viernes, 25 de septiembre de 2015

Cruzar
Es una locura cotidiana. Rojo. Smog. Nada puede ocurrir. Varios de este lado, varios enfrente. El tráfico en el medio, algo de transpiración, pensar todo el tiempo en los problemas, esas cosas de mediodía odioso. 
Y repentinamente la vida nos acaricia y nos dice que sí, que ella nos mira. Está al otro lado de la calle, el tráfico sigue como si nada, pero hay alguien del otro lado de la calle que sin duda nos mira. Amarillo ahora, los primeros amagues y esos mínimos movimientos entre todos los que están por cruzar. Bajar la vista. Vergüenza repentina...pero ella no duda, nos mira y sonríe, es bellísima, es la mujer que nos daría vuelta la vida, con quien empezar otra cosa..., imaginarnos corriendo con ella de la mano, largar los problemas, nuestro nombre, nuestro bagaje y nuestra historia. El tráfico no cede, sigue rabioso, y de repente llega ese verde que a la vez nos esperanza y aterroriza, y los grupos empiezan a acomodarse y a cruzar como tantas veces en tantas miles de miles de calles en todo el mundo..., pero en ésta hay romance, hay miradas cruzadas y vidas cargadas de repentino abismo. Caminar decidido entonces, tratar de ganar unos centímetros para pasar a su lado, para quizá rozar su mano... pero ahora, justo ahora, un imprevisto bocinazo distrae a todos, mala maniobra de un inconsciente que se largó a pasar en amarillo y nos asusta, nos obliga al estrés, al movimiento brusco de supervivencia que nos aleja, que nos distancia, que a mí me distancia de ella y de toda posibilidad, y cuando queremos recordar ya casi estamos del otro lado, en la vereda de enfrente, seguros, listos para la rutina diaria mientras el tipo del bocinazo pide disculpas, pero ya es tarde, ahora ella está del otro lado, sólo le veo la espalda, el cabello rubio, el andar triste. Creo que se ha detenido unos instantes, quizá en un agónico último intento de que algo ocurra, pero no se da vuelta. Empieza lentamente su andar... y para colmo yo ya tengo otra vez el rojo, y cuando hay rojo cruzar está prohibido, como tantas veces nos enseñaron de chicos.

lunes, 21 de septiembre de 2015


Olivetti
Olivetti

Al viejo Juan lo despidieron de la redacción y está angustiado por los gastos. Sabe que no llega a fin de mes, y que la esposa lo espera con una lista de cuentas y reproches, pero lo obsesiona esa última historia y le pega a la destartalada Olivetti hasta pasadas las doce y media de la noche. El jefe no le dice nada, entiende que es una suerte de duelo y cierra la puerta de la oficina con respeto. 
Ya nadie queda a esa hora y la historia del Dr. Suárez va cobrando vida en las hojas de Juan, que febrilmente las deja fluir hasta que quede bien claro que allá por los sesenta, en la Buenos Aires extraña de los psiquiátricos oscuros, un interno por demás lúcido engañó a todo el nosocomio y se mandó a mudar para no dejar rastro alguno por las tres siguientes décadas. Era Suárez, el mítico Dr. Suárez, de cuyos equilibrios mentales se había dudado con fundados motivos. Aunque la policía y los municipales lo rastrearon, ni sombra quedó de él.
Pero no le alcanzó a Suárez con la huida exitosa, quería hacer de la vida del Director del psiquiátrico un verdadero infierno, y lo logró. Organizó veladamente a los internos no sólo para que cada tanto se escapara alguno, sino también para armar los escándalos más indefendibles en el internado, varios de los cuales terminaban en la prensa amarilla de la época.
La Olivetti rezonga cada tanto pero la historia llega a su final, sin pausa.
Las últimas hojas describen cómo Suárez, en la venganza final, primereó al director en una esquina perdida del bajo y entre todos los internos fugados lo encerraron en una ínfima pieza.
Juan se sintió aliviado, encendió un cigarrillo y dejó la historia al lado de la máquina. Apagó para siempre la luz de la redacción y, aún a riesgo de los regaños hogareños, en vez de volver a casa subió las interminables escaleras del antiguo edificio, porque después de tanto tiempo era hora de ir a liberar al director.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Contraseña

