domingo, 31 de enero de 2016

Seis cartas

Otra vez whisky. Ya no me puedo engañar con el café ni con otros recursos. Tengo que tomar una decisión y odio con prolijidad a mi tío, que sabía -sin lugar a dudas- que tarde o temprano me encontraría acá sentado y sólo, con las seis cartas desplegadas sobre la mesa, sin saber qué hacer. 

Fueron infinidad de sanciones en el correo, donde le advertían que su amistad con el intendente no le aseguraba el puesto por siempre. Y llegó el momento del despido, de los insultos y el resentimiento. El tío se negaba a entregar correspondencia intrascendente y ocupaba sus largos periplos en bicicleta para entregar las que le parecían verdaderamente valiosas. Una y otra vez le encontraron en bolsas infinidad de cuentas sin entregar por lo que los vecinos dejaban de pagar la luz, el gas o la tarjeta. No había manera. Yo hablé con él varias veces e intenté asustarlo con mis incipientes conocimientos de derecho. Pero nada. Retiraba todos los días las bolsas del correo, separaba las cuentas por pagar o correspondencia de publicidad y sencillamente abría las cartas privadas para ver de qué se trataban. Entonces elegía cuál valía la pena entregar y cuál no. Increíble. Lo hizo al menos durante cinco años. 
Ahora me toca elegir de estas seis cuál entregar. Es sencillamente el azar, el espantoso azar. No tengo pistas para saber cuál es la correcta. El mensaje del tío antes de morir fue: "sólo una tiene sentido en llegar al destinatario. Las otras ya perdieron significado. Sé que me voy a ganar el infierno por ésto, pero prefiero el juego y la adrenalina, acá tenés las cartas."
Murió la noche siguiente y desde ese instante lo blasfemo y me ayudo con el whisky para elegir la carta. En un acto de cobardía las meto en una bolsa oscura y un rato después arriesgo palpando con la mano. Sale una. Miro la dirección y tomo la bicicleta del tío. No sé si dejarla en la entrada o tocar la puerta y esperar que alguien atienda. Esto es una locura y una vergüenza. Llego a la casa, un suave aroma de torta se escapa por la ventana y después del primer timbre aparece una bella mirada que justo abajo viene acompañada por unos labios profundos. Creo que esa boca me habla, me pregunta qué necesito o algo así. Anonadado como estoy por esa belleza repentina alcanzo a esconder la carta disimuladamente y procuro abrirme camino con ella preguntándole una dirección cualquiera en la zona. Algo nos encandila mutuamente y arrugo aún más la carta elegida. Y mientras le pido disculpas al tío desde lo más íntimo intuyo que, de algún extraño modo, el mensaje llegó a destino.

viernes, 29 de enero de 2016

Café

Ella pide café con crema.
Siempre igual. Con el sobrecito de azúcar, que seguramente dejará en el plato.
El olor al rimmel de los ojos le molesta. Sobre todo ahora, al anochecer, cuando todo parece más viejo y desgastado, cuando todo molesta.

- Ya le traigo, señora- contesta el mozo.
- Gracias.

Un sobretodo negro toca la puerta mojada del Café y él empuja para entrar. El viejo dueño lo observa desde la caja, y ojea para ver si queda alguna mesa vacía.
Sólo dos.
Una al fondo, demasiado lejos de ella. Otra, al lado.

- Whisky, por favor- murmura el hombre mientras pasa cerca del mostrador, señalando la mesa de la ventana.
- Ahora nomás...

Ella mira la nada, por entre las gotas del vidrio. Sus ojos se pierden en la calle mojada, sin mucho más que hacer.
Son muchos sus recuerdos. Demasiados para poder ordenarlos.
Prefiere mirar sin mirar, y deja que las imágenes de la memoria aparezcan solas, cuando quieran.
Ahora, por ejemplo, se detiene en aquella tarde gris en que lo vió por primera vez, cuando cada cosa era nueva para sus años nuevos.
Se le escapa una leve sonrisa. Jamás olvidará ese encuentro en la plaza del pueblo. Jamás podrá olvidar nada.
" Un encuentro, y mi vida que cambia para siempre",- se resigna en silencio."
" Un encuentro. Tan azaroso y peligroso como un encuentro. Una puerta que se abre, en vez de no abrirse...es algo increíble..."- piensa con miedo.

El la observa, ya con el whisky entre los dedos
No piensa acercarse, porque su historia tampoco ha sido fácil.
La memoria insiste con un perfil rubio y largo que se ha ido para siempre, y que no puede soportar.

El dueño del bar parece verlo todo desde su lugar de privilegio.
Cree que los verá hablar en sólo unos minutos. Las demás mesas no existen ya para él. Sólo observa ese cuadro que tiene delante: un hombre a la izquierda, lleno de oscuridad y sombras, envuelto en su sobretodo; una mujer a la derecha, que se pierde en una mirada húmeda. Y el reloj de pared en el medio, como último testigo.
Los minutos pasan. Muy rápidamente para ella, por haberse perdido en sus pensamientos. Lentamente para él, que espera interminables ratos para verla cambiar de gesto y volver a recorrerla entera.
Finalmente, el hombre decide acercarse, después de un largo tiempo de dudas.
Empieza a correr su silla lentamente, pensando cada movimiento. Pero ve que se acerca el mozo, y decide con tristeza sentarse otra vez.
Ya no volverá a intentarlo, lo sabe desde adentro del alma.
Piensa que si el mozo se acercó a interrumpirlos, fue porque así tenía que ser.
Baja la mirada.
Su soledad es ya para él casi una compañera de viajes.
Deja unos billetes al lado del vaso y se va del bar, para siempre.
Ella sigue, entre la ventana y la lluvia, esperando casi con lágrimas por algún nuevo encuentro.

- Disculpe, señora...¿Con crema, me dijo? - duda el mozo
- Eh...sí, por favor...
- Bueno...ahora le traigo.
- Gracias.

lunes, 25 de enero de 2016

Testigo

El accidente es inevitable. Vos estás en la esquina donde en minutos todo será horror y ambulancias. Sabés que van a impactar, y que no tenés tiempo ni para incorporarte. Mirás en un instante ínfimo los protagonistas del futuro desastre. No podés creer que en el auto viejo venga una familia entera y que el de la camioneta corra a tanta velocidad. Es plena siesta, nadie en las calles. Vas y venís del futuro, te ves ayudando en medio de los llantos y los fierros calientes, pero no servirá de nada. Leés los diarios al día siguiente, te sabés traumado por el resto de tus días. Quizás hasta te encuentres alguna vez con una de las nenas que ayudaste a sacar por la ventana, ya no importa. Ahora sólo sos dos ojos semi dormidos y un cuerpo cansado por el sol, sobre el césped, en la plaza, viendo llegar a la última esquina de su vida a esos que ahora son apenas un trozo del destino.

viernes, 22 de enero de 2016

C&P

En medio de toda esa locura de Internet, los teléfonos, las redes sociales y demás, y mientras a los monjes medievales les costaba un año copiar a mano un libro, ahora viene uno y se despacha con esta increíble treta de "copiar y pegar" y se evita así tipeos interminables. Tengo mis serias dudas sobre los beneficios de semejante atajo, pero lo cierto es que después de haber abusado durante años del mecanismo en los textos entendí que bien podría ser aplicable a la vida cotidiana, de modo que salí a la vereda de mi casa e inmediatamente copié una 4x4 estacionada (bellísima, negra, cero kilómetro, reluciente) y la pegué en mi garaje. Procedimiento impecable. Después fui tomando confianza y seguí con objetos en los supermercados, librerías y comercios, pegándolos en mi casa. Más adelante probé con personas, anécdotas, pasado, futuro e infinitas combinaciones que hicieron de mi vida una maravilla de buenas noticias. Y todo en un par de días. Luego, temeroso de que alguien descubriera la iniciativa prometí que no lo iba a utilizar más, pero alguno me debe haber estado espiando, porque he aparecido de repente en Túnez, con otro nombre y otra historia. Trato de averiguar en estos días -sin levantar sospechas- quién soy, si tengo familia y cuál es mi pasado en este rincón del mundo. Con gusto volvería a mi tierra de origen, claro, pero es probable que hayan pegado atinadamente a alguien en mi lugar, mucho mejor partido que yo.

jueves, 21 de enero de 2016

Amigos

El viejo filósofo se inclinó pesadamente sobre el escritorio de madera y cargó la pluma con suficiente tinta para terminar la idea.
“Dios ha muerto. "- estampó al final de la página.
Por un momento pensó que había ido demasiado lejos con esa frase y sintió miedo. Miró entonces hacia atrás, preocupado, y Dios asintió recostado en su silla de mimbre.
- Adelante...no tengas miedo- le dijo para animarlo- recuerda que siempre será un buen negocio: a tí no te olvidarán nunca por semejante afirmación. Y a mí tampoco, porque esa frase me pondrá una y otra vez en el ojo de la tormenta. Siempre será mejor eso para los dos que el olvido y el inevitable paso del tiempo....¿o no te parece?
El viejo pensó un instante, volvió a su hoja con más tranquilidad y la firmó.
Luego tomaron whisky juntos, y rieron toda la noche.
A la mañana siguiente fueron hasta la imprenta. Al salir de allí se despidieron con un largo abrazo.
“Siempre viene bien la ayuda de un amigo", pensaron ambos.
Y poco a poco se alejaron en silencio.

lunes, 18 de enero de 2016

Libros

Ahora que se me reveló puedo verlo con claridad, pero no culpo a los que pasan una y otra vez por delante de las bibliotecas sin mayor problema. Lo supe una tarde nublada caminando por Almagro, pero es del todo azarosa la ciudad, podría haber sido Dublín, La Paz, Santiago o Marruecos. Todo lo que necesitaba es que decantara el mensaje, que fluyera la sencilla idea de que en todos los grupos de libros hay un orden prefijado al que hay que respetar y mirar como algo sagrado. Intuyo incluso que más de uno lo habrá pensado también en medio de sus propias cavilaciones: hay una sola biblioteca, y sólo una, que es el orden del universo. A esa no hay que tocarla, ni modificarla en su composición, ni siquiera limpiarla. Y es la de Almagro, por razones evidentes. Desde ese momento paso interminables jornadas, con las más variadas excusas, siendo su vigilante. Al menos en lo poco que me deja ver la ventana de rejas que la denuncia. Es una pequeña biblioteca iluminada por una luz mortecina que está sobre un mueble, en las alturas. No debe constar de más de 150 libros y casi nadie la mira. El local es de una vieja sociedad de fomento en el barrio. La excesiva altura en la que la han dejado es la llave de todo. Ninguna biblioteca está tan fuera del alcance de sus lectores, evidentemente quien decidió dejarla allí sabía que era la elegida entre cientos de miles en el mundo. Escribo esto porque, espantado, y después de muchos años de total quietud, vi anoche cómo manos añosas acomodaban una pequeña escalera apoyándola contra la puerta. Sólo eso. La escalera y el anonimato de quien tomó la decisión. Vivo angustiado porque quiero que la saquen, pero no puedo ya inventar más excusas para meterme en el viejo local, desde donde hace tiempo me miran con justificada desconfianza. Ha empezado a llover con intermitencia y me apoyo otra vez en mi farol preferido a custodiarla a través de la ventana. Miro entonces con algo de alivio cómo la señora de todas las noches, con la misma parsimonia y puntualidad de siempre, cierra el viejo local. Pero no ha terminado de perderse en la esquina cuando escucho alarmado extraños sonidos dentro del lugar, ya totalmente a oscuras. Me paraliza el miedo y afino mis sentidos para corroborar que lo que se mueve es la escalera. Se suman los ruidos de lentos pies sobre los viejos peldaños en evidente actitud profanadora y se me detiene el corazón... pero sé que nada puedo hacer. Ni un alma vista estas veredas del sur y además nadie va a creerme. Es cuestión de segundos para esperar los cambios en el mundo. Intuyo el caos, enfermedades o plagas interminables. No puedo saberlo. El ruido ahora ha cesado. Me cubro de la lluvia, que ahora es densa, y pienso angustiado algo aún peor... quizás la modificación en la pequeña biblioteca sea de consecuencias imperceptibles, y creamos que todo sigue igual cuando -en verdad- todo ha cambiado para siempre. Trato de forzar un poco la celosía y confirmo -con espanto- que falta un pequeño libro en el último anaquel. Sé ahora con certeza que ya todo ha terminado. Apenas me asalta un último pensamiento -tan absurdo como cualquier otro- mientras fatalmente se me empiezan a cerrar los ojos: pertenezco desde el inicio de los tiempos al libro profanado: allí vive este mundo, esta improbable historia, la lluvia interminable, tú, lector, y el final.

miércoles, 13 de enero de 2016

Citas

Me enteré de refilón, hurgando entre las bibliotecas. Me sonaba que ese tal Barry D. James en verdad no existía, que no era más que un excéntrico invento del autor, tanto como la obra que le adjudicaba. No me equivoqué y me sentí cómplice del viejo escritor pensando en cómo engañaba a sus lectores creando a diestra y siniestra obras y autores que sólo provenían de su imaginación maligna. Y como todo texto lleno de citas, tenía la solemnidad y seriedad de alguien que despliega su erudición y la comparte con sus seguidores. Pensé incluso que lo podía atrapar en otra de sus remisiones falsas y di -al menos- con cuatro. A partir de ahí admiré por años su valentía para desafiar a los lectores con semejantes referencias a riesgo de que se supiera que eran apócrifas.
Un tiempo después empecé a hacer lo mismo con mis libros y me divertía pensar que estaba llenando los relatos de citas falsas, aunque muy cada tanto me encontraba un lector curioso que me preguntaba sobre tal o cual autor al que después de mucho investigar no había encontrado, pero yo le doblaba la apuesta diciendo que buscara mejor, que era un autor de culto o casi no editado... Hasta que una noche un amigo, con la voz entrecortada, me dijo que curioseando en una librería había dado de casualidad con un escritor y su libro, aunque él sabía que eran los dos inventados por mí. Me detalló el anaquel donde aparecía contante y sonante el autor del siglo XVIII que se me había ocurrido y exactamente el mismo título del libro que yo le había adjudicado al azar. Llegué desesperado antes de que cerraran y pedí el libro. El librero no parecía querer atenderme y supuse que no le simpatizaba que alguien llegara a las corridas justo cuando estaban por cerrar. Me resigné a buscarlo solo y gracias a las indicaciones de mi amigo no tardé en diferenciar en el noveno anaquel el lomo rojo y gastado que se me mostraba entre todos los demás. Cuando lo tuve en mis manos no podía creer la formidable casualidad: John Wilkins, Formas del espanto, Ed.1782. Había acertado, incluso, en la fecha de publicación. Empecé a hojearlo en una mezcla de incredulidad y miedo aunque en una rápida lectura nada parecía tener de extraño, ya que reunía apenas relatos de ficción y terror propios de la época. Casi había superado el asombro cuando a punto de levantarme, y en medio de un silencio profundo, advertí la cita absurda, en la que Wilkins reseñaba mi nombre y mis libros, y me describía como un personaje desesperado, solo, sentado de noche en una librería ya cerrada, cientos de años después.