martes, 29 de abril de 2014

Página 78

Quizás no haya sido el mejor nieto, es cierto. Pero mi abuelo era hosco y de pocas pulgas. Nunca fue cariñoso con nosotros y se limitaba a retarnos por las diabluras de la siesta. Aún están las marcas de nuestras navajas en el ombú que él tanto quería. Cuidaba mucho a mi abuela, que vivía leyendo vorazmente de a tres y cuatro libros y no se comparaba a otras abuelas, tanto más dulces que tenían mis amiguitos de antaño. 
Por eso lo de los señaladores. Cuando se me ocurrió por primera vez entendí que iba a ser una tentación inevitable. Esperaba paciente y cuando ella se recostaba en el sillón después de almorzar me acercaba en silencio y cambiaba todos los señaladores de las páginas donde estaban. Lo demás era esperar a ver su ceño fruncido, sus insultos en gallego antiguo y alguna que otra discusión con quien anduviera cerca. Lo difícil era tratar de evitar la risa escondido detrás del otro sillón. 
Cuando el abuelo se dio cuenta me llevó de la oreja afuera y me dijo amenazante que no lo volviera a hacer ni una vez más, porque él haría lo mismo conmigo. No me gustó su mirada. Vi algo en sus ojos que nunca había advertido antes. Y tampoco entendí la amenaza porque yo en ese tiempo no leía libros y mucho menos usaba señaladores.... El miedo duró algunos meses hasta que otra vez me ganó la tentación. El aburrimiento de la siesta era demasiado y de nuevo la vi acostada, dormitando esos veinte minutos sagrados. Me aseguré que el abuelo no anduviera cerca y los cambié todos de lugar. Me resigné a no ver el resultado en persona y fui a jugar con mis amigos lejos de la finca.

Ya llegada la noche el viejo me esperaba afuera sentado, fumando. Disimulé todo lo que pude y saludé a mis padres que nos habían ido a buscar. Cuando pasé a sus lado sólo murmuró... "No te conviene ir a dormir". 
Esa noche sentí mucho miedo, pero finalmente el sueño me ganó.
Tenía 9 años, lo recuerdo bien. 
Pero he despertado con 78, una cara y un cuerpo extraños..., una anciana que comparte la cama conmigo y voces de personas que desconozco por completo. 
Apenas si logro reconocer algunos ambientes de la vieja finca.

No entiendo qué puede haber ocurrido

lunes, 28 de abril de 2014


Rieles

Un tipo en bicicleta dobla rápido y mal en una esquina, atropellando a un niño que jugaba en el cordón de la vereda. Lo deja en el suelo bastante golpeado. Desesperado, frena al primer auto que ve y salen muy rápido hacia un sanatorio cercano. El conductor, nervioso por el tráfico del momento y por el aspecto del chico, maniobra bruscamente y se lleva por delante al conductor de una moto que esperaba el rojo del semáforo unas esquinas más adelante. La gente ayuda a sacar al motociclista de abajo del auto, que ha quedado cruzado en la calle, y lo suben en el asiento de atrás semi-inconsciente, junto al niño. Al empezar a salir de allí una camioneta que no los había divisado los sacude de un golpe seco, hiriendo seriamente al ciclista y dejando desmayado al conductor del auto. No tarda mucho en llegar una ambulancia. Los sorprendidos enfermeros tienen que sacar a cuatro personas maltrechas de adentro del auto mientras el conductor de la camioneta maldice por su mala suerte. El estado del niño parece haber empeorado y el ciclista tiene problemas para respirar. La ambulancia sale rauda y su conductor entiende que el sanatorio no es buena opción para tantos heridos. Opta por el hospital del centro, para lo cual toma por la autopista a gran velocidad y calcula unos cinco minutos de viaje hasta llegar a destino. Pero apenas puede maniobrar unos cientos de metros. Es demasiada la velocidad para evitar impactar con un viejo camión literalmente parado en medio de la autopista. El furgón de la ambulancia prácticamente se mete debajo del camión, dejando heridas y hemorragias gravísimas en el conductor y el enfermero que lo acompañaba. El escándalo es inmediato, y tarda menos en llegar la televisión que un par de ambulancias desde el mismo hospital. La policía va distribuyendo el tránsito y permite a las ambulancias abrirse camino otra vez a gran velocidad. Todo parece marchar bien esta vez, y quizá los heridos sean atendidos con rapidez. Sólo resta llegar al hospital que ya se divisa a unos quinientos metros. Las ambulancias aceleran seguras de llegar a destino. Nada de tráfico. Apenas si queda cruzar las vías abandonada para entrar por el portón de emergencias del hospital. Sólo queda cruzar las vías del tren, nada más que eso...Casi no quedan registros del sonido de los trenes entre la gente del lugar. Apenas lo retienen algunos viejos memoriosos. Y también el nuevo Intendente, que ahora oye las sirenas de las ambulancias y mira sobre su hombro, casi indiferente, mientras termina su whisky en un bar cercano, satisfecho por el acto de reinaguración y por la popularidad ganada a cambio de nada, unos pocos trámites para la refacción de los durmientes rotos y la reparación de la máquina, tanto insistir los vecinos, bueno ahí tienen, otra vez ese sonido viejo y gastado de la locomotora, otra vez la antigua reliquia del pueblo, que ahora parece rabiosa, casi feliz, como enceguecida de furia por tanto tiempo perdido, empinándose soberbia de velocidad sobre los rieles, que inevitablemente, que con perversa calma. 

