar habló con tal vértigo de tantas cosas diversas que entendí la tácita decisión de que sobre aquéllo no se hablaría. De modo que fui prudente y no me quedó más consuelo que entregarme a la imaginación y a alguna que otra pesadilla. 

No corrió siquiera rumor alguno en el pueblo… Eso fue lo que más me asombró. Creo que la gente optó por creer en su avanzada edad y alguna enfermedad de largo tiempo. 

Ya nos vemos poco, y de las investigaciones no resultó nada. No descarto alguna untada a la policía o ciertas llamadas telefónicas para procurar un entierro rápido y a cajón tapado. 

Pobre, la abuela. 

lunes, 18 de mayo de 2015

Medio llena

Mi vida tampoco es algo digno de elogios, es cierto..., pero no sé..., llegar a lo que ha llegado el viejito ése es algo que no podría soportar. Sólo de pensar que cada noche su única compañera es esa botella de tinto en esta gigantesca Buenos Aires me llena de impotencia. Pero bueno…, las ciudades le oprimen a la gente el corazón hasta el límite, y cada uno hace con su vida lo que puede. Lo que más me llama la atención es el asunto este de los jueves, lo de la bandeja con el mantelito rojo. No puedo entender de dónde saca plata para el traje y para el Malbec 84 que siempre pide..., pero Don Jorge, el patrón, dice que cada uno tiene sus cosas, y que mejor respetarlo y dejarlo tranquilo mientras pague.

Retengo nítidamente la primera vez: nos llamó con un suave ademán a su mesa, explicó bien el asunto y luego aclaró que nunca más hablaría del tema. Me molestó que se hiciera el enigmático, pero parecía tener todo muy claro: jueves por medio él mismo pasaría a buscar por el mostrador la botella en la bandeja con un mantelito rojo y desde ese instante no quería interrupciones de ningún tipo. Sólo cuando por su propia voluntad se levantara de la mesa se terminaba el asunto, de modo que cualquier intervención mía como mozo quedaba anulada: él iría siempre hasta la caja a pagar (me dejaba buena propina, por raro que parezca). Sacó entonces un billete de los grandes y mandó a comprar la caja de Malbec que por supuesto habría que guardar y separar para que la fuera tomando solo él.
Nunca dijimos nada, pero los jueves tenían algo especial en el Café. Con el patrón no podíamos dejar de observarlo, y nos incomodaba mucho cuando empezaba a hablar solo, gesticulando sin la menor vergüenza y a veces levantando bastante la voz. Los demás clientes lo miraban y muchos se reían, pero nadie decía nada.
De algún modo lo cuidábamos, porque siempre fue muy respetuoso y no molestaba a la gente. En los interminables silencios yo intuía que el patrón lo observaba de un modo particular, como con una agudeza que le permitía percibir detalles especiales que a los demás se nos escapaban. Varias veces quise preguntarle sobre el pasado del viejo..., si lo conocía de antes y cosas así, pero sé bien que no le gustaba hablar demasiado... De todos modos, si uno sabía mantener el silencio, de a poco soltaba algunas cosas..., y bien sabía yo que esos jueves, con semejante personaje a la vista, era posible enterarse de algo interesante.
La espera, que duró mucho, valió la pena. Con ayuda de algunas copas me dijo lo del amigo del viejo que había muerto, y que con él cada tanto se sentaban en esa misma mesa y discutían sobre arte, literatura y cosas interesantes, aunque a veces lo cansaban porque se quedaban hasta muy tarde. Yo me moría por preguntarle más detalles, pero sabía que era inútil. Finalmente, lo de la muerte del amigo fue todo lo que supe. Lo cierto es que el viejito acaparaba nuestra atención por la convicción y tranquilidad con que cumplía todo el ritual.
El tiempo fue pasando y una noche nos dimos cuenta que sólo quedaba la última botella, y hasta la mitad. Aunque decidiera beber con moderación, esa noche debía ser, lógicamente, la última. No comentamos nada del asunto, pero sabíamos que bien podría no volver más. La botella, la bandeja y los demás esperábamos ávidamente a que dieran las diez de la noche para verlo llegar. Por suerte no había mucho movimiento en el Café. Creo recordar en la radio algo de Piazzolla, muy de fondo. De repente entró, dejó el abrigo en la silla y se acercó donde estábamos. Levantó la bandeja y antes de enfilar para su mesa miró la botella con detenimiento.

