sábado, 25 de julio de 2015

Opciones

La factura del gas es celeste. Viene llena de números inentendibles, códigos, lugares de pago y bien abajo a la derecha nos espera la cifra importante, aquella que habrá que desembolsar para que la hornalla y el calefón y el té de la tarde. Ya dejamos en el tacho de la basura el sobre en el que la traen y algún folleto amable que siempre acompaña la empresa de gas para evitar que se nos incendie la casa. La sostenemos en la mano izquierda, como tantas otras veces. Entonces revisamos con detenimiento la mano, como en cámara lenta, vemos que sigue en la muñeca y el antebrazo, se asoma entonces el hombro, el cuello, y el fenómeno se repite a la inversa hacia la derecha. Hombro, brazo, muñeca. Advertimos entonces que del otro lado aparece nuestra mano derecha sobre el ratón diabólico, que todos llaman mouse. El dedo índice atento, listo para el click, para dar ok al pago electrónico de la bendita boleta, para quedarnos tranquilos en casa y que siga el ritual de hornallas obedientes. Mano izquierda boleta, y derecha casi click. Pero ahí es donde nos asalta otra vez aquello de la trizadura, de la ínfima posibilidad, de la locura, entonces en vez del click obediente volvemos a la mano inicial, revisamos la boleta (cuya cifra no es gran cosa, la verdad) y optamos -con un placer extraño- por soltarla, apenas abrir los dedos y que sencillamente caiga al piso..., dejar de pagar la cuenta del gas, y con eso dar lugar a la secuencia interminable que ello genera, los avisos, el agua fría, los primeros problemas, cómo no vas a pagar la cuenta, pero no ves irresponsable, y la de la luz y el teléfono tampoco, pero qué te pasa, me voy a lo de mi mamá hasta que recapacites, y en el envión dejamos también de ir a trabajar, y por supuesto ya no nos dan dinero, y uno que otro amigo viene a hablar con nosotros, pero ya es tarde, no podremos evitarlo, y nos echan de todos lados, y de ahí al lógico divorcio, y tarde o temprano el destierro, todo tan profundamente encadenado, terminar en unas taperas viejas con dos o tres linyeras más, a comer lo que se pueda, a conseguir unos palos en la montaña para la fogata por las noches, porque el frío en estos tiempos, y sin una hornalla a mano..., ya se sabe, era sólo un click, era apenas un pequeño click.

miércoles, 15 de julio de 2015

Message

La sincronía es más que aconsejable a la hora de lanzar mensajes en una botella. De nada sirve vivir en el pueblo costero donde aparece el milagro y la locura de la gente por algo tan escurridizo y fantástico como una de esas botellas enigmáticas. Tampoco ayudan las interminables interpretaciones de un texto que no se deja descifrar y que ni los sabios viejos alcanzan a comprender. Tarde o temprano pasará de mano en mano hasta que el desinterés le gane a la curiosidad y ya no será el misterio ni la discusión en los fogones, será sólo un papel absurdo, inentendible, que por pura casualidad queda en nuestra repisa a la espera de tiempos más claros, de nuestra propia vejez quizás, época en que esas palabras extrañas cobran algo más de sentido, al tiempo que decidimos embarcarnos en el viaje que sabemos riesgoso. Y decidir llevarla intuitivamente con nosotros empieza quizás a destejer la ironía, sobre todo cuando el barco finalmente naufraga y lo único que tenemos a mano aparte de unos pocos víveres es la bendita botella, que ha recobrado todo su sentido y que lanzamos con toda la fuerza, ahora sí en sincronía con nuestros últimos instantes en esta extraña vida.

lunes, 13 de julio de 2015

Dupla

A media cuadra del fin del parque se reúnen en medio de una amistad incipiente y desconfiada... (pocos son los seres capaces de atender esta historia sin el elixir de racionalidad con que bañan todo. A esos, el demonio, la muerte. Al resto, a los locos y quizás desencantados con este universo maltrecho, mi relato.)
Reunión del poeta y el arquitecto. El primero trae sus primeros párrafos, el pacto es inmediato y sagrado. El arquitecto toma esos apuntes como el principio de lo que - bien sabe- será una construcción extraña. Suben caminando juntos un par de cuadras hasta que el diálogo no da para más. Se despiden. Un buen whisky termina de entonar al arquitecto que, poesía en mano, se lanza sobre los borradores y empieza a darle nueva forma a las palabras hasta que los primeros rasgos de la casa aparecen claros. La inspiración es profunda y nítida. Más palabras, más paredes y escaleras. Leer y construir, dejarse llevar por las frases y las cadencias.
A los días el poeta pasa y advierte que sus palabras han dado al arquitecto lo que buscaba, y eso a su vez le trae nueva inspiración. Esa misma noche en el bar del bajo comparten el licor, y los últimos párrafos pasan al arquitecto. La casa toma forma definitiva. Los vecinos extrañados, se resignan.
El poeta llega y ve su obra terminada, hecha ladrillos. Sonríe pero con un dejo de preocupación. Mira al arquitecto a lo lejos. Ambos saben que será un lugar por lo menos difícil de habitar. Cómplices, la ponen en venta.

lunes, 6 de julio de 2015

Reencuentro
En el viejo altillo, al que raramente dejaba entrar a alguien, Doña Cecilia tenía el privilegio de golpear tres veces, con la cadencia que sólo ella podía hacerlo, para que Miguel entreabriera la puerta, y dejara pasar la vianda, junto al religioso vaso de whisky que llegaba por las noches. Nada más inquietaba la existencia del anciano en el medio de la paz de Lima desde hacía, al menos, veinte años. Apenas se dejaba distraer por algún choque en la esquina de la Iglesia, que desde su ventana se veía a la perfección.
No le había dicho nada a Doña Cecilia confiando en que las instrucciones eran lo suficientemente estrictas como para que nada - pero nada- fuera una excepción al aislamiento.
Sin embargo ese libro de juventud, tan precariamente editado y que había pasado de mano en mano durante años, se había transformado en una especie de monstruo de mil cabezas, con ventas estrafalarias, versiones teatrales, películas y hasta ediciones pirata en más de un país.
El seudónimo con que lo firmó fue un escudo de largo anonimato, pero tarde o temprano su obra llegaría una noche fría a golpearle la puerta al altillo, a sus ochenta y seis años..., los investigadores darían por ciertas las versiones que insistían en que el escritor emigró para siempre al Perú, y lo rastrearían como lobos hambrientos, y el negaría detrás de la puerta con terquedad la autoría de libro alguno y Doña Cecilia sin saber cómo manejar el asunto, periodistas en la puerta día y noche, y fans, y locura por un autógrafo, y el encierro del anciano ahora tan contraproducente, y el sordo disparo en medio de la noche con la vieja Colt, tan sabiamente guardada por años.