viernes, 25 de abril de 2014

Proyectos

Son seis habitaciones y dos pasillos transversales. Hay que andar con mucho cuidado para no perderse, porque  los cuadros colgados cada tanto no son buena señal... se parecen demasiado entre sí.
Tengo en la mano tu papel con las instrucciones, un poco arrugado, pero me he prometido no consultarlo de no ser absolutamente necesario. Avanzo con algo de miedo, de a poco se va la luz de la tarde y llega el silencio.  Recuerdo uno a uno los capítulos de las habitaciones. Quemamos juntos los originales de la novela después de esa pelea absurda, pero retengo casi al detalle el desarrollo y las descripciones de la casa.
No puedo creer que hayas convencido a tu esposo de construirla y después abandonarla. Pero lo hiciste, como me convencías a mí de cualquier cosa a tu antojo. Por momentos pienso que ambos, él y yo, no somos más que instrumentos de un plan tuyo que no podemos vislumbrar. 
Me acerco al primer pasillo y me emociona ver la foto de nuestra juventud exactamente donde dijiste que estaría, en la segunda habitación, disimulada atrás de la puerta. La tomo con cuidado y la guardo en el saco, a la espera de la siguiente pista. La tercera y cuarta habitación están estrictamente prohibidas para mí tal cual decía la novela, y soy obediente a ese deseo tuyo. De todos modos me detengo a mirarlas un rato, a la espera de algún ruido o algo que delate el porqué de esa prohibición. Pero no ocurre nada. Pocos pasos me separan del segundo pasillo y de las dos últimas habitaciones, que tal como las describimos y lo retengo en la memoria, son notablemente más grandes. 
Respiro profundo y maldigo mi vicio del cigarrillo mientras prendo uno. El primer picaporte se deja abrir sin resistencia. Y acá comienza el juego. Acá es donde apostás fuerte contra mi desmemoria, donde probablemente ganes y me dejes a merced del puro azar. Entonces tiemblo, saco el papel arrugado y consulto contra mi voluntad aquello que escribiste a las apuradas en ese café del centro de París que nos vio por última vez juntos. 
Sonrío. Lo único que me decís ahí es que estoy -justamente- en la habitación prohibida, y que ya no es necesario seguir, porque de a poco la novela otra vez es fuego,... y mientras arden las primeras habitaciones y se dejan ver las llamas ya todo da igual,  y me llena de melancolía nuestra juventud, cuando todo era amor y proyectos de una casa extraña y de buena literatura.

sábado, 19 de abril de 2014

Elecciones 

Soy la muerte- dijo la señora sentándose en mi mesa del café- y estoy de muy mal humor así que no quiero escándalos ni planteos raros. Mientras pido algo para tomar lo único que te propongo si es que, si no querés venir conmigo, elijas a mi próxima víctima entre toda esa gente que pasa por la calle.
Me quedé sin respiración.
Se la veía educada y de categoría, pero sonaba irritada y de mal semblante.
A los pocos segundos, de un manotazo cerró mi cuaderno de bastante mal modo.
Luego de que la atendió el mozo me miró amenazante.

- O elegís a uno o te venís conmigo. Para mí esto es sólo un pasatiempo...

Miré con pavor por el ventanal del café, me resigné a la situación y traté al menos de encontrar algún anciano para ser lo menos injusto posible, pero no veía ninguno.

- Verás que no es tan fácil...- dijo luego del primer trago al café- pero después te resulta indiferente cualquiera.

Hice una pausa temeraria que para mí duró siglos y por fin apareció un señor mayor caminando por la esquina.
Antes de que le dijera nada de mi elección la mujer hizo chasquear los dedos con cierto desdén mientras me miraba fijo a los ojos.
El hombre cayó desplomado y de inmediato la gente se juntó en la vereda a intentar auxiliarlo.
Ella me dedicó una sonrisa irónica y terminó el café de un sorbo. Luego salió sin saludarme y disimuló curiosidad entre la gente para ver qué le había pasado al viejo.
La vi desaparecer rápido entre los autos, el smog y las personas que se sumaban en la vereda.

Por mucho tiempo he evitado esa mesa maldita, pero esta tarde es la única vacía.
Creo que ya es mi tiempo.
A mi edad no es improbable que algún joven me elija y me señale con el dedo en ese mismo juego de antaño y le diga a la señora con alguna frialdad... "Ese viejo... el que garabatea su cuaderno nervioso... ahí...en la mesa del café."