- ¿Usted... la ve medio vacía o medio llena…? – me preguntó sorpresivamente, con un dejo de enojo que no alcancé a comprender, como si quisiera enseñarme algo evidente.

No pude decir nada. Lo miré a él y a la botella varias veces. Decidió irse a la mesa antes que le contestara alguna tontería para salir del paso.
Cambié de lugar en el mostrador, ubicándome lo más cerca que pude de su mesa, en una esquina con poca luz. Estaba angustiado por su pregunta y entendí que necesitaba algunas respuestas para mi propia vida. El patrón no me decía nada. Suavemente, afinando mucho el oído y aprovechando el silencio del Café, empecé a adentrarme en lo que el viejito balbuceaba. Era extraña la fluidez con la que parecía estar hablando con alguien. Los cortes, las interrupciones y los gestos daban toda la idea de que en esa silla vacía había alguien contestándole. Cerré los ojos y por un momento me pareció asistir también a lo que le decía su interlocutor. Pero eso duró apenas unos instantes: fue abrirlos y otra vez volver a la realidad de los clientes que llegaban, el apuro de los pedidos y al trajín de esta incansable ciudad, que pareciera no querer darme paz ni un instante...
No hay caso..., mi entrañable Madrid no da respiro, y así me imagino que serán todas las grandes ciudades... Y aunque le he dicho al dueño que me permita estar cerca del tipo unos minutos porque me da curiosidad cuando empieza a hablar solo, sé que el poco tiempo que alcanzo a paladear sus frases argentinas le cuestan al restaurante algunos clientes malhumorados y todo un desajuste en la atención de las mesas.
Todo lo que saben del tipo acá fue que se vino desde Buenos Aires luego de la muerte de un amigo de toda la vida. Habla muy poco con la gente y se sienta, jueves por medio, siempre en la misma mesa. Nunca le han dicho nada por temor a interrumpirlo. Le hemos cobrado cariño, y lo miramos con la ternura de quien asiste a la interminable soledad, a la locura..., al último recurso de quien a falta de alguna compañía no tiene otra opción que ponerse a hablar solo.

domingo, 10 de mayo de 2015

Bastón

De niño jugando con él una y otra vez, tirarlo, volverlo a acomodar, escuchar los retos del abuelo, ponerlo en su lugar. De joven mirarlo con esa indiferencia de las cosas que jamás vamos a utilizar porque sencillamente somos eternos. De grande ver cómo algún escritor famoso usa el suyo para apoyarse y para tener estampa de sabio. Ahora, en la cama, en mis minutos agónicos y finales, imaginarlo apoyado -como desde siempre-, en el mismo lugar de mi niñez, con la elegante inmortalidad de los objetos que nos ven pasar por la vida ejercitando esa piedad milenaria que sólo ellos pueden tener.

sábado, 9 de mayo de 2015

Don Torres


Se declara livianamente que la batalla de Maipú fue en tal año, que tuvo tal o cual modalidad y que vio ganar a cierto ejército. De ese sencillo modo la ubicamos -seguramente- en algún nostálgico momento de la escuela primaria, hace ya tiempo perdida en la infancia, y nos quedamos tranquilos pensando que San Martín y Chile, que el mapa, que la bandera, que las bajas realistas, por lo que sin mayor conflicto cambiamos de tema. De ese modo, entonces, encadenamos con el asunto que sigue y así es como guardamos todo en miles y miles de estantes, con pequeños rótulos... la batalla de Maipú, el precio del tomate, el asesinato de Kennedy, la poesía de Storni, el recorrido del 8. Nos tranquilizan y nos hacen especialistas en los más variados tópicos. Pero Don Torres quedó estancado allí, no pudo superar la batalla de Maipú, disculpen que insista. En cuanto se enteró del asunto (la leyenda dice que extrañamente fue ya de grande, en el campo, en una nocturna charla con su abuelo) no pudo sustraerse jamás a estudiarla, intentar revivirla, fabricar uniformes y armas, escribir sobre ella, hablar y hartar a sus familiares y amigos sobre el tema, sumar divorcios, urdir bibliotecas y buscar anécdotas hasta el cansancio, al punto incluso de hacerla más trascendente de lo que fue. 
El pueblo lo odiaba. Toda su existencia fue devorada -inexplicablemente para nosotros- por esa batalla sanmartiniana, hasta que murió. Los deudos en presumible venganza se rehusaron a hacer cualquier mención en su lápida sobre semejante obsesión, pensando de ese modo liberar de una vez a Don Torres del flagelo que se lo llevó en vida. Con tranquilidad y alivio dejaron el cementerio ese día, y se prometieron jamás volver a mencionar la batalla, (lo que, irónicamente, no hizo más que volver a traerla a su recuerdo personal una y otra vez.) 
Cada uno siguió con su vida. 
Médicos y psicólogos ensayaron explicaciones insuficientes sobre el síndrome de Don Torres, y más de uno a partir de entonces vivió con el temor de ser absorbido por algún tema, para nunca más poder dejarlo. 
El universo acecha, y tarde o temprano nos tragará sin piedad el asunto que fatalmente nos ha elegido, y que en algún lugar nos espera con milenaria paciencia. O quizás ya estemos en él, sin advertirlo.

viernes, 8 de mayo de 2015

Pareja

Fue muy pero muy de noche, en la calle 9 de julio de mi ciudad, en pleno frío a los gritos y puteadas. 
Agradezco ahora que ningún policía curioso haya llegado a tiempo a interrumpir el espectáculo como resultado de alguna denuncia de vecinos malhumorados.
Cómo se insultaban, Dios. Ella lloraba, él le decía barbaridades de un calado tremendo, y todo se perdía en el cajón frío que formaban la calle y los edificios. Ni un auto estacionado.
Yo era un alma errante buscando vaya a saber qué respuestas -que aún no hallé- y de repente me encuentro la batería de insultos y gritos.... No atiné a esconderme porque seguro ni me percibían. Pero intuyo que después de eso volvieron. Había mucho amor y demasiado reclamos en esos gritos. Energía negativa, pero energía al fin, que en algún momento debe haber mutado en reconciliación apasionada.
Ahora cada tanto recorro esa misma calle, pero tengo veinte años más. Probablemente los cruce en el centro como matrimonio, con hijos, o separados, juntos o de a uno. Jamás voy a saberlo. El melenudo gritón que la volvía loca con sus reclamos debe ser ahora un señor desencantado que paga impuestos y va a buscar los chicos a inglés.
Me queda alguna esperanza de volver a escuchar esa pasión de gritos desorbitados, pero para eso tengo que merodear las calles a las tres de la mañana... Imposible. Ahora suelo ir tipo nueve o diez de la noche, como mucho en busca de una farmacia abierta, ya cerrando la jornada, en ese circuito de comodidad infernal donde todo es aburrimiento, y despertadores y obligaciones infinitas.

sábado, 2 de mayo de 2015

Silencios

Me dicen que a medio camino entre el museo y la playa está la casita del viejo, pero que ni se me ocurra tocarle la puerta. Asiento con obediencia mientras guardo la foto y la dirección exacta que me anotaron. Procuro no levantar sospechas. Me detengo un rato en la plaza para asegurarme que nadie me siga y alcanzo a ver que en la casa del viejo está encendida la luz trasera del patio. 
El silencio lo llena todo, las olas y las gaviotas son parte del arrullo sonoro que mece al pueblo cada noche, y la gente ya empieza a cerrar la jornada.
Quedan pocas luces.
Me envalentono con un poco de whisky y salgo al inevitable encuentro con mi padre. Son casi treinta años de desencuentros y silencios. Pero la enfermedad me sigue como perro hambriento, y ya es hora de que mi secreto tenga -al menos- un corazón más en el cual guarecerse.
Toco con decisión la puerta añosa y húmeda de tanto mar. Nadie atiende. Insisto impaciente. Escucho entonces unos pasos y de repente una cabeza llena de canas y arrugas apenas asoma tras el pequeño ángulo que permite la cadena.
Me doy cuenta que no me reconoce. No dice nada y me mira de arriba a abajo, con el ceño fruncido. Tengo tiempo para tomar muchas decisiones en ese pequeño instante.
Sin dejar de mirarme -ni pronunciar palabra- va cerrando lentamente la puerta hasta que la vieja madera otra vez nos divide, esta vez para siempre.
Suena el mar incesante. Me gana la tristeza de toda una vida y decido alejarme.
Apenas escucho su caminar en el interior de la casa y algún ruido de ollas y cubiertos.
El sol se pone, la arena ya espera mis pasos.

viernes, 1 de mayo de 2015

Memoria

La anciana siempre pensó que eran sólo pesadillas. Jamás lo comentó con nadie y ellas la acompañaron con fidelidad durante toda su vida. Pero ya era hora de averiguar cómo esa vieja casucha era tan parte de su memoria como cualquier otra cosa.
Sacó sin hacer ruido el auto y enfiló hacia el bosque. Era domingo por la mañana, estaba soleado y la reciente muerte de su esposo la dejaba sola como para que ya nadie controlara sus movimientos. Dos hijos en Sydney y casi nadie de este lado del mundo le aseguraban tranquilidad.
No dudó en la tercera curva y dejó el auto cerca de los primeros árboles. Los sonidos del bosque y la humedad de los primeros arbustos le hicieron sentir una familiaridad que la asustó. Estaba sola. Nadie se aventuraba por ese bosque de caminos de tierra si no era en una excursión o al menos acompañado.
Sus temblorosos pies tampoco dudaron en tomar el camino largo y cobrizo. Unos gritos llegaron a su mente desde lo más profundo de la nostalgia. Era su inconfundible voz de niña.
Unos minutos después, debajo de malezas y oculta entre dos árboles enormes apareció la casucha de la infancia. No tuvo reparos en llorar, aún en soledad. La manija, de madera blanca, se mantenía intacta.
Repentinamente las nubes y el bosque se combinaron para hacer del lugar algo aún más lúgubre.
Hizo un instante de silencio. Ni siquiera la acompañaban ahora los gritos de la niña que fue.
Acercó la mano a la manija, con la íntima certeza de que era lo último que hacía en este mundo.
La puerta obedeció aunque oponiendo una suave resistencia por tantos años de estar cerrada.
La anciana notó entonces que alguien ayudaba a abrirla desde el lado de adentro, y se le paralizó el corazón.

Muchos años después los niños del lugar juegan con el auto abandonado y repiten una y otra vez la canción de la lluvia y la luna, de la anciana y la niña, hasta que sus padres enojados y temerosos los van a buscar en medio de terribles amenazas, que normalmente -por las noches- quedan en la nada.
Aulas

Uno nunca sabe si queda algún ordenanza dando vuelta o qué. Tampoco puede tener la certeza de hasta dónde llegan los gritos cuando la puerta del aula se ha cerrado desde afuera y la noche se cierne sobre la facultad sin que nadie repare en nuestros llamados de auxilio. Cuando dan las doce de la noche se esfuman las últimas esperanzas de ser rescatado porque encima la batería del celular murió por la tarde. Todo es silencio y aulas vacías. Un pupitre sirve de improvisada almohada y la resignación nos llega...y nos disponemos a dormir con la absurda tranquilidad de pensar que a la mañana siguiente despertaremos en el mismo lugar, en el mismo tiempo. Hará falta mucho de ese tiempo para entender que el mismo que nos trabó la puerta será quien nos lleve a su antojo por miles de habitaciones vacías, inevitablemente trabadas desde afuera y nos escuchará  suplicar, dar patadas y blasfemar hasta el infierno y nos mirará siempre calmo, con su sonrisa de niño malo.