martes, 28 de febrero de 2017

Decisión 

Me interno en el bosque de la centenaria finca de mi abuela. Ella sigue en coma, y no hay mejor candidato para cuidarla que yo, solterón bohemio sin muchos ingresos y el sostén ideal en este tipo de asunto para el resto de la familia, que sigue en su trajín diario, con las obligaciones, los chicos y las escuelas. He decidido dejar de lado los rumores de fantasmas que rodean a este caserón y el crimen irresuelto del excesivo señor Kingsley, el cual -definitivamente- debería quedar en el olvido para mi gusto. Ocupo la pieza donde presumiblemente fue el asesinato y dejo allí mis libros favoritos. 
Tomo uno al azar. Acomodo la almohada con desgano y ya siento el aire fresco que entra por la pequeña ventana. Los ruidos de la noche empiezan a invadirlo todo, y el silencio también mueve sus fichas. Ya nada me importa. No me sugestiona ni la pieza que me sirve de morada ni mi abuela a unos pocos metros. Aprovecho para hacer un último exorcismo racional y dejo definitivamente atrás las suspicacias de crímenes irresueltos en la finca. Me gana un cansancio profundo. Apenas me permiten los ojos visitar a Conrad durante unos segundos. Creo entrever en los últimos párrafos -llenos de vigilia- a un par de personajes sórdidos y una víctima inevitable. Apenas logro dejar el libro mientras apago la lámpara. En ese instante mínimo en que la luz se va y todo se vuelve sombra distingo al señor Kingsley y a mi abuela en su camisón parados en silencio, apenas respirando. Mis ojos se cierran. 
Decido entonces fatalmente que la vigilia me ha invadido y que la imaginación ha hecho el resto...Ya estoy soñando-arriesgo- y mañana esto será buen argumento para un cuento. En ese sencillo ejercicio de libertad se va mi vida. Ya percibo cómo los primeros pasos en la madera y el sordo ruido de un cuchillo acaban con esta historia.

domingo, 5 de febrero de 2017

VECINOS


Y otra vez tener que mirar de reojo, así como distraído, a la señora de la izquierda,... tan desvencijada, tan desarmada, con olor a cigarrillo y a rouge, a sudor cansado... La verdad es que sus cincuenta y tantos eran más que suficientes para descartarla como opción salvadora en ese momento.
La secretaria del vestido blanco, en cambio, estaba bastante mejor, pero pobre, con la cara de susto que llevaba encima costaba mucho encararla para iniciar cualquier conversación.
Me sentí solo.
Los demás éramos hombres... unos siete u ocho. No quise detenerme a contar con exactitud, supuse que ya no valía la pena. Todo pasaba bastante rápido, se escapaban algunas sonrisas de resignación, y en general permanecimos callados.
Alcancé a pensar en varias cosas, pero mis vecinos más inmediatos, la cincuentona y el viejo parco de saco gris, me desconcentraban con sus caras extrañas, sus gestos incomprensibles. Era raro tener que asociarlos a mí en ese viaje que habíamos emprendido juntos... Ese grupo me enojaba, me parecía terriblemente arbitrario e injusto, pero no tenía más chances... Supongo que ellos tampoco, y no los culpo si mi pinta de introvertido no les cayó bien. Es cierto que he sido siempre antisocial, y en situaciones tan pasajeras como ésa, (no más que una convivencia compulsiva y molesta propia del siglo XXI) prefiero tratar a la gente lo mínimo indispensable y borrarla de mi memoria rápidamente...
Pero aquella vez era especial, no sé..., ese aquelarre de expresiones extrañas se agolpaba en un desfile desorganizado y violento, segundo a segundo, al compás de mis ojos ansiosos, que querían abarcar rápidamente todo el lugar y todas las muecas.
Los demás tipos no parecían conocerse entre ellos. Creo que eso me reconfortó. De otro modo me hubiera sentido bastante más solo. 
Nos  faltaba  poco  para  llegar,  y  empecé a pensar que sería irreversible, y que estaríamos allí tarde o temprano.
Confieso que a mí no me quedaba mucho por hacer ya con setenta y seis años sobre las espaldas, y me sentí bastante liviano de equipaje. María y los chicos se repondrían bien después de enterarse, confiaba mucho en ellos y los recordé en paz... pero se me ocurrió pensar que quizás los demás estaban repentinamente tirando por la borda con muchas cosas propias, y que eso los torturaba o los llenaba de culpas. Hasta en la cincuentona pensé, y de algún modo sentí lástima también por ella.
Estábamos muy apretados, pero eso lo noté recién al final, cuando supe que ya no podría salir de allí.
La incomodidad nos agobiaba, pero mantuvimos un extraño silencio que jamás me voy a poder arrancar de la memoria.
Los últimos instantes sé que fueron de deseos enormes y de pobres resignaciones. Pude notarlo en sus miradas.
Finalmente, unos treinta segundos después del inicio del viaje, del que recuerdo sólo sonrisas amables y saludos educados, el ascensor que tomamos en el piso once se destrozó violentamente contra el subsuelo.
Y sentimos, acaso, el raro alivio de no tener que mirarnos más. 

jueves, 2 de febrero de 2017



56 SUR



La medida de las cosas es siempre la medida de las cosas, y poco importa la pobre incidencia de un viaje - un sencillo, un cotidiano viaje en micro- desde una esquina del centro hasta mi casa en el sur... Menos importa aún la sensación de que el tiempo es lineal, y de que mis cuarenta y ocho años han tirado por la borda con cuarenta y ocho años de cosas que jamás fueron, que se quedaron para siempre fuera de este micro,... este micro que, en cambio, si soy yo, sí es mi presente de regularidades, de cosas concretas y palpables,... sobre cuatro ruedas obedientes que van desde una esquina en el centro hasta mi casa en el sur.

Tampoco importa que ella suba ahora, como desde siempre, los dos escalones que hay hasta el chofer, y hasta esa posibilidad oscura e irreal que me hiela los huesos,... dos escalones listos para impulsarla en un salto sobre el tiempo, cayendo directamente en mi humanidad sorprendida, indefensa, y víctima de su propio orden.

Las señoras de negro que tengo enfrente, pobres, jamás imaginarían, desde sus mundos pequeños de chismes y decadencias, que ella está por voltear otra vez la secuencia ordenada de todo, causando un desastre horroroso y abismal en este cincuenta y seis quejoso que nos lleva a nuestros hogares (esta tumba errante, cómplice de lata de las cosas diarias...). No saben nada las señoras, definitivamente no saben nada... Ni tampoco el tipo de al lado de ellas, ni los chicos que viajan atrás...

Entonces, sí, ella avanza.

Pero nada puedo hacer para evitar la trizadura de esa delgadísima capa de realidad que cubre todas las cosas... Se me acerca en pasos lentos, graves, pesados, casi como cumpliendo una condena impuesta. Yo la espero en silencio, rogando que el orden se imponga de alguna manera otra vez, y que esto sólo sea otra estúpida jugada de mi imaginación de mal escritor... (porque   todo   bien   podría  acabar   en   risas   cómplices,  en recuerdos mutuos, en certezas de lo bien que la pasamos, de aquel noviazgo de juventud, de que nunca te olvidé, pero miráme ahora, que ya estoy vieja y con chicos, te acordás, qué lindos días pasamos, qué cosa, cómo pasa el tiempo, y vos cómo estás).

Pero yo sé bien que ella no se detendrá jamás en ese momento inerte, mediocre y cómodo que ayuda a empujar el tiempo hacia adelante. Entonces me resigno, y le hago el espacio de siempre. Y otra vez el juego de las miradas cruzadas, de los pactos ocultos, de los sueños truncos. Otra vez el juego, y entonces ella, que se sienta muy a mi lado... mientras los demás pasajeros del cincuenta y seis viven ese caótico instante como uno más, y siguen hundiéndose en su tiempo congelado, con relojes, mañanas y ayeres inapelables.

Tiemblo como una hoja, como todos los días a esta recontra maldita hora, y vuelvo a entregarme indefenso al ritual, a la demencia, a los roles, al espanto. Y ella se sienta, me toma la mano, me besa, me cuenta lo de siempre, que su flor preferida es el clavel, como ése que llevo en el saco, pero qué casualidad, besándome adolescentemente, apoyando la cabeza en mi hombro, tratando con el alma que el micro nunca llegue a la esquina, a esa esquina en la que el tiempo, disgustado, pone todo nuevamente en su lugar, y vuelta entonces a los tres hijos, y al esposo de tanto tiempo, y a la casa de tantos años inútiles...

Esos largos y absurdos treinta años después de un amor que quizás nos dejó mal... un poco inciertos, un poco difusos. Como con miedo al tiempo...

El mismo miedo dulce y grave a este pasado extraño, y cada vez más borroso... Y a la suave demencia de tener que tomar siempre el cincuenta y seis.