miércoles, 13 de enero de 2016

Citas

Me enteré de refilón, hurgando entre las bibliotecas. Me sonaba que ese tal Barry D. James en verdad no existía, que no era más que un excéntrico invento del autor, tanto como la obra que le adjudicaba. No me equivoqué y me sentí cómplice del viejo escritor pensando en cómo engañaba a sus lectores creando a diestra y siniestra obras y autores que sólo provenían de su imaginación maligna. Y como todo texto lleno de citas, tenía la solemnidad y seriedad de alguien que despliega su erudición y la comparte con sus seguidores. Pensé incluso que lo podía atrapar en otra de sus remisiones falsas y di -al menos- con cuatro. A partir de ahí admiré por años su valentía para desafiar a los lectores con semejantes referencias a riesgo de que se supiera que eran apócrifas.
Un tiempo después empecé a hacer lo mismo con mis libros y me divertía pensar que estaba llenando los relatos de citas falsas, aunque muy cada tanto me encontraba un lector curioso que me preguntaba sobre tal o cual autor al que después de mucho investigar no había encontrado, pero yo le doblaba la apuesta diciendo que buscara mejor, que era un autor de culto o casi no editado... Hasta que una noche un amigo, con la voz entrecortada, me dijo que curioseando en una librería había dado de casualidad con un escritor y su libro, aunque él sabía que eran los dos inventados por mí. Me detalló el anaquel donde aparecía contante y sonante el autor del siglo XVIII que se me había ocurrido y exactamente el mismo título del libro que yo le había adjudicado al azar. Llegué desesperado antes de que cerraran y pedí el libro. El librero no parecía querer atenderme y supuse que no le simpatizaba que alguien llegara a las corridas justo cuando estaban por cerrar. Me resigné a buscarlo solo y gracias a las indicaciones de mi amigo no tardé en diferenciar en el noveno anaquel el lomo rojo y gastado que se me mostraba entre todos los demás. Cuando lo tuve en mis manos no podía creer la formidable casualidad: John Wilkins, Formas del espanto, Ed.1782. Había acertado, incluso, en la fecha de publicación. Empecé a hojearlo en una mezcla de incredulidad y miedo aunque en una rápida lectura nada parecía tener de extraño, ya que reunía apenas relatos de ficción y terror propios de la época. Casi había superado el asombro cuando a punto de levantarme, y en medio de un silencio profundo, advertí la cita absurda, en la que Wilkins reseñaba mi nombre y mis libros, y me describía como un personaje desesperado, solo, sentado de noche en una librería ya cerrada, cientos de años después.

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