jueves, 31 de diciembre de 2015

31

Siempre a esta altura la misma historia, y todo por culpa de Estela, la amiga de mi abuela que aquella tarde me dio esa hoja cortada de una revista donde venían los típicos decálogos de buenos consejos para escribir. Todavía recuerdo que con cierta indiferencia la doblé y la puse en el bolsillo del jean mientras ella me explicaba que eran como mandamientos sagrados para redactar respetablemente. Al final de la lista venía algo así como: no deje historias para el año siguiente, organícese para escribir de un modo ordenado y llegar al 31 de diciembre con todas las ideas terminadas. Pues bien: nada de eso. En mi caso es siempre el caos, los papelitos con ideas, las tramas inconclusas, las que se mezclan entre sí en los más variados meses del año, los olvidos...todo colaborando para que llegue el último día del calendario y se junten en la puerta de mi casa innumerables personajes, fechas, diálogos, descripciones...una masa enorme e incoherente de cosas que muy lejos están de convertirse en un cuento. Y todos exigen ser escritos - con enojo y desesperación - antes de que den las benditas 12. Pero ya se sabe, fin de año....los nervios, las compras de último momento, la locura de salir a las diez de la noche en medio de ensaladas, postres y gritos, y yo con el temor de saber que allí están, como un ejército silencioso, enojados, esperando en la puerta y dispuestos a cualquier cosa por pasar al papel, por ser al menos parte de alguna mínima historia y así sobrevivir. Todos los 31 lo mismo, yo muerto de miedo dentro de mi casa porque no he cumplido con el mandato de la revista, y mi familia que me grita desde el auto, ya son las 10 y cuarto, las y veinte, empiezan las bocinas cada vez más seguidas, hasta que respiro hondo, tomo fuerzas y llavero en mano salgo de mi casa a la espera de lo peor, del golpe, del empujón, del grito, del entendible reclamo de todos esos que quedaron fuera de sus historias y camino hacia el auto mirando el piso, sin levantar ni por un instante la cabeza, y creo sentir un insulto apagado, algo que me roza con violencia y llantos de desesperación. Disimulo, recibo en el auto los últimos reproches familiares por mi tardanza y arranco con la vista puesta en el frente, mientras creo percibir el reflejo y el aliento en mi ventana de una niña que me siguió hasta el final y que implora piedad, que no la deje allí, que por favor de algún modo la lleve al lápiz y papel antes de las 12, y yo le hago una leve seña con la mano para darle algo de esperanza. Acelero entonces y trato de llegar lo antes posible a destino, bordeando esta locura del final del 31, y pienso en alguna historia para la niña pero no se me ocurre nada, y se me llenan los ojos de lágrimas, pero disimulo mirando siempre hacia adelante, todo en medio de comidas, postres, gritos, teléfonos que suenan, olor a perfume y a cabellos infantiles recién bañados.

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