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sábado, 12 de abril de 2014

REUNIÓN DE AMIGOS

Nadie se asomó después del disparo. Yo me hice el distraído y cerré la cortina de la cocina, como si nada hubiera pasado. Los invitados hicieron lo suyo… nadie reaccionó mal ni se puso a hacer preguntas. Al rato, el asunto ya era parte del pasado y recién al día siguiente -cuando vimos el cadáver debajo de los papeles en la portada de los diarios- nos dimos cuenta que ese balazo fue el mismo que escuchamos. Pregunté entre los vecinos si alguien sabía algo, pero no obtuve mucho más que rumores. Prendí esa noche la lámpara de la mesita de luz, dispuesto a perder el asunto en el olvido, y me dormí en medio de mi acostumbrada soledad.
 Fue entonces cuando Oscar, medio a los golpes, me levantó sin siquiera hablarme. No me quejé. Me senté en la cama y me dispuse a escucharlo.
- Dale que nos vamos – susurró mientras sacaba unos libros de mi biblioteca y dejaba un tinto a medio tomar en la repisa.
- ¿Qué pasa….? – no pude resistirme a preguntarle
- Dale… boludo… dale que nos vamos
Los álamos del otoño se veían imponentes afuera de la casa. Sentí miedo. No supe adónde íbamos, y al rato el viejo Dodge de Oscar arrancó obediente con nosotros dentro.
Eran casi las dos de la mañana. Silencio profundo, nadie en las calles. Entonces se escuchó un disparo. Sentí un calor intenso en el pecho y sé que Oscar me empujó del auto con fuerza antes de acelerar. Entendí que no tenía esperanza alguna cuando -allí tirado e inmóvil- alguien me cubrió con papeles…, y menos aún al divisar un hombre mirándome indiferente y cerrando la cortina de su casa, en medio del ruidoso murmullo de una reunión de amigos.

ENCUENTRO

Esquina del centro, bullicio y rutina. Repentinamente, el ministro Ramírez se encuentra, después de décadas, con su señorita Adriana, la misma que en cuarto grado de la primaria lo torturó con el maldito poema de la página 61, asunto que excesivos problemas le trajo en la casa al pobre Ramírez…

Se miraron con odio profundo, y el encuentro casi detuvo el ritmo de la ciudad. No había detrás de eso ningún cariño de escuela que pasara por alto los deberes mutuos y que con nostalgia hiciera compinches a sus protagonistas. El asunto, otra vez, era el poema. Ramírez, ya ministro, ingeniero establecido y formal padre de familia, ensayó algunos reproches escudado en su aspecto actual y en su evidentemente exitosa vida. Le recriminó el hecho todo lo que pudo, pero la mirada de la señorita Adriana era tenaz:
- El poema, Ramírez… Dígame el poema… usted es un inútil incapaz de aprender un sencillo poema.

Ahora el ingeniero no albergaba dudas, tenía enfrente a la persona que más odiaba en la Tierra. Pero no sabía el poema. Ella lo confirmó…, con una mirada triunfal tomó del piso las bolsas de la despensa y con sus añosas piernas reinició su camino.

Esa noche, ante el asombro de su esposa, el ministro revolvía angustiado los trastos viejos del desván en busca de sus libros de la escuela.

Caminos

Hacia el fondo de la Librería apenas asomaban unas tazas de té usadas y algún abrigo olvidado. Estábamos solos y me percaté que poco podía hacer para levantar ese viernes de frío y lluvia que de a poco se nos metía en los huesos. Supe que la llamada de su madre llegaría de un momento a otro y sin muchas ganas me puse a ojear un ejemplar de la revista Sur, una de las pocas cosas valiosas allí.
Doña Elsa no se asomaba -como solía hacerlo de a ratos-, y me extrañó el silencio que llegaba desde su oficina. La llamé tímidamente a riesgo de que se enojara más de lo habitual, pero nada. Me quejé por tener que levantarme del sillón y toqué el vidrio de su puerta con suavidad.

- Doña Elsa, nos vamos...

El silencio seguía y el miedo pudo más que mi curiosidad. Con paciencia fui apagando una a una las luces y le hice una seña a Carolina para que nos fuéramos sin hacer ruido. La lluvia camufló algún descuido y por fin estábamos afuera.

En ese momento tuve que tomar la decisión de callar lo que venía planeando confesarle a Carolina. Ella hacía todo lo posible por dejarme hablar, pero me costaba balbucear las primeras palabras y así hicimos varias cuadras húmedas e incómodas.

Por fin tomé fuerzas y le expliqué que quizás la señora Elsa no existía exactamente. Me miró y sé que por su mente pasaron muchas escenas en las que si bien todo parecía indicar que Elsa estaba a unos pocos metros, Carolina nunca la había visto con sus propios ojos.

Me tomó de la mano y de algún modo me perdonó.

Probablemente mañana cerremos la puerta de Doña Elsa para siempre, aún a riesgo de algunos agónicos reclamos que puedan venir del otro lado.

Dos cuentos, apurados y distraídos, chocan inevitablemente en una esquina. El desparramo de personajes, párrafos y letras es tremendo. Se piden disculpas. La gente que observa la situación prefiere no meterse, y mira  a una prudente distancia cómo ambos se reacomodan.
Al rