lunes, 27 de abril de 2015

Ruidos

Un llavero cae en la espera de la cola del cine. El episodio se pierde en la infinidad de ruidos modernos. El dueño apenas le dedica un movimiento de manos y cierta inclinación de espalda para recuperarlo. Pero los objetos saben que ha ocurrido mucho más que éso. Podrían describir al detalle porqué ese instante de distracción en verdad impidió que él la viera pasar y que unos minutos después sus vidas cambiaran para siempre. Sin embargo el milenario pacto de silencio entre las cosas se mantiene estoico, por lo que no hay explicación, ni aviso, ni nada. 

El tipo ahora mete el llavero en el bolsillo mientras mira el reloj, que nunca avanza, y se queja de su tediosa vida. A lo lejos, un cuadro imperceptiblemente llora.
Multas
La tía Ludina dejó el libro gastado sobre su mesa de luz durante semanas. Yo no podía soportar que no lo devolviera a la biblioteca como correspondía (no nos llevábamos bien, y quizás dejarlo a plena vista fuera una pequeña venganza por vaya a saber qué cosas que no le gustaban de mí.) El autor era, supe después, un checo desconocido para el gran mundo de la literatura, pero seguramente de culto para ella. Me sugería cada tanto -y con razón- que yo era un mal lector, y quizás dejar que cada tanto me asomara a sus extraños autores era también parte de una competencia velada entre nosotros que ya llevaba años. Recuerdo que en los pocos diálogos que nos permitimos emergieron dos o tres escritores geniales.
Hace unos días Ludina murió, y a costa de pagar una buena multa tengo que devolver el libro.
Hojeo las primeras páginas. El café se enfría de tanto esperarme. El libro me devora y recién lo suelto unas tres horas después, cuando la noche ya hace un buen rato llegó y la biblioteca seguramente ha cerrado.
Me resigno a devolverlo a la mañana siguiente y vuelvo a degustarlo hasta casi las tres de la mañana. Recaliento el café y en un abrir y cerrar de ojos estoy frente a la señora de la biblioteca, que mira con prolijidad obsesiva el cartelito de préstamo y saca la cuenta de la multa. Me molesto, pero quizás la tía Ludina merezca ese homenaje por haber acertado con exquisitez ese libro póstumo. "Probablemente sea un legado", pienso nervioso, y en un momento demencial salgo corriendo con el libro mientras la bibliotecaria me mira asustada y balbucea un par de amenazas.
Llego agitado hasta el puente -casi al final del pueblo- y pienso que ya no puedo volver a mi casa porque tarde o temprano la señora aparecerá buscándolo, con una multa ya sideral. Deduzco que ese libro me acompañará por siempre, y termino de intuir el mensaje de la tía. Pienso -con temprana nostalgia- en mis padres y mis amigos, y en cuánto los voy a extrañar.
Tomo el primer tren hacia la montaña, me miro el aspecto desgarbado pero me hace feliz apretar el libro como una extraña joya.
Todo cobra sentido ahora, como un hilo que por fin se enhebra.
Serán muchos años recorriendo infinidad de bibliotecas para tratar de dar con las otras obras del checo, robarlas, huir, y correr... evitando bibliotecarios exasperantes, que me odiarán en los más variados idiomas, hasta el fin de mis días.

domingo, 26 de abril de 2015

Reyes

De a poco los jugadores se miden los gestos y el nerviosismo. Las blancas -aparentemente- tienen que salir del encierro donde torpemente han llegado, pero todos los que miramos el partido sabemos que será a costa de sacrificar la dama. El clima está tenso. El viejo coronel de la otra cuadra ha venido por primera vez a la plaza y no puede ocultar la curiosidad por el desenlace. Se toca la barba nervioso y alcanza a meter las manos en el saco gastado cuando se escucha "jaque". Confieso que no vi venir esa jugada, la reina está a salvo y de repente las negras ponen en problemas a una torre y el rey negros. El coronel sonríe. Yo lo miro y me lo imagino haciendo sus deducciones estratégicas de viejo militar. El partido sigue lentamente. Uno de los  vecinos toca al coronel en el hombro y un rato después se han alejado del grupo, debajo de unos árboles. Se los ve discutir aunque demasiado lejos para que yo pueda advertir de qué se trata. La negras dan mate, el coronel cae en el pasto y todos corremos a ver qué ha pasado.

sábado, 25 de abril de 2015

Encuentro

Esquina del centro, bullicio y rutina. Repentinamente, el ministro Ramírez se encuentra, después de décadas, con su señorita Adriana, la misma que en cuarto grado de la primaria lo torturó con el maldito poema de la página 61, asunto que excesivos problemas le trajo en la casa al pobre Ramírez…

Se miraron con odio profundo, y el encuentro casi detuvo el ritmo de la ciudad. No había detrás de eso ningún cariño de escuela que pasara por alto los deberes mutuos y que con nostalgia hiciera compinches a sus protagonistas. El asunto, otra vez, era el poema. Ramírez, ya ministro, ingeniero establecido y formal padre de familia, ensayó algunos reproches escudado en su aspecto actual y en su evidentemente exitosa vida. Le recriminó el hecho todo lo que pudo, pero la mirada de la señorita Adriana era tenaz:

- El poema, Ramírez… Dígame el poema… usted es un inútil incapaz de aprender un sencillo poema.

Ahora el ingeniero no albergaba dudas, tenía enfrente a la persona que más odiaba en la Tierra. Pero no sabía el poema. Ella lo confirmó…, con una mirada triunfal tomó del piso las bolsas de la despensa y con sus añosas piernas reinició su camino.

Esa noche, ante el asombro de su esposa, el ministro revolvía angustiado los trastos viejos del desván en busca de sus libros de la escuela.
Finales

Muchos años después de la última visita, desgarbado y perdido en su altillo, el viejo saltó de la cama y se zambulló en la novela, cuyo final incierto lo había tenido a maltraer la última década. Endemoniado garabateó los últimos diálogos y enfiló hacia el punto final seguro de que -por fin- había dado con el cierre perfecto.
La madera de la puerta sonó entonces con violencia.
Él sabía que la muerte vendría a buscarlo justo en ese instante de inspiración. Infinidad de veces la había invocado con desesperación para que se lo llevara en medio de las noches de whisky y soledad. Pero ella era perversa y eligió ese momento de adrenalina, en que el argumento fluía solo, para llevárselo.

- Ni se te ocurra...- gritó el viejo.

Los hijos, en el piso de abajo, empezaron a temer por la salud del escritor pero preferían que esos gritos de delirio se calmaran solos en vez de ir a molestarlo con preguntas incómodas.
Lo dejaron solo
La muerte golpeaba cada vez con más fuerza y ya había trizaduras en la madera vieja. El escritor, ensimismado en el final, entendió que no llegaba, que la puerta iba a ceder antes de que plasmara el último párrafo. Entonces le propuso incluirla en el final del relato y así calmar su sed de protagonismo.
Los golpes se detuvieron. El viejo respiró y le balbuceó un par de ideas donde la muerte hacía su entrada triunfal. No había respuesta, pero eso ya era un paso adelante. Con timidez, sacrificando la inspiración que lo había arrebatado minutos antes, incluyó a su nuevo personaje dándole a la novela un final respetable, pero no genial.
El silencio continuaba detrás de la puerta.
La tristeza lo invadió hasta el límite, terminó el whisky viejo y un fuerte dolor en el pecho le paralizó el cuerpo entero. Cerró los ojos.
Los hijos se calmaron ante el inesperado silencio y decidieron ir a caminar al campo -en medio del otoño incipiente- para dejarlo tranquilo. Unos metros más allá encontraron a una anciana perdida. Le indicaron cómo llegar a la estación de trenes tomando el sendero de los álamos. La vieron partir apurada, y con flores silvestres ya marchitas en la mano.
Empezaba el frío de la penumbra. A lo lejos ya se escuchaba el quejoso tren de las nueve.

miércoles, 22 de abril de 2015

Rompecabezas

La cosa sucede más o menos así. Vos vas por la calle con un cuento que te estalla en la mente. Lo tenés listo, no ves la hora de llegar al papel y la tinta, a la pc, o lo que sea para que no se te diluya ente las neuronas. Quizás te falten algunos diálogos y pasajes pero el núcleo duro no se te escapa ni de casualidad. Sentís el hormigueo maravilloso de la inspiración, esa sensación que se parece a dar a luz porque desde la nada misma aparece una historia. Pero... siempre hay un pero, la madre caminando con la hija por la vereda en dirección opuesta a la tuya, y el comentario como al pasar, que para ellas será parte de una charla más, pero que en tu sensible panorama literario es una bomba que vuela todo en pedacitos. Sin más le dice que cuando era chica hacían rompecabezas con la hermana en vez de comprarlos. Así nomás. Y el cuento que tenías en mente, obediente, se mutila en decenas de pedazos.


- Y como te decía, el tío no tiene porqué enterarse, es en medio del bosque y si no se nos escapa la lengua pasará el tiempo y se perderá en el olvido.- me aseguró mientras mirábamos su foto.
Mucho tiempo atrás la casa del tío Carlos era lugar de reuniones hasta que empezaron los problemas entre los primos y la señora Haydée.
Sin embargo el bosque parece querer camuflar para siempre la tumba de Haydée, y todo colaboran con indiferencia y rutina.
Cuando todo era calma nos reunimos para decidir el destino de los primos.

Te das vuelta. El cuento en tu cabeza ha quedado desarmado y las mirás con odio. Apenas si podés retener la trama de Haydée, las razones de haberla mandado para el otro lado y los odios familiares.
Te quedás pensando. Madre e hija ya cruzan la calle, indiferentes.
El cuento era bueno, vos lo sabés. Pero ellas se lo llevaron para siempre en su versión original. A vos te quedó el rompecabezas, las frases inconexas, la nostalgia de lo que pudo ser, la incipiente impotencia, la noche inevitable.