martes, 13 de diciembre de 2016

Inspiración

Anochecía. Llegó por las escaleras transpirando y desesperado. Cada segundo contaba. Desparramó en su escritorio hojas en blanco y algunos personajes al azar (dos hombres y una mujer al principio, luego otro hombre), garabateó varios párrafos y trató de hilar diálogos más o menos coherentes. Pero la trama se caía a pedazos, la inspiración no llegaba y el plazo acordado terminaba fatalmente. Lo inevitable sucedió: hubo boicot de personajes, decepcionados y agrupados en un rincón de la hoja. Le exigieron más seriedad. El escritor –inteligente- adujo estar siendo a su vez escrito. Ahora, entre todos, me miran.

sábado, 16 de julio de 2016

Ventanas

Estos tipos son así- me dije- hacen lo que quieren..., nacieron con esa faceta extraña y ahí los tenés, personajes oscuros que llevan una doble vida y que suelen ser callados porque no les interesa el mundo ajeno.
A mí me parecía que el libro era de una calidad inusual y que no merecía estar perdido en esa librería del barrio como uno más. Me atrapó la prosa cuidada y algunos giros inesperados. Era evidente que el autor era culto y sabía de lo que hablaba. Me enojó que su libro pasará desapercibido entre tantas porquerías que las editoriales no dudan en publicar.
El librero se dio cuenta de mi concentración.
- ¿Es bueno, no?
Asentí y me reconfortó encontrar un cómplice en la calidad literaria. Para mi sorpresa, y luego de entrar un poco en confianza, me dijo que el autor vivía a no muchas cuadras de allí, que le había costado mucho costearse la edición del libro y que pasaba cada tanto disimuladamente para ver si la pila de ejemplares descendía apenas un poco. Triste, me confesó que la gente ni lo miraba y que optaba por los libros de autoayuda y ese tipo de cosas.
Seguí leyendo un rato más uno de los relatos y entendí que -definitivamente- estaba frente a un gran escritor.
No dudé en tomar dos, para ganarme aún más la simpatía del dueño y logré sacarle la dirección de la casa con la excusa de conseguirle un reportaje en alguna radio.
Obtuve el dato pero también un consejo de último momento:
- De todos modos no sé si le conviene ir a verlo..., ya sabe cómo son...
Cerré la puerta del negocio y sentí otra vez el frío y la llovizna.
Mi existencia no tenía mayor rumbo, la verdad. Mis hijos ya habían hecho su propia vida y volver a mi casa era volver a lo de siempre. Opté, por una vez, seguir mis instintos y llegar al barrio que estaba detrás de la alameda.
La luz empezaba a escasear y metí aún más las manos en los bolsillos. Guardaba en una pequeña mochila los dos ejemplares del libro como una carta de presentación ante el autor, por si lo notaba demasiado hosco.
Conté dos casas después del almacén y no dudé ni un instante que la fachada de esa tercera vivienda no podía ser sino la de un escritor. Se la notaba descuidada y algo precaria. Me preocupó la falta de movimiento en el barrio a esa hora y temí que dudaran de mí, un completo extraño en el lugar.
Me subí el cuello del abrigo para refugiarme más del frío y para camuflar mi presencia.
Durante unos minutos no pude notar por la ventana más que una luz de escritorio prendida, la taza de café humeante y todo listo para lo que parecía ser la redacción de un nuevo relato. Me reconfortó saber que a pesar de todo el tipo seguía escribiendo. En ese momento apareció con un block de hojas y lo dejó a la luz de la lámpara con un lápiz viejo. Me quedé tieso implorando que no me viera, y repentinamente se fue. Sentí envidia ante la inspiración, la hoja en blanco y ese milagro de hacer aparecer personajes y una historia donde antes no había absolutamente nada. Pero pasaron largos minutos y el tipo no volvía. Empecé a impacientarme, dudé en irme del lugar y recordé el consejo del librero, pero advertí entonces que la hoja en realidad no estaba completamente en blanco sino que tenía escrito a mano -presumiblemente- el final de un relato.
A riesgo de ser descubierto me acerque aún más, y al no escuchar ruidos dentro de la casa llegué incluso a apoyarme en el vidrio frío de la ventana para poder leer algo del texto. Sentí en ese momento algo como un desvanecimiento, pero hice un último esfuerzo y alcancé a descifrar- no sin horror- el párrafo final, donde se describe cómo desde hace un buen rato un tipo extraño merodea la casa y ahora, apoyado en el vidrio, me espía por la ventana.

lunes, 11 de julio de 2016

Bisagra de papeles

Ahora llueve.
Siempre se supo en el pueblo que el biólogo buscó -como un endemoniado-los papeles donde parecía estar la milagrosa cura de una enfermedad que asolaba a toda la ciudad.
El más viejo de ese laboratorio dio hace un tiempo con una fórmula que, presumiblemente, acabaría con todos los pesares de la zona.
Los vecinos saben que cada tanto la empleada del laboratorio, que linda con el enorme baldío, mecánicamente vacía todo lo que para ella no sirve y lo deja allí.
Pero finalmente ahí está, para él..., la carpeta milagrosa, en pleno descampado, llena de papeles.
Es un peligro porque los chicos de por allí, durante las tardes, juegan con los restos que quedan en los baldíos o los cartoneros los hacen desaparecer.
De hecho Carlos, vecino de la zona, que necesita como cada noche todo el calor posible para su casa, recorre el enorme barrio en busca de algo que por fin alimente la fogata, rogando a Dios está vez tener suerte.
El invierno en estos tiempos es terrible, y las noches no dan tregua.

Pd: si Ud. prefiere a Carlos y su necesario calor de hogar vaya de abajo para arriba; si en cambio su voto es por el progreso de la ciencia, de arriba hacia abajo.

sábado, 2 de julio de 2016

Distancia

En el segundo bolsillo de un maletín gastado (en las afueras de Dublín) reposa un mensaje milenario que jamás llegó a destino. Por arriba, por abajo y por los costados de ese viejo attaché pasa hace muchos años la mundana realidad, indiferente.
No está a más de tres metros de la calle. Si uno mira bien por la ventana húmeda alcanza a ver un vértice del maletín sin problemas, aunque aplastado debajo de una serie de libros con los cuales no tiene relación alguna y que parece que están ahí para despistar.
El lugar exacto donde descansa el mensaje le fue revelado durante generaciones a muy pocas personas. El único que queda con vida sabe que tiene que ir a buscarlo y hacérselo llegar al hombre que hará con eso una impensada revolución, escribiendo el libro más notable de los últimos tiempos.
Pero quien guarda el secreto vive a muchos miles de kilómetros de ahí y está hace semanas convaleciendo. Jamás dijo nada en su familia. Sólo confía en una nieta, que hace poco entró a la universidad y con quien ha perdido contacto desde el día que lo internaron.
Desconoce, claro, que en poco tiempo una empresa de mudanzas de Dublín limpiará todo el lugar y el maletín -probablemente- termine en un basurero.
El escritor destinado a ese encuentro milagroso, que sin siquiera saberlo vive a pocos kilómetros de la casa, pasa por momentos de inspiración inéditos, pero intuye que aún le falta una idea central para volcar en las interminables hojas blancas.
Esta tarde, para distraerse, ha aceptado la invitación de un amigo y juntos van a ver a un viejo compañero del colegio. Pasan la tarde en medio de vinos, anécdotas y recuerdos cargados de nostalgia.
Dan las siete. Un enorme camión de una empresa de mudanzas se acerca y ellos curiosean por la ventana. Es para la casa de la esquina, -dice el anfitrión- que está abandonada desde hace un tiempo. Siguen, sin darle importancia al asunto, y mientras los primeros bultos se van de allí se detiene para siempre el corazón del que a miles de kilómetros guardaba el secreto. La humanidad sigue, desde ese momento rutinario y atroz, su destino gris.
Mañana quizás se enteren del deceso los vecinos y le avisaran también a la nieta, que por estos meses vive avocada a sus estudios, y que tanto extraña al abuelo a veces.

martes, 14 de junio de 2016

Una puerta

Ahora no hay nada. Está la hoja en blanco. Todos odiamos eso, escritores y lectores. Empujamos hacia el mismo lado, hacia una historia que nos convoque -al menos por unos minutos- y nos reúna alrededor de caras, argumentos, lugares y tramas. Pero la historia no llega. Está descansando en vaya a saber qué recóndito espacio del cerebro, sin mucho más que hacer que esperar el llamado, pero para eso necesita la palabra clave. No saldrá de su comodidad hasta que pronunciemos ese vocablo que lanzará todo por los aires, transformará el hielo en fuego y los personajes dormidos en indispensables piezas de una trama que nos deje sin respiro. Intentamos un par de veces pero nada, el lector ya empieza a cansarse y ve que el zigzagueo es permanente y no lleva a ningún lado.
Pasan lo minutos. "Puerta" arriesgamos, ya con cierto grado de impaciencia. Nada. "Encierro", nos llega desde algún lado de la memoria. Nada. Ya estamos por renunciar, y la mano del lector está justicieramente a punto de cambiar de página. Intuye -con sobrada razón- que hay cientos de autores más seguros, con sólido sello de garantía bajos sus apellidos. Las musas, mientras tanto, indiferentes.
Y seguimos así, desalentados, encerrados por años en el mismo cuarto, mirando la puerta marrón de siempre, sin rastros de inspiración.

domingo, 29 de mayo de 2016

Llaman

Yo no sé si evitar una paliza en la infancia es suficiente motivo como para inventar un tío policía y así asustar a los del barrio cuando están a punto de ajusticiarte a trompadas contra el cordón de la vereda. Lo que sí me acuerdo es que era un invierno muy duro, empezaba la llovizna y ya empezaba a intuir los moretones y magullones mezclados con el ripio del asfalto. Entonces nació el tío -y al mismo tiempo- mi profusa imaginación. No recuerdo exactamente qué les dije, pero debe haber sido con mucha autoridad porque los hice retroceder a pesar de que esos de la otra cuadra eran bien matones y me la tenían jurada desde hacía tiempo. Salieron mascullando insultos y amenazas pero no me tocaron un pelo. A la noche en mi casa, sano y salvo y bajo las frazadas intenté recordar algunos rasgos de lo que dije del tío, para no pisarme después. Lo cierto es que dio resultado y en adelante lo traje a colación cada vez que me sirvió. No sólo le di el oficio de policía para zafar de la golpiza sino que después, según me iba conviniendo, le cambié de profesión, le di una familia, lo hice ir y venir varias veces de su provincia natal, Chaco, a varios lugares de Europa. La última vez fijó su residencia en Damasco y allí permaneció por un buen tiempo. La infinidad de anécdotas en que me salvó las papas su sola existencia me hacen pensar - mirando hacia atrás- que tengo una imaginación prolífica y que sobre todo he logrado mentir con una coherencia notable. Mi tío se transformó con el correr del tiempo en un personaje clave de mi existencia. Muchos me lo envidiaban, con razón. Incluso logré fundamentar su ausencia en mi casamiento sin despertar mayores sospechas y en medio del lamento general.
Por un tiempo muy largó lo dejé descansar y hasta aposté internamente a que lo fueran olvidando. La última vez lo describí como alguien acaudalado pero resentido con éste país, por lo que no pensaba volver.
La enfermedad que me ha postrado y los diagnósticos médicos ya no me dan mucho margen. He pensado en contarle a mi esposa la verdad, porque insiste en pedirle al tío algunos pesos para viajar y que me atiendan en otro lado. Pero en mi última maniobra he inventado una pelea reciente entre él y mi padre para justificar la ruptura.
Aún con esperanzas y rezos parece que no duraré más de una semana. Mis amigos disimulan cierto optimismo pero el cuerpo me denuncia dolores por todos lados. Apenas me sale un hilo de voz y estoy a punto de confesar todo, pero la más pequeña mía se asoma en la puerta del dormitorio y dice que mi tío ha llamado y que viene de visita al saber de mi convalecencia. La cara de mi esposa se ilumina y se levanta de un salto. Me paraliza el miedo pero les digo que yo quiero atender cuando suene la puerta, a lo cual todos se niegan. Les pongo mi peor mueca y me ayudan a incorporarme hasta llegar al hall de entrada. Quedo momentáneamente solo porque mi esposa ha ido a preparar algo para la inesperada visita. Trato de incorporarme bien a pesar de tantos dolores. Por un momento pienso que quizás así hubiera quedado si allá en la infancia me hubieran dado la paliza.
Por fin suena la puerta. Respiro profundo, tomo el picaporte frío con la mano derecha, y abro.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Paco

Un comentario a cuatro cuadras de donde uno está, tan lejos y tan cerca a la vez, en la verdulería del barrio, viste que lo largaron a Don Paco, el loco del caño, quién hubiera dicho, ¿pero ya pasaron quince años?, cómo puede ser, el tiempo vuela, y la gente que aún se acuerda de lo buen plomero que era, de cómo se las ingeniaba con la guitarra y de la fama de picaflor que bien ganada tenía...mirá vos el loco del caño, tanto tiempo después... volver al barrio, y no sé para qué la verdad porque su familia se fue de pura vergüenza, infierno grande..., ya se sabe, pero un día el tipo volvió con su caja de herramientas y esa increíble habilidad para arreglar todo, desde una gotera -de esas que enloquecen como la de los Sánchez- hasta lo que te imagines, tanto que el señor Sánchez mira el panfleto del barrio a las apuradas y ve Don Paco-plomero, y llama sin pensarlo porque a veces los pliegues de la realidad son tan extraños, como que si elige una verdulería es -por supuesto- la más cercana, son cuatro cuadras hasta la otra... que encima está siempre tan llena de gente y con las señoras chusmeando, y mientras tanto se acerca Don Paco... con sus herramientas tan prolijas donde esconde sutilmente ese caño que lo llevó a los titulares policiales, y los Sánchez tan contentos por terminar de una vez con la gotera, la interminable gotera.

domingo, 22 de mayo de 2016

Reunión

En la montaña se esconden secretos que mutan en leyenda las noches de fogón.
Yo supe de la reunión cuando era chico. Mi abuelo había insistido en llevarme al puesto de la precordillera. Aún recuerdo el gesto reprobatorio de mi madre, pero una autoridad que seguramente le daban los años terminó por sumir a mi padre en un silencio aprobatorio que me vio al día siguiente arriba de una camioneta, y luego sobre el caballo más manso del puesto.
A la noche estábamos, fogata mediante, escuchando historias y pasando el mate. Yo podía adivinar que cada uno era dueño de un relato, y sabía que la mujer del final de la ronda se guardaba algo fuerte. Ni siquiera la luna -imponente esa noche- se robaba mi atención. La mujer dio un sorbo largo al mate y tomó la palabra: "Mi bisabuelo era el militar del pueblo. Le habían encargado, antes que nada, protegernos de los malones. Era su obsesión. Había organizado a los hombres para hacer guardia en turnos permanentes y a las mujeres para tener todo listo si venía un ataque. Cada uno sabía cuál era su misión en caso de semejante estampida, pero durante años absolutamente nada ocurrió. Algunos empezaron a pensar que los indígenas habían emigrado más al norte o que sencillamente renunciaban a sus ataques a cambio de algo que nadie podía siquiera intuir. Una noche mi madre, sin que él lo advirtiera, lo siguió por la montaña en medio de la tupida oscuridad. Llegó silenciosamente atrás de una gran loma y ahí asistió al parco encuentro ente dos hombres. El abuelo sacó una bolsa y la entregó al cacique, intercambiaron mínimas palabras y se saludaron. Los caballos, incluso, parecían reconocerse. Mucho tiempo después, en su lecho de muerte, mi madre se animó a preguntarle por aquella noche. Él le devolvió al principio un gesto contrariado, pero luego le confesó con apenas un hilo de voz que negociaba así la paz de cada año. Mi madre entonces le preguntó aterrorizada que harían en adelante, pero él ya no lograba escucharla. Murió observando el rostro inmóvil de su nieta. Esa misma noche ella fue hasta el lugar que le dictaba su infancia. Pero nadie llegó. Luego de una hora de espera entendió que algo se había quebrado con la muerte de su abuelo, y que sólo quedaba esperar lo peor. Prefirió no decir nada en el pueblo para no espantar a la gente, pero se ocupó de recordarles a todos sobre el peligro de los malones. Más de uno relativizó la advertencia. Tardó pocos días en llegar el primer ataque, que fue brutal. Murieron muchos y ella se transformó en adelante en la jefa natural del pueblo. Decidió entonces que la interminable espera de los ataques era tan odiosa como insensata. Propuesta a terminar con semejante locura instigó a todos para atacar a los indígenas en un golpe certero y definitivo. Tardaron varias semanas en planificarlo. Más de uno tenía la venganza ardiendo en los ojos. Cuando por fin estaba todo listo, intuitivamente fue -en medio de la noche- al lugar de la antigua reunión. La estaba esperando alguien que se presentó como nieto del viejo cacique, y de quien irremediablemente se enamoró a las pocas palabras. Él, con sabiduría, podía entrever el inminente ataque de la venganza pero también el temor en lo ojos de mi madre y - paradojas del destino- ofreció algo a cambio de evitarlo.
La mujer terminó ahí abruptamente el relato y pidió otro mate. El fuego se apagaba. Más de uno me miró y advirtió mi enorme curiosidad por el desenlace. Pero me ganó la vergüenza y permanecí en silencio. Mi abuelo, cómplice, señaló la luna y me dijo que ya era tarde, que nos fuéramos a dormir. Creí notar entonces en la extraña y profunda sonrisa de la mujer algún rasgo milenario.

Al día siguiente volvimos con el abuelo, y nunca más hablamos de aquella noche.

martes, 17 de mayo de 2016

Último relato

Llegamos apurados del velorio. Entramos con desesperación, empujando muebles y primereando en las piezas. La casa era grande, de dos pisos, con salones amplios y cortinados gruesos. Previsiblemente tardaríamos al menos una tarde en dar con el enigmático relato del que nos hablaba en sus últimos días el abuelo. Más de uno pensaba que el texto se refería a una herencia o quizá un tesoro escondido en la antigua finca. Como él ya había muerto no había lugar para las gentilezas ni la educación. Los últimos resabios de caballerosidad se terminaron en la línea de entrada de la casa. Fuimos abriendo cajones y sacando ropa con evidente desparpajo, pero el papel no aparecía. Yo preferí entonces esperar un momento y mirarlos a todos buscar, para ver qué error estábamos cometiendo. El abuelo -seguramente- había pensado en algo ingenioso y por qué no diabólico para cerrar el círculo. Alcancé a escuchar algunos gritos de discusiones que venían de las habitaciones de la planta alta y me tenté de risa por lo absurdo de la situación. Creo que en esos instantes me gané, incluso, algunas miradas de desconfianza y reprobación. Pasaron varios minutos pero nadie encontraba nada. Entonces tuve un momento de lucidez y me imaginé al abuelo burlándose de nosotros desde el mismo infierno. Empecé a correr con locura tratando de dejar la casa -y por qué no también la finca-, pero ya era tarde. Su pluma me alcanzaba por la espalda una y otra vez, llevándome a la puerta principal hasta verme agotado de tantas carreras inútiles.
Los demás me preguntaron entonces qué me pasaba, pero me faltaba el aire. El malhumor tampoco me dejó explicarles que dejaran de intentar, que estábamos condenados para siempre a su venganza eterna, a su jugada maestra, a su último relato.

domingo, 15 de mayo de 2016

Familias

Los domingos en el mercado del pueblo son una locura, lleno de gente en los negocios, las florerías y los puestos de frutas y carnes. Todo el mundo se saluda y comenta por lo bajo los últimos chismes de la zona. Las mujeres apuran a sus maridos porque calculan -como nadie- el tiempo que llevará cocinar las verduras para que todo esté listo a más tardar a las dos de la tarde. La gente lleva a los chicos de la mano, que insisten en tratar de zafarse para juguetear entre los interminables pasillos de la feria. Augusto toma con fuerza a los dos pequeños, por momentos piensa que les aprieta demasiado las manitos pero le aterra la sola posibilidad de que se suelten, no tanto por perderlos ya que todos se conocen allí sino porque el almuerzo espera y cualquier demora correteando niños es fatal. Pero éso pasa siempre con las obsesiones, y con el sudor de las manos en medio del calor del domingo: se escapan los dos al mismo tiempo y él prefiere terminar de pagar la rúcula antes de salir atrás de los mocosos. Esa decisión quizá haya sido inoportuna porque ahora es una interminable seguidilla de gritos y amenazas, mientras la gente lo mira con evidente gesto de reprobación y sigue con sus cosas. El mercado es grande, pero no tanto como para que media hora más tarde Augusto no los haya encontrado. Algunos lo ayudan en la búsqueda pero otros empiezan con las miradas neutras, con los ojos cómplices y que empiezan a humedecerse. El ritual de los domingos rara vez tiene que ser explicado, pero este domingo alguno de afuera que no conoce la historia pregunta qué pasa y le cuentan que Augusto, que el accidente, que los niños, que todos los domingos lo mismo, el griterío, el dolor insoportable en medio del mercado, la gente que se cansa porque hace ya tanto tiempo... y alguno que tarde o temprano lo lleva a su casa donde lo espera la madre, que después de agradecer el gesto mira la bolsa de las compras a ver si está todo, si la rúcula para la carne sobre todo, que era lo que comían tan a gusto en aquellos tiempos antes del choque, la rúcula que siempre la más pequeña le reclamaba a Augusto al llegar a la feria, acordáte porque si no la abuela se enoja y después no hay tiempo para volver, porque a las dos ya es muy tarde para hacer las compras.
Una casa con libros

Creo que había algo de tangencialidad que me incomodaba esa noche, y por más que revisaba a mi alrededor no sabía de dónde podía venir semejante sensación: una y otra vez observé  la casa y su hermoso patio mientras todos hablaban con buen ánimo y comían empanadas. En apariencia, es cierto, las cosas encajaban: una bella familia, el después de hora de una charla sobre un escritor y sus problemas con las leyes, cada tanto un niño llorando y reclamando a su mamá desde lo alto de las piezas, la brisa fresca, lindas anécdotas y casi las 3 am.
Hasta que en un momento él se descuidó y no pudo evitar darme el dato que ya con voracidad yo estaba buscando. 
- Ahí arriba, donde se divide la casa están sus libros - dijo con orgullo y un dejo de preocupación por la cercanía y el valor de semejante tesoro.
En ese instante las cosas empezaron a tener algún sentido para mí. Creí tener la punta de un ovillo que -sin duda- me llevaría varios minutos desenmarañar. Por eso los dejé seguir hablando y me abstraje hasta el límite de hacer cada tanto un gesto de amabilidad que me mantuviera cordial.
Desaparecí de la charla.
De inmediato recordé la fabulosa biblioteca de la que tanto me había hablado Doña Amalia, hacía muchos años. Era una infernal colección de casi ocho mil libros encerrados, ahora, al lado del departamento de nuestros anfitriones.
Libros silenciosos, expectantes, que de un modo que ahora me cuesta reconstruir, conocieron la vecindad de Borges.
No pude evitar empezar a considerar aquello de las influencias cósmicas por la extrema cercanía de las cosas. Y cada tanto mi mirada se escapaba en dirección a esa pieza.
Creo que la familia no se había dado cuenta, pero igual no tenía ningún sentido darles mi conclusión: explicarles que la proximidad con ese tesoro lleno de historias fabulosas necesariamente los tendría que haber convertido en personajes de alguna de ellas para robarlos definitivamente de la realidad, sería -como mínimo- un delirio.
De modo que ya no quedaba mucho por hacer ahí, y con serenidad empecé a diseñar mi plan de huida.
Por un instante especulé con dejarme atrapar por ese fenómeno, pero cierto miedo infantil me hizo decidir quedarme de este lado de las cosas.
Entendí que debía irme de allí antes de ser parte de la ficción y pasar a ser un personaje más en esa casa.
No supe si compartir con los otros ocasionales visitantes mi conclusión: creo que no hubiera habido modo de explicarles con mediana sensatez que, si se quedaban, tarde o temprano la pieza de los libros intentaría otra de sus ya milenarias batallas contra la realidad y los convertiría sin que ellos siquiera lo notaran. Yo ya no tenía dudas que, como la familia,  pasarían a obedecer a alguna de esas miles de historias que tan silenciosas esperaban en la pieza del primer piso.
-Bueno, ya me voy - dije repentinamente.
Su amabilidad, los saludos sencillos y la falta de cualquier traba para que yo abandonara el lugar a mi gusto me hizo pensar que quizá otra vez estaba imaginando estupideces. Y hasta sentí deseos de quedarme a charlar un rato más, aunque preferí no arriesgar.
Recién al rato, caminando por la vereda en medio de la noche, advertí que en verdad ya era demasiado tarde y que mejor hubiera sido nunca entrar en ese lugar.
Desde entonces, claro, permanezco aquí, eternamente encerrado, contando una y otra vez lo infructuoso de una huida planeada a destiempo, de una casa y una familia excesivamente tangenciales como para ser reales.
Y no tengo más opción que obedecer servilmente a la historia de alguno de esos ocho mil libros para empezar, otra vez desde el principio, este inevitable relato.


miércoles, 11 de mayo de 2016

Señaladores

Sofía, Andrés y Paula leen en muy lejanas ciudades. La primera, en medio de la noche y con cierto temor por algunos ruidos en el vecindario que no le gustan. El segundo, mientras ve entrenar a su hijo, cubriéndose la cara del frío con la bufanda que trae desde la infancia. Y Paula justo antes de una siesta que está por vencerla. Las respectivas novelas se dejan atravesar por sus lectores y ofrecen permanentemente la curiosidad y angustia de toda buena trama. Pero ha llegado para todos, otra vez, el momento de la pausa, de las inevitables interrupciones. Exactamente en el mismo instante sacan los señaladores y los ponen en la última página abierta. Cierran los libros confiados y vuelven a su vida cotidiana. No sospechan el cataclismo de ese acto simultáneo, que el paciente Universo ha estado esperando por siglos. Cuando los vuelven a abrir cada uno de los libros sigue una trama ajena, y mientras ellos -extrañados- observan el lomo para confirmar que sean los libros correctos sus propias vidas empiezan a mezclarse sin que ya nada pueda hacerse para evitarlo. Los familiares van de un lado a otro sin sentido, las historias personales se mezclan todo el tiempo y la vida de los tres se ha vuelto un caos. Deciden entonces, intuitivamente, seguir leyendo las novelas hasta terminarlas. Creen que quizá la respuesta a semejante desorden llegue al final del relato. Necesitados de un poco de paz, viajan a la misma ciudad y se detienen a leer el final en la misma plaza, a la misma hora.
Pasan un largo rato y, ya casi llegada la noche, son los únicos tres allí sentados. A la luz de las farolas leen la última página, donde se relata de distintos modos la historia de tres libros rebeldes y la manera de escapar de su hechizo.
Pero Sofía, Andrés y Paula no entienden el desenlace, se levantan desesperados y -luego de saludarse lejanamente en un gesto de educación- vuelven a su ciudades, resignados a seguir una vida que ni por asomo eligieron.

lunes, 9 de mayo de 2016

Historia en micro
El problema principal es saber que uno no cuenta con más de quince minutos para desarrollar la historia de Don Gutiérrez y su hermano. Es lo que dura el viaje en micro. Una vez vencido el plazo no hay chance de seguir. En ese momento la vida seguirá, las obligaciones nos interceptarán y el tiempo nos alcanzará con sus interminables brazos. Apenas hay unos minutos para decir que el problema fue por un alazán del que hablaba todo el pueblo. Que hubo un disparo confuso y una herida mortal y que la madre nunca quiso escuchar los rumores que inundaron el lugar. Se dice también algo de un lío de polleras y quizás de una deuda incobrable. Lo cierto es que el trayecto del micro termina en breve y puede que el tiempo no alcance para contar esa otra historia que es la de los bares, pausada, llena de detalles. Ahora se acerca el fin porque la leyenda de los Gutiérrez apenas si puede respirar y relatar lo indispensable en ese otro tiempo encapsulado que no dura más de veinte minutos y que deja tranquila a la madre y la acompaña incluso al lecho de muerte. Ahora uno toca el timbre, baja y es todo -otra vez- bocinas y tráfico y problemas cotidianos. Y vemos escapar a la historia de los Gutiérrez para siempre en el micro que acabamos de abandonar, y nostálgicos repasamos entonces las tareas que nos quedan del día, para no olvidarnos nada.

lunes, 2 de mayo de 2016

Almohadas
Son las tres y media de la mañana. Quizás las cuatro, ya. No lo sé. El frío es indescriptible. Me tiritan las manos y me cuesta cerrar el portón de madera sin hacer ruido, con lo cual intuyo que incomodaré a los vecinos. Pero será sólo por un instante, seguramente se darán vuelta, volverán a acomodar su almohada y seguirán en el sueño más reconfortante, el mismo que me ha sido negado desde que tengo memoria.
Sé bien que cada noche -como ésta- estoy resignado a mi caminata nocturna, al cigarrillo y al puño endurecido apenas saliendo de la campera. Lentamente, a medida que avanzo por las cuadras del barrio veo lo de siempre, otros insomnes como yo saliendo de sus casas sin hablar. Vamos armando una columna de gente pequeña al principio, pero al rato se transforma en una especie de río humano que va por la calle principal recibiendo a cada esquina decenas y decenas de desvelados. Hacemos todas las noches el mismo ritual, vamos por el mismo recorrido en profundo silencio, cada uno perdido en sus pensamientos y sus manías. La única vez que intenté hablar con otro me dedicó una mirada fulminante. Con el tiempo entendí que ir callados era la ley sagrada, y desistí de intercambiar quejas o comentarios solidarios con otros insomnes como yo. Normalmente se me acaba el segundo cigarrillo cuando nos acercamos a la plaza principal. Más tarde o más temprano aparece el Líder, se sube a la silla y nos invita a reflexionar sobre la fatalidad de nuestro mal. A pesar de escucharlo todas las noches el tipo se las ingenia para atraparnos una y otra vez con sus extraños planteos, y siempre llega a la conclusión de que seremos insomnes por siempre, y remarca sobre todo la idea de que lo que más nos tortura es que mientras esos invalorables minutos pasan todos los demás duermen como bebés, y recuperan fuerzas, y quieren salir a la vida al otro día con toda la energía. En cambio nosotros apenas tenemos cómplices miserables como una almohada mil veces acomodada, una televisión encendida y muda, una pila de libros esperando inútilmente ser leídos, y alguna historia delirante, como la de los miles de insomnes que abandonan sus casas cada noche para ir a escuchar al Líder, cualquier cosa....lo que sea para evitar ese infernal tic tac que nos persigue, que nos emplaza, que hasta se sonríe, y que nos tortura cada noche

lunes, 11 de abril de 2016

Ruidos

Uno nunca sabe cómo se agitan los dados dentro del cubillete, no hay modo de calcular cuántos golpes se darán entre sí en medio de la oscuridad y la agitación hasta que la mano -por fin- los deje salir hacia el  paño verde. No alcanzan las invocaciones divinas para Don Ramírez, que ha jugado su casa y un importante monto de dinero en esta última partida. Las respiraciones siguen contenidas, el sudor corre por varias caras tensas. Es la última jugada de la noche. El otoño, afuera, es implacable en su silencio. Nada parece interrumpir el momento de la verdad, del todo o nada. Sólo Dios sabe que el interminable golpeteo de los choques y los dedos que ya comienzan a abrirse darán como resultado recuperar la casa y doblar el dinero apostado. Pero Ramírez escucha entonces, como todos los demás, el fuerte sonido del viejo tren que se acerca. Eso desconcentra a la dueña del cubillete, que instintivamente cierra la mano y decide agitar unos segundos más los dados. Ahora el resultado es otro, ya no hay casa, ni dinero. Don Ramírez ve que se desmorona la única chance de mejorar su vida y cae desconsolado. Todo se irá derrumbando a medida que la noticia llegue a la familia y los amigos. Sólo Dios sabe que antes del inoportuno sonido del tren los dados habían decidido darle una chance.
Pero ya es tarde para lamentos.
Y el tren se aleja, indiferente, con esa monotonía que lleva a todos lados.

sábado, 9 de abril de 2016

Reversible


Llueve. 
Ahora todo me duele. 
Ellos no me lo decían de frente, claro, pero con cierta frecuencia deslizaban que la niña no era más que un fruto de mi imaginación. Quizás mis amigos después de todo hayan tenido razón, aunque ya no están conmigo para acercarse al tema disimuladamente -como en esas largas tardes de mate- y cuestionar la propia existencia de la pequeña y escurridiza Cecilia. 
Aún dudo, pero por las noches creo sentir sus gritos infantiles cerca del rancho que alguna vez la vio crecer. Algún día, si hay justicia, vendrán por ese tío miserable y le harán pagar tantas amenazas y tantos miedos infinitos. Pero lo cierto es que ya no la tengo conmigo. Recuerdo que jugábamos siestas enteras, una y otra vez, con eso de las historias que se mordían la cola. 
Mientras me gana la nostalgia, otra vez se acercan las nubes, las lluvias y la tristeza. 
Siempre fue bello pensar en mi amiga Cecilia.


(Pd: puede que este relato se deje leer, como lo anticipa el título, de adelante para atrás y de atrás para adelante. Así de volátil es Cecilia)

viernes, 25 de marzo de 2016

Decisiones

Uno va ordenando, tirando cosas. Se despide de los objetos de la infancia, de la adolescencia. Son pequeños duelos, ínfimos asesinatos que va decidiendo a gran velocidad, sin testigos, esto sí-esto no. Las enormes bolsas de nylon negras se llenan con todo lo que podríamos haber sido y no fuimos. Somos,precisamente, lo que quedó del lado de afuera. Creemos haber tomado las mejores decisiones, aunque a veces por la noche dudamos y pensamos que quizás esa foto en Sevilla, que ahora es parte del cesto de basura, era todo un camino para seguir. Nos hemos convertido, en definitiva, en algo residual con un nombre, una dirección, parientes por todos lados y condicionamientos interminables.
Ahora tenemos esa pequeña foto en blanco y negro que ha llegado a nuestras manos de casualidad, seguramente pasando de abuelos a padres a hijos. Es la foto de un señor que ni remotamente conocemos y -lo que es peor- probablemente nuestros parientes vivos tampoco. La tenemos en la mano derecha, lista para el bolso de nylon negro. En esta extrañísima cosa que se llama vida sostenemos con fragilidad y cierto temblor la foto del señor desconocido, con seguridad ya muerto hace mucho tiempo. Somos su último contacto con la existencia. Entonces -en un raro momento de piedad- le damos un nombre y una vida nueva, llamamos a los más pequeños y mentimos una historia llena de aventuras alrededor de esa foto, y los convencemos que el tipo fue poco menos que un héroe cuyas hazañas no pueden pasar de largo en las reuniones familiares y que es un orgullo que lleve nuestra sangre. Los niños miran extasiados y les pedimos que la guarden con cuidado y se la muestren a sus hijos y nietos algún día. La ponemos sobre la cómoda aprovechando otras fotos y un portarretratos que ha quedado sin uso. Nos inunda la nostalgia. Sabemos que quizás le hayamos asegurado al hombre dos o tres generaciones más antes de que lo tiren. Los niños se van comentando las increíbles historias que acaban de escuchar.
Quizás, pensamos con tristeza, no corramos la misma suerte cuando la última foto sea la nuestra.
Entonces suspiramos y seguimos con esos pequeños asesinatos hasta llenar la bolsa porque ya nos llaman para cenar.
Esto sí, esto no.

viernes, 18 de marzo de 2016

Desorden
La pluma detiene repentinamente su cadencia a mitad del relato. Guiñazú revisa ansioso los primeros veinte párrafos pero no encuentra el diálogo que juraría haber escrito hace unos minutos. Respira hondo, no sin antes sentir un temor frío. Sabe con certeza que ese largo diálogo entre Clara y su vecina no estaba más allá de la página 4 o 5.
Se levanta de la mesa, consulta un par de libros entrañables de los que no se escapan Conrad ni Arlt. Piensa que quizás ya sea demasiada literatura. Abre el cuarto, ventila la habitación y revisa el listado de cosas por hacer, que inevitablemente su esposa y la empleada le renuevan a diario y le dejan colgado al lado de la puerta. Advierte entonces que se le han pasado al menos dos cosas importantes: buscar a su tío en el puerto y devolver libros en la biblioteca.
Corre angustiado calle abajo para no dejar esperando a su entrañable invitado y deja para después los libros, que tendrán que esperar hasta el lunes.
Lo preocupa mucho la ausencia del largo diálogo en su relato y mientras busca ente el gentío a su tío advierte -en un momento de extraña lucidez- que las cosas posiblemente estén empezando a correrse de lugar. El tío lo abraza, le da los tradicionales regalos para la familia y las cartas de los amigos de la infancia. Guiñazú sabe que dentro de una de ellas viene el diálogo perdido, y las lee con voracidad. Efectivamente en la penúltima, sobre el final, aparecen charlando Clara y sus vecinas como si tal cosa, estampadas en medio del texto.
Entiende que todo seguirá así, y que semejante caos universal ha comenzado tímidamente con su relato y el repentino diálogo ausente. No sabe dónde habrá ido a parar el texto reemplazado a su vez en la carta de su amigo, ni qué dirá. Puede estar en cualquier lado, ocupando el lugar de cualquier cosa en el más imprevisible azar. Cual secuencia de dominó, ya nada podrá detener el corrimiento de las cosas. Siente un extraño privilegio al ser testigo- y quizás creador- del principio del fin.
Apoya su mano en el hombro del tío.
Ambos miran cómo se pone el sol, seguramente por última vez, con indescriptible melancolía.

sábado, 5 de marzo de 2016

Una gota

La naturaleza es así, se desploma sobre los hombres sin tener en cuenta sus planes particulares. A veces arrasa con aldeas enteras o se lleva balnearios en un abrir y cerrar de ojos. Pero otras veces es más sutil. Ahora la señora Dupre, que ha planeado por años lanzarse sobre la fortuna de su esposo, a quien fingió cuidar por años en su convalecencia, se dirige decidida a la puerta del auto que la espera con el motor en marcha. Sabe que tres días después del entierro es más que suficiente para que la gente no ande comentando con malicia y para arreglar los papeles de la sucesión. Se siente observada por los vecinos del exclusivo barrio, sabe que más de una ventana a medio cerrar es probablemente el ojo de los curiosos vigilando sus movimientos. Pero ya nada la detiene, no hay posibilidad de que se sospeche de ella ni de sus movimientos para liberarse del ahora difunto empresario. Todo ha sido impecable, y como única heredera lo que resta es ir al estudio de abogados y firmar los papeles con los que tanto fantaseó junto a su amante, que la espera ansioso en el hotel de siempre. Firmar y hotel. Eso es todo. Por fin la vida le guiña un ojo, por fin los planetas parecen alinearse. Pero toda tormenta empieza por una gota, una sencilla y pequeña gota que se lanza miles de metros más arriba en lo que será el inicio de una lluvia más sobre la ciudad. Quizás haya iniciado su viaje desde las nubes cuando ella se bañaba o cuando elegía la ropa de este día tan esperado, no hay modo de saberlo. Lo cierto es que el viejo y enorme balde que nunca sacaron del techo, y que alguna vez olvidó un albañil ha soportado varias tormentas juntando agua. Pero no soporta una gota más. Se mece sobre el borde del tejado y apenas mantiene el equilibrio.
Y así son las cosas. Algunos hablarán de destino, otros de justicia divina, los más incrédulos de meró azar, pero el golpe seco en la cabeza de la señora Dupré la deja tendida en la baldosa junto al balde y a un evidente hilo de sangre. Los médicos apenas dan crédito a lo que ven y dicen que nada puede hacerse. Unos días después el segundo entierro es el comentario de todo el barrio y el amante asiste como uno más, con ojos húmedos y cara cubierta.
Ya baja el féretro de la señora Dupre. La gente murmura y especula sobre quién heredará ahora semejante fortuna. Mientras, alejado del montón, el amante hace silencio con un nudo en la garganta y observa cómo una nueva lluvia, suave y quizás irónica, le humedece los zapatos negros y juega con el infinito césped, como ha hecho desde siempre.

domingo, 28 de febrero de 2016

Dato

Un novelista tristemente olvidado y cuya obra atesoro en mi escritorio me lo dijo una tarde. Contó que él sólo había pasado cerca, pero que no tenía la menor duda porque la había seguido hasta esa casa una noche de neblina y la vio entrar junto a otras dos en forma disimulada.
Lo pensé varios años porque él me aconsejó no ir, pero una noche de vacío y desesperación decidí enfilar hacia allá. Me consolé pensando que sólo espiaría desde lejos, pero cuando estuve a unos metros entendí que el dato era evidentemente cierto: él había encontrado el lugar donde las musas pasaban la noche, descansaban y se turnaban. Supe que tocar la puerta era espantarlas, de modo que entré sin avisar. Lejos de asustarse, cada una siguió en su lugar. Había un clima de tristeza en el ambiente. Sonaba de fondo algo que aún hoy no puedo recordar. No me animé a decir palabra porque me sabía un total invasor en aquel lugar. Muchas de ellas siguieron conversando como si nada. Unos minutos después se levantó la más vieja y me dejó claro que no debería haber cruzado ese límite.
- Ahora va a dar media vuelta y se va a ir... Entenderá que en adelante no lo vamos a visitar ni a sugerirle historias.
No dije nada y empecé a retroceder muy asustado. Cuando ya casi llegaba a la esquina la mujer se asomó a la puerta e intentó suavizar la pena:
- Si quiere puede contar esta última historia sobre las musas.... los dos sabemos que nadie va a creerle.

viernes, 26 de febrero de 2016

Azar

La ciudad es grande, aunque no lo suficiente como para que ella y él no se hayan encontrado jamás. Ni en una esquina, ni esperando el colectivo, ni en el mercado. Viven a tres cuadras y llevan varias décadas en la misma zona, pero jamás se han cruzado. Más de una vez estuvieron a punto y fue cosa de segundos. Pero él miraba accidentalmente para otro lado o ella decidía cambiar de cuadra. Jamás en veinte años. El universo sabe que de haberse conocido el impacto mutuo hubiera sido irresistible. Pero no ocurrió, el destino nada puede hacer y se rinde. Y el azar -como siempre- juega sus dados cargados de malicia, ofreciéndoles apenas una vida gris, sin encuentros peligrosos ni mayores sobresaltos.

lunes, 22 de febrero de 2016

Fidelidad

No hay modo de que el barco no se hunda. Todos golpean desesperados el camarote del escritor, que – completamente encerrado - prefiere ser fiel a su historia y así ha decidido que terminen las cosas. El agua, que ya se acerca a todos por igual, no lo intimida. Le gritan que al menos salve a las mujeres y niños, pero su  terquedad ha avanzado tanto como su sordera. Ya se hunden todos, incluso la breve historia que los describe.  

domingo, 21 de febrero de 2016

Acuerdo

Vengo siguiendo a García desde hace no menos de tres días.
Sé que le gusta tomar, así que tarde o temprano vendrá al bar y tendremos que solucionar ésto cara a cara.
Llueve, llega la noche.
Estoy angustiado y con mis sesenta y tantos a cuestas, y sé que cada vez va a ser más difícil convencerlos para llegar juntos a la meta. Después de convencer a García me quedan la señora Florencia, su hija Claudia y Menéndez, que es el más escurridizo y cuestionador. A veces creo que él empezó todo, pero ya es tarde para andar sacando conclusiones para las que no hay tiempo ni ganas.
El dueño del bar intuye lo que estoy haciendo, y no se mete. Finge estar secando las copas pero sé que cada tanto mira la puerta que yo también vigilo.
Me pongo, como todas las noches, a garabatear las posibilidades y los diálogos. Me cuesta cambiar el argumento pero es evidente que hay una crisis y le tendría que dar otra forma al relato.
El cantinero me ofrece una ginebra pero prefiero estar sobrio cuando empiece la discusión.
Sé que el bar cierra a las dos de la mañana, pero intuyo que García no soportará una noche más sin alcohol.
Alcanzo a cambiar algunos diálogos -quizás innecesarios- pero no puedo dar marcha atrás con lo esencial del cuento. Dejo la lapicera al costado del papel y acepto finalmente la ginebra. Me invade una creciente tristeza.
Ya no me queda autoridad en estas cosas y sospecho que seré la burla de mis amigos escritores ante tanto escándalo.
En una última jugada, y ya casi sobre las dos menos cuarto de la mañana, el alcohol me dicta una frase decisiva. Sé que me voy a arrepentir, pero ya estoy acorralado. Tomo el papel y describo cómo todos los personajes se reúnen en las afueras del bar y entran juntos a cuestionarme sus nombres, sus líneas de diálogos y el destino que le he dado a cada uno.
Da resultado. Lentamente la puerta se abre y aparecen frente a mí. El aire se corta con cuchillo y el viejo dueño del bar ni siquiera les ofrece algo para tomar.
Menéndez toma la palabra y me dice que quizás mis días de escritor hayan terminado. Suena bastante más amable que otras veces. Las mujeres y García, aún mojados por la lluvia, nos miran expectantes. Les pregunto si quieren que dé por terminado el relato o prefieren que discutamos algunos pasajes para ver si logramos reflotarlo. El silencio es terminante.
Algo dentro de mí se quiebra y decido terminar la ginebra y salir del bar con el papel en la mano. Percibo cierto alivio en todos ellos. No los saludo.
Abro la puerta. No me importa mojarme. Arrugo con bronca el papel y lo tiro en el primer tacho que encuentro. Me doy vuelta para confirmar el final y, efectivamente, han desaparecido el bar y todos ellos.
Intuyo qué podría haber mejorado el cuento, pero ante semejante resistencia ya nada se puede hacer.
Me dejo caer en un banco de la plaza, agotado. La lluvia de a poco se detiene. Creo percibir en el otro extremo del banco una leve respiración y en un último arrebato de imaginación no descarto que la niña Claudia se haya arrepentido y trate de darme ánimos para retomar la historia. Pero prefiero no mirar. Me enfundo en el sobretodo y salgo caminado hacia el otro lado, sin rumbo, con la única misión de elaborar el duelo irreversible de no escribir más historias.
Todo se va apagando a mis espaldas.

sábado, 20 de febrero de 2016

Ciclos


Las cadenas negras se dejaban ver colgando del techo, oxidadas de tanto mar, como desganadas.
Yo la esperaba apoyado en la vieja puerta de madera y con ansiedad, aunque la puesta de sol me calmó un poco.
Don Jaime salió a ofrecerme grapa para calentar la garganta, pero ni siquiera tuve que contestarle para que entendiera mi negativa.
Al final de la playa ella se confundía con la bruma. Sonreí por dentro. Venía muy enojada, pero no podía seguirle el juego y puse mi mejor cara de nada.
No apuró el caminar. Sabía bien que su figura me seducía y aletargaba el paso. Alcancé a ver que venía descalza sólo unos pocos metros antes de que estuviéramos frente a frente.
Me miró en silencio, desafiante. Sentí la risa por dentro pero me contuve.

- Vamos - ordenó amenazante

Ni me moví.
La tomé del brazo con firmeza y en un instante nos estábamos besando como en la adolescencia. Sentí cómo me abrazaba con el cuerpo. Todo el frío se había ido, de repente.
Casi no había sol.
No miramos, ella seguía enojada pero intuí que ya habíamos sumado un valioso escalón en la reconciliación.
Abrió su bolso y saco unos saquitos de té y un termo.
Alcancé a ver unos papeles blancos y la lapicera de tantos años.
Nos sentamos en la arena y empezó nuevamente el ritual de los relatos.
Le sugerí retomar uno de los viejos para mejorarlo, pero con buen tino me sugirió que iniciáramos uno de la nada.
Apoyó la punta de la lapicera en el papel, me miró y sentí la presión de quien no tiene ni rastros de inspiración.
En ese momento pude ver de reojo las cadenas negras, que se dejaban ver colgando desde el techo, oxidadas de tanto mar, como desganadas.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Anochece

Un hombre cree recordar todo el tiempo anécdotas y felices pasajes de su vida que los demás no. Se enoja, y le pide expresamente a sus amigos que no lo molesten más con que en realidad es un personaje de un cuento, que no le resulta gracioso.
Ellos prefieren verlo de buen humor y no insisten con la idea. Anochece, todos se despiden y de a poco vuelven a sus casas. El hombre se siente desorientado y- algo preocupado- se duerme en un banco de la plaza.
Mira a la luna en un último intento de hallar una respuesta, pero ella, como todas las noche, se hace la distraída.

sábado, 6 de febrero de 2016

Pacto

Ya tengo el auto en marcha. Sé que lo voy a ver llegar en medio de la noche, disimulando los pasos y muy presuroso hacia mí. Me ha pagado lo suficiente y es de caballeros cumplir promesas. Intuyo que en medio del tumulto, los flashes y los brindis por tanto homenaje logrará escaparse unos instantes, desaparecer para llegar a la puerta de servicio y poder identificarme.
El alzheimer  ha sido brutal y repentino, pero él ha tenido tiempo de planearlo todo. Serán no menos de un par de horas de agasajos, reseñas del libro y reportajes... Nos reímos juntos hace ya un tiempo por el título "Memorias" durante una noche de whisky y nostalgia, pero ha llegado la hora de la verdad.
No he leído sus libros, la verdad, pero dicen que es bueno. El muy buen pasar le permitió un auto y chofer, y aquí me tiene, esperando por su última jugada. Recuerdo que en los largos viajes para sus conferencias y charlas tímidamente me fue confesando que no recordaba cosas elementales, y muchas veces repetía comentarios y anécdotas hasta el hartazgo. Yo siempre asentía, pero un buen día la cosa no dio para más y empezó el plan. Me pidió que le hiciera una lista de sus familiares, sus amores, sus viajes, sus premios literarios y todo lo que pudiera ayudarle para las memorias. Indagué hasta el cansancio todo lo que pude, incluso varias veces pasando por indiscreto. Su buena pluma y profusa imaginación hicieron el resto: redactó un impresionante volumen de recuerdos personales y anécdotas casi absolutamente proveídos por mí en papelitos durante meses enteros. Incluso creo que sabe que inventé algunas cosas de la nada por pura diversión, y me siguió el juego. Así fue que reconstruimos una vida posible.
Esta noche es la presentación. Se llevó algunas anotaciones en una libretita escondida en el saco para consultarla cada tanto y así evitar malos ratos. Aquella noche de whisky sus indicaciones fueron muy claras: "Me esperás afuera, y si ves que no llego por estar perdido entrás y con cualquier excusa me pedís salir. De un modo u otro quiero que terminemos en el auto y que me lleves lo más lejos que puedas, aunque me niegue, aunque te amenace. Ya casi no seré yo. Sabés que me gusta el mar, los acantilados y eso no se olvida. Un bolso y algo de dinero serán suficientes. Un abrazo al borde de la ruta y nada más. Con los pocos años que me quedan quiero tranquilidad y mucho arrullo de mar, sea quién sea yo a esa altura."
Se acerca ahora una sombra, y creo reconocerlo mientras se me escapa una lágrima.
Parece que sonríe y veo que bajo el brazo me trae un ejemplar de sus memorias.
Todo un detalle.

viernes, 5 de febrero de 2016

Pasatiempos

En New York hay un viejito taxista -de lo más simpático- que tiene un libro de cuentos en el respaldo del acompañante. Cada tanto alguno lo saca para hojearlo, sobre todo en los interminables embotellamientos. Entonces el viejito espera que el pasajero esté lo suficientemente concentrado, empieza de a poco a subir la velocidad y en el momento menos esperado pisa los frenos. Inevitablemente, como ya sospechará el lector, el pasajero entra de bruces en el libro, yendo a parar a alguno de los cuentos al azar. Después el taxista para en algún bar a tomar algo y -libro en mano- lo busca como nuevo personaje entre sus páginas. Los pasajeros - encerrados allí para siempre- lo blasfeman al principio pero tarde o temprano se resignan, se adecúan a sus personajes y a sus nuevas vidas.
Prefieran entonces el subte si no quieren terminar atrapados como yo, profundamente aburrido, contando esta extraña historia una, y otra, y otra vez.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Lluvia

Ya se sabe cómo es ésto, empieza con timidez, apenas llovizna, y parece que va a ser por un rato nomás, pero unos minutos después es un aguacero que no te cuento, todo el mundo a cubrirse, mientras el pobre Carlos desesperado corre buscando a su amada por todos los rincones del barrio latino, empapado hasta los huesos, preguntado a los gritos inútilmente a la gente -que apenas lo escucha guarecida debajo de los toldos-, y a la que poco le importa si María es de tal o cual estatura, si llevaba una mantilla amarilla o si tenía el pelo recogido. La lluvia es tremenda, se mete en todos lados y ni siquiera el suelo puede frenarla, de a poco se escurre entre las baldosas de cada vereda, llega a la tierra que hay por debajo, se cuela en lo más profundo, y la historia de desencuentros de Carlos y María se va quedando allá en la superficie, lejana, ahora es todo tierra y humedad, y gotas que horadan con una fuerza inusitada, tanto que repentinamente logran cruzar a ese otro lado donde son otra vez cielo, nubes, humedad, otra vez lluvia que cae y que moja – aunque ya con menos fuerza- una historia distinta, la de un antiguo guerrero que huye desesperado por el bosque de las inevitables armas enemigas, y que después de caer herido saca del lado de su corazón una imagen pequeña que lo consuela antes que le den muerte, una imagen algo sucia y desgastada de esa amada que lo vio partir a la guerra, ahora apenas manchada por las primeras gotas de sangre y por suaves gotas de lluvia

lunes, 1 de febrero de 2016

Preguntas

En las inmediaciones del lago no podía divisarse mucho más que los restos de la cabaña quemada y del auto amarillo. Me había costado media hora caminando en el bosque llegar hasta ahí. Saqué el termo de la mochila y me dispuse a resucitar la yerba fría que quedaba en el mate.
En eso me tocaron la espalda:
- Esto es propiedad privada.
Mis escasos estudios de derecho me daban argumentos para discutir eso de la propiedad privada y volver loco a cualquiera. Pero no fue necesario. Ella no parecía querer echarme.
Hablamos por un buen rato y con un gesto cómplice me invitó a recorrer lo que quedaba de la cabaña. No me guardé ninguna pregunta y después de un rato llegamos al meollo del asunto: su pequeño hijo. En ese momento la cara se le puso tensa, pero no dudó en responderme con lo que parecía una fórmula aprendida. Unos minutos después ambos sentimos que no había mucho más de qué hablar. Su mirada profunda me hacia sentir ya afuera del lugar y con un educado ademán me señaló la tranquera.
Me atreví a sacarle una foto al auto antes de partir.
Ahora tomo un café en mi casa. La noche cae. Los del diario ya saben que tengo la primicia y no descarto algún compañero envidioso que sospeche de mis métodos para llegar al mítico lugar y conseguir la nota.
Me reprocharán -seguro- que la foto del auto no es lo suficientemente cercana como para diferenciar bien el cuerpo calcinado. Menos aún creerán que la mujer con quien hablé era la que hace tanto tiempo murió en el fuego. Con el tiempo me harán dudar a mi también y todo empezará a quedar en rumores, en leyendas que pasan de boca en coca, de padres a hijos, y un día quizás mi foto y mi propia historia sean tan parte del misterio como el resto de las cosas.
Sonrío. Cierro el cuaderno, respiro profundo.
Ya llega la luna y se estampa en el lago tranquilo.

domingo, 31 de enero de 2016

Seis cartas

Otra vez whisky. Ya no me puedo engañar con el café ni con otros recursos. Tengo que tomar una decisión y odio con prolijidad a mi tío, que sabía -sin lugar a dudas- que tarde o temprano me encontraría acá sentado y sólo, con las seis cartas desplegadas sobre la mesa, sin saber qué hacer. 

Fueron infinidad de sanciones en el correo, donde le advertían que su amistad con el intendente no le aseguraba el puesto por siempre. Y llegó el momento del despido, de los insultos y el resentimiento. El tío se negaba a entregar correspondencia intrascendente y ocupaba sus largos periplos en bicicleta para entregar las que le parecían verdaderamente valiosas. Una y otra vez le encontraron en bolsas infinidad de cuentas sin entregar por lo que los vecinos dejaban de pagar la luz, el gas o la tarjeta. No había manera. Yo hablé con él varias veces e intenté asustarlo con mis incipientes conocimientos de derecho. Pero nada. Retiraba todos los días las bolsas del correo, separaba las cuentas por pagar o correspondencia de publicidad y sencillamente abría las cartas privadas para ver de qué se trataban. Entonces elegía cuál valía la pena entregar y cuál no. Increíble. Lo hizo al menos durante cinco años. 
Ahora me toca elegir de estas seis cuál entregar. Es sencillamente el azar, el espantoso azar. No tengo pistas para saber cuál es la correcta. El mensaje del tío antes de morir fue: "sólo una tiene sentido en llegar al destinatario. Las otras ya perdieron significado. Sé que me voy a ganar el infierno por ésto, pero prefiero el juego y la adrenalina, acá tenés las cartas."
Murió la noche siguiente y desde ese instante lo blasfemo y me ayudo con el whisky para elegir la carta. En un acto de cobardía las meto en una bolsa oscura y un rato después arriesgo palpando con la mano. Sale una. Miro la dirección y tomo la bicicleta del tío. No sé si dejarla en la entrada o tocar la puerta y esperar que alguien atienda. Esto es una locura y una vergüenza. Llego a la casa, un suave aroma de torta se escapa por la ventana y después del primer timbre aparece una bella mirada que justo abajo viene acompañada por unos labios profundos. Creo que esa boca me habla, me pregunta qué necesito o algo así. Anonadado como estoy por esa belleza repentina alcanzo a esconder la carta disimuladamente y procuro abrirme camino con ella preguntándole una dirección cualquiera en la zona. Algo nos encandila mutuamente y arrugo aún más la carta elegida. Y mientras le pido disculpas al tío desde lo más íntimo intuyo que, de algún extraño modo, el mensaje llegó a destino.

viernes, 29 de enero de 2016

Café

Ella pide café con crema.
Siempre igual. Con el sobrecito de azúcar, que seguramente dejará en el plato.
El olor al rimmel de los ojos le molesta. Sobre todo ahora, al anochecer, cuando todo parece más viejo y desgastado, cuando todo molesta.

- Ya le traigo, señora- contesta el mozo.
- Gracias.

Un sobretodo negro toca la puerta mojada del Café y él empuja para entrar. El viejo dueño lo observa desde la caja, y ojea para ver si queda alguna mesa vacía.
Sólo dos.
Una al fondo, demasiado lejos de ella. Otra, al lado.

- Whisky, por favor- murmura el hombre mientras pasa cerca del mostrador, señalando la mesa de la ventana.
- Ahora nomás...

Ella mira la nada, por entre las gotas del vidrio. Sus ojos se pierden en la calle mojada, sin mucho más que hacer.
Son muchos sus recuerdos. Demasiados para poder ordenarlos.
Prefiere mirar sin mirar, y deja que las imágenes de la memoria aparezcan solas, cuando quieran.
Ahora, por ejemplo, se detiene en aquella tarde gris en que lo vió por primera vez, cuando cada cosa era nueva para sus años nuevos.
Se le escapa una leve sonrisa. Jamás olvidará ese encuentro en la plaza del pueblo. Jamás podrá olvidar nada.
" Un encuentro, y mi vida que cambia para siempre",- se resigna en silencio."
" Un encuentro. Tan azaroso y peligroso como un encuentro. Una puerta que se abre, en vez de no abrirse...es algo increíble..."- piensa con miedo.

El la observa, ya con el whisky entre los dedos
No piensa acercarse, porque su historia tampoco ha sido fácil.
La memoria insiste con un perfil rubio y largo que se ha ido para siempre, y que no puede soportar.

El dueño del bar parece verlo todo desde su lugar de privilegio.
Cree que los verá hablar en sólo unos minutos. Las demás mesas no existen ya para él. Sólo observa ese cuadro que tiene delante: un hombre a la izquierda, lleno de oscuridad y sombras, envuelto en su sobretodo; una mujer a la derecha, que se pierde en una mirada húmeda. Y el reloj de pared en el medio, como último testigo.
Los minutos pasan. Muy rápidamente para ella, por haberse perdido en sus pensamientos. Lentamente para él, que espera interminables ratos para verla cambiar de gesto y volver a recorrerla entera.
Finalmente, el hombre decide acercarse, después de un largo tiempo de dudas.
Empieza a correr su silla lentamente, pensando cada movimiento. Pero ve que se acerca el mozo, y decide con tristeza sentarse otra vez.
Ya no volverá a intentarlo, lo sabe desde adentro del alma.
Piensa que si el mozo se acercó a interrumpirlos, fue porque así tenía que ser.
Baja la mirada.
Su soledad es ya para él casi una compañera de viajes.
Deja unos billetes al lado del vaso y se va del bar, para siempre.
Ella sigue, entre la ventana y la lluvia, esperando casi con lágrimas por algún nuevo encuentro.