Vos sabés de sobra que ni el cumpleaños, ni tu documento, y menos algún número capicúa o escalerita para poder recordar con facilidad. Te lo han repetido mil veces en el banco pero sos porfiado y confiás demasiado poco en tu memoria, entonces caés en lo inevitable y le ponés la misma serie de letras y números a todo lo que se te cruce, porque sabés que es la única manera de retener tantas decenas de contraseñas insoportables, que juegan con tus nervios y tu fragilidad cada vez que empezás a tipear, porque no te acordás si la cambiaste, si justo ésa no era, si hace poco la máquina te pidió una nueva... Y así pasa el tiempo, y vos muy seguro de esa serie combinada hasta que un día ocurre, empezás con tu cumpleaños más tus iniciales al revés, esa secuencia que siempre funciona y que se grabó en tu memoria a fuego, pero una y otra vez la máquina te devuelve el mensaje de error y en un momento casi absurdo repasás mentalmente el día en que naciste y tu nombre completo, y la marcás por décima vez hasta que estallás en furia y querés romper todo, y el mundo se te viene abajo y pensás que el grito que salió de tu garganta jamás fue tan ronco y notás que las manos con que escribiste una y otra vez tus datos no son quizás las manos de siempre y enmudecido corrés al primer espejo y te encontrás con otra cara que te mira aterrada y entendés entonces que el cumpleaños y las iniciales no son las correctas, y la gélida indiferencia de tu novia los últimos días hace juego con el destrato de tu familia y tus amigos, y te quedás ahí, paralizado frente a la máquina tratando de recrear la maldita vida que corresponde a la contraseña.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Cómplice

Vení, recién estamos al principio del relato...lo sé, pero necesito que me tomes la mano y me prestes tus ojos al menos estos primeros párrafos. Los dos sabemos que la vida es una locura en estos días, que nuestro poder de concentración es igual a cero, que cualquier pavada se lleva nuestra atención, no obstante te lo ruego porque María espera en la esquina, angustiada, en penumbra, bajo la lluvia suave, y ni siquiera sabe que te estoy hablando, ella sólo me espera a mí, a mi pluma, mis decisiones, ignora a qué extraños rumbos la voy a llevar.
Necesito que seas -conmigo- testigo de su infancia, de sus días duros en el internado, de ese inexplicable viaje a Irlanda, de sus sueños. No sé si darle una hermana o no, si hacerla sumisa o de carácter, pero al menos resolvamos lo inicial, sacarla de esa esquina, abrigarla y llevarla a un bar cercano donde pueda guarecerse. Tampoco sé si a esta altura estarás siguiendo el derrotero de estas líneas, ni si sabrás que también es importante aquello que vos imaginás de ella, porque mi intuición por momentos se apaga, necesito un cómplice, alguien que disimule y tome decisiones por mí mientras descanso un rato. Sé qué tendré que hacer esfuerzos enormes para retenerte, percibo que tu concentración cae, infinidad de ruiditos cotidianos se disputan tu atención, mis dedos se cansan de tipear y tus ojos esperan con cierta comodidad la oración siguiente, y María, mientras tanto, se cansa en el bar, un par de copas y un día difícil la llenan de sueño, y así estamos los tres, ella vos y yo, y este relato... que ya quiere desvanecerse, porque hago mis mejores esfuerzos pero tampoco soy mago, y de a poco siento lo inevitable, que me soltás la mano con algo de compasión, y la verdad no tengo reproches para hacerte, y mientras tanto María se va, alguien ha venido a buscarla pero no ha sido mi decisión, ahora soy un mero testigo de su vida como vos, que me mirás con ternura y ya me has dejado a mi propia suerte, solo, cargado de tristeza, en esta última esquina de letras, y mientras la luna aparece indiferente y baila sobre los tejados como cada noche, entre los tres miramos con escepticismo y nostalgia el consensuado punto final.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Hora del té

No quiero inmiscuirme en la memoria de semejante dama, pero la modernidad de ese Buenos Aires elitista de los años treinta me obliga a abrevar -al menos- en un par de anécdotas imprescindibles.
Lejos de mi prudencia está el relato del Dan Poe (Analytic Ways, caps. 2 y 3, 1929), tan celebrado, que desde ya ofrezco a los ávidos de coincidencias para que tomen el camino que estas letras no tomarán.
Supe de su silencio excesivo hace pocas semanas, mientras investigaba otro misterio propio de aquellas épocas. El tedio para encarar otros trabajos pudo hacer el resto.
Mi abuela, demasiado ávida de literatura inglesa para mi gusto, no ha podido convencerme de lo contrario. Sostenía con algún argumento razonable que en la localidad irlandesa de Jallow no existieron ese tipo de hechos sino hasta mucho después. Pero mi acomodada situación me permitió insistir y trabajar menos horas en la biblioteca por día para dedicarme de lleno a investigar sobre Mrs. Sandy y ese incómodo silencio suyo justo un par de meses antes de morir.
Me encerré en un vestíbulo, silencioso y alejado de todo lo humano. Una gata negra venía a visitarme cada tanto, y el resto era el insistente ruido de una bisagra sacudida por el viento de invierno.
Desempolvé la bolsa y empecé con paciencia de franciscano a sacar una por una las cartas de la señora. Mi abuela no subió nunca, y quizá no sea audaz pensar que de ese modo me alentaba a encontrarlas.
Ahora, finalmente, las tengo entre mis manos. La primera data de de 1921 y la segunda, sin fecha, es evidentemente posterior. En ambas habla del tal señor Andrews, pero de modos distintos. Se aprecia en su prosa el estilo críptico de alguien que en el fondo desea ser descubierto.
La primera anécdota, como yo intuía, transcurre en la estación de trenes, todavía inglesa por aquellos tiempos. No habla demasiado del asesinato, pero si de sus consecuencias en el pueblo. La segunda, extrañamente, nombra al delincuente con nombre y apellido, pero como al pasar.
La abuela me espera abajo con un té y creo que después de todos estos años ya se ha resignado a que yo no tenga mayor éxito con las mujeres.
Bajaré con los relatos lentamente. Luego, seguro, festejaremos que al menos esa muerte a sangre fría en manos nada menos que de su escurridizo esposo (que no es mi abuelo) sirva para frecuentar un poco más los relatos policiales y para despacharnos con ironías sobre la ineficiencia de la justicia en aquellos tiempos.
Irónico. La terrible sangre de ese cuerpo y los gritos de la gente en la estación es, muchas décadas después, sólo el eje de un té con escones entre abuela y nieto y de risas por las derivaciones absurdas del caso entre investigadores incompetentes.
Finalmente, cuando llegue la noche y las risas se apaguen, subiré con las dos cartas y las volveré a su lugar para que duerman por toda la eternidad. Lo demás, como desde siempre, será mi interminable soledad de altillo, de mesa de luz llena de libros y de bisagras vacilantes.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Líneas

La Recoleta, se sabe, es pródiga en austeridad y silencios. En su cementerio nadie se atreve a profanar la memoria de tantas décadas y linajes. Los grupos de visitantes van guiados por inefables estudiosos de los mausoleos. Ese momento -hay que decirlo- se transforma cada tanto en aburrido y desconsuela pensar que ya ni remotamente hay lugar ahí para nosotros. Todos los ilustres han copado por completo el cementerio y sólo queda resignarse a visitar esos metros cuadrados de mármol y muerte.
Lo que puede verse con alguna sencillez es la línea inevitable entre el final del pasillo, (permanentemente escoltado por tumbas de ilustres), y la escena que del otro lado de los ladrillos emula -otra vez- el mirar rencoroso y la posibilidad tangible de alguna puñalada. Lo sé yo, como testigo privilegiado de estos párrafos que insisten en encontrar similitudes, pero no lo sabe nadie más. Quizás lo intuya la historia y la sapiencia colectiva, no puedo asegurarlo, pero por cierto nadie me acompaña en esta certeza instantánea de que justo donde termina el sendero del cementerio y empieza el enorme muro se reproduce la causa de la muerte.
Pero la línea insiste y va ayudando a que estos párrafos encuentren de a poco ese rastro de vida que el cementerio aún está dispuesto a dar, porque -si bien se mira- del otro lado del enorme muro, ya en la calle, donde la realidad se vuelve profana y descolorida, dos muchachos y quizás tres, empujados por la excesiva cerveza y el desánimo de la noche colaboran para que esa danza del duelo y las miradas rencorosas otra vez cobre vida.
Y la línea se ve cada vez más clara, ayudándome a entender cómo la anécdota que recita el guía en el lado solemne del muro, se repite a unos pocos metros, en la calle, con navajas improvisadas y empujones inevitables (allí en la tumba el reconocido político de honor que supo batirse a duelo en el final del siglo XIX, acá en la vereda y cerca del tráfico furioso, unos muchachos que a su modo reproducen el absurdo.)
Quizás un grito apagado, el ruido de una corrida y alguna sirena policial del lado de la ciudad interrumpan al guía, pero sólo será por un instante.... todos colaborarán para dejar pasar el episodio, para disimular, para elegir el mármol, el duelo romántico, el silencio sobrio, la memoria.