- Disculpe, señora...¿Con crema, me dijo? - duda el mozo
- Eh...sí, por favor...
- Bueno...ahora le traigo.
- Gracias.

lunes, 25 de enero de 2016

Testigo

El accidente es inevitable. Vos estás en la esquina donde en minutos todo será horror y ambulancias. Sabés que van a impactar, y que no tenés tiempo ni para incorporarte. Mirás en un instante ínfimo los protagonistas del futuro desastre. No podés creer que en el auto viejo venga una familia entera y que el de la camioneta corra a tanta velocidad. Es plena siesta, nadie en las calles. Vas y venís del futuro, te ves ayudando en medio de los llantos y los fierros calientes, pero no servirá de nada. Leés los diarios al día siguiente, te sabés traumado por el resto de tus días. Quizás hasta te encuentres alguna vez con una de las nenas que ayudaste a sacar por la ventana, ya no importa. Ahora sólo sos dos ojos semi dormidos y un cuerpo cansado por el sol, sobre el césped, en la plaza, viendo llegar a la última esquina de su vida a esos que ahora son apenas un trozo del destino.

viernes, 22 de enero de 2016

C&P

En medio de toda esa locura de Internet, los teléfonos, las redes sociales y demás, y mientras a los monjes medievales les costaba un año copiar a mano un libro, ahora viene uno y se despacha con esta increíble treta de "copiar y pegar" y se evita así tipeos interminables. Tengo mis serias dudas sobre los beneficios de semejante atajo, pero lo cierto es que después de haber abusado durante años del mecanismo en los textos entendí que bien podría ser aplicable a la vida cotidiana, de modo que salí a la vereda de mi casa e inmediatamente copié una 4x4 estacionada (bellísima, negra, cero kilómetro, reluciente) y la pegué en mi garaje. Procedimiento impecable. Después fui tomando confianza y seguí con objetos en los supermercados, librerías y comercios, pegándolos en mi casa. Más adelante probé con personas, anécdotas, pasado, futuro e infinitas combinaciones que hicieron de mi vida una maravilla de buenas noticias. Y todo en un par de días. Luego, temeroso de que alguien descubriera la iniciativa prometí que no lo iba a utilizar más, pero alguno me debe haber estado espiando, porque he aparecido de repente en Túnez, con otro nombre y otra historia. Trato de averiguar en estos días -sin levantar sospechas- quién soy, si tengo familia y cuál es mi pasado en este rincón del mundo. Con gusto volvería a mi tierra de origen, claro, pero es probable que hayan pegado atinadamente a alguien en mi lugar, mucho mejor partido que yo.

jueves, 21 de enero de 2016

Amigos

El viejo filósofo se inclinó pesadamente sobre el escritorio de madera y cargó la pluma con suficiente tinta para terminar la idea.
“Dios ha muerto. "- estampó al final de la página.
Por un momento pensó que había ido demasiado lejos con esa frase y sintió miedo. Miró entonces hacia atrás, preocupado, y Dios asintió recostado en su silla de mimbre.
- Adelante...no tengas miedo- le dijo para animarlo- recuerda que siempre será un buen negocio: a tí no te olvidarán nunca por semejante afirmación. Y a mí tampoco, porque esa frase me pondrá una y otra vez en el ojo de la tormenta. Siempre será mejor eso para los dos que el olvido y el inevitable paso del tiempo....¿o no te parece?
El viejo pensó un instante, volvió a su hoja con más tranquilidad y la firmó.
Luego tomaron whisky juntos, y rieron toda la noche.
A la mañana siguiente fueron hasta la imprenta. Al salir de allí se despidieron con un largo abrazo.
“Siempre viene bien la ayuda de un amigo", pensaron ambos.
Y poco a poco se alejaron en silencio.

lunes, 18 de enero de 2016

Libros

Ahora que se me reveló puedo verlo con claridad, pero no culpo a los que pasan una y otra vez por delante de las bibliotecas sin mayor problema. Lo supe una tarde nublada caminando por Almagro, pero es del todo azarosa la ciudad, podría haber sido Dublín, La Paz, Santiago o Marruecos. Todo lo que necesitaba es que decantara el mensaje, que fluyera la sencilla idea de que en todos los grupos de libros hay un orden prefijado al que hay que respetar y mirar como algo sagrado. Intuyo incluso que más de uno lo habrá pensado también en medio de sus propias cavilaciones: hay una sola biblioteca, y sólo una, que es el orden del universo. A esa no hay que tocarla, ni modificarla en su composición, ni siquiera limpiarla. Y es la de Almagro, por razones evidentes. Desde ese momento paso interminables jornadas, con las más variadas excusas, siendo su vigilante. Al menos en lo poco que me deja ver la ventana de rejas que la denuncia. Es una pequeña biblioteca iluminada por una luz mortecina que está sobre un mueble, en las alturas. No debe constar de más de 150 libros y casi nadie la mira. El local es de una vieja sociedad de fomento en el barrio. La excesiva altura en la que la han dejado es la llave de todo. Ninguna biblioteca está tan fuera del alcance de sus lectores, evidentemente quien decidió dejarla allí sabía que era la elegida entre cientos de miles en el mundo. Escribo esto porque, espantado, y después de muchos años de total quietud, vi anoche cómo manos añosas acomodaban una pequeña escalera apoyándola contra la puerta. Sólo eso. La escalera y el anonimato de quien tomó la decisión. Vivo angustiado porque quiero que la saquen, pero no puedo ya inventar más excusas para meterme en el viejo local, desde donde hace tiempo me miran con justificada desconfianza. Ha empezado a llover con intermitencia y me apoyo otra vez en mi farol preferido a custodiarla a través de la ventana. Miro entonces con algo de alivio cómo la señora de todas las noches, con la misma parsimonia y puntualidad de siempre, cierra el viejo local. Pero no ha terminado de perderse en la esquina cuando escucho alarmado extraños sonidos dentro del lugar, ya totalmente a oscuras. Me paraliza el miedo y afino mis sentidos para corroborar que lo que se mueve es la escalera. Se suman los ruidos de lentos pies sobre los viejos peldaños en evidente actitud profanadora y se me detiene el corazón... pero sé que nada puedo hacer. Ni un alma vista estas veredas del sur y además nadie va a creerme. Es cuestión de segundos para esperar los cambios en el mundo. Intuyo el caos, enfermedades o plagas interminables. No puedo saberlo. El ruido ahora ha cesado. Me cubro de la lluvia, que ahora es densa, y pienso angustiado algo aún peor... quizás la modificación en la pequeña biblioteca sea de consecuencias imperceptibles, y creamos que todo sigue igual cuando -en verdad- todo ha cambiado para siempre. Trato de forzar un poco la celosía y confirmo -con espanto- que falta un pequeño libro en el último anaquel. Sé ahora con certeza que ya todo ha terminado. Apenas me asalta un último pensamiento -tan absurdo como cualquier otro- mientras fatalmente se me empiezan a cerrar los ojos: pertenezco desde el inicio de los tiempos al libro profanado: allí vive este mundo, esta improbable historia, la lluvia interminable, tú, lector, y el final.

miércoles, 13 de enero de 2016

Citas

Me enteré de refilón, hurgando entre las bibliotecas. Me sonaba que ese tal Barry D. James en verdad no existía, que no era más que un excéntrico invento del autor, tanto como la obra que le adjudicaba. No me equivoqué y me sentí cómplice del viejo escritor pensando en cómo engañaba a sus lectores creando a diestra y siniestra obras y autores que sólo provenían de su imaginación maligna. Y como todo texto lleno de citas, tenía la solemnidad y seriedad de alguien que despliega su erudición y la comparte con sus seguidores. Pensé incluso que lo podía atrapar en otra de sus remisiones falsas y di -al menos- con cuatro. A partir de ahí admiré por años su valentía para desafiar a los lectores con semejantes referencias a riesgo de que se supiera que eran apócrifas.
Un tiempo después empecé a hacer lo mismo con mis libros y me divertía pensar que estaba llenando los relatos de citas falsas, aunque muy cada tanto me encontraba un lector curioso que me preguntaba sobre tal o cual autor al que después de mucho investigar no había encontrado, pero yo le doblaba la apuesta diciendo que buscara mejor, que era un autor de culto o casi no editado... Hasta que una noche un amigo, con la voz entrecortada, me dijo que curioseando en una librería había dado de casualidad con un escritor y su libro, aunque él sabía que eran los dos inventados por mí. Me detalló el anaquel donde aparecía contante y sonante el autor del siglo XVIII que se me había ocurrido y exactamente el mismo título del libro que yo le había adjudicado al azar. Llegué desesperado antes de que cerraran y pedí el libro. El librero no parecía querer atenderme y supuse que no le simpatizaba que alguien llegara a las corridas justo cuando estaban por cerrar. Me resigné a buscarlo solo y gracias a las indicaciones de mi amigo no tardé en diferenciar en el noveno anaquel el lomo rojo y gastado que se me mostraba entre todos los demás. Cuando lo tuve en mis manos no podía creer la formidable casualidad: John Wilkins, Formas del espanto, Ed.1782. Había acertado, incluso, en la fecha de publicación. Empecé a hojearlo en una mezcla de incredulidad y miedo aunque en una rápida lectura nada parecía tener de extraño, ya que reunía apenas relatos de ficción y terror propios de la época. Casi había superado el asombro cuando a punto de levantarme, y en medio de un silencio profundo, advertí la cita absurda, en la que Wilkins reseñaba mi nombre y mis libros, y me describía como un personaje desesperado, solo, sentado de noche en una librería ya cerrada, cientos de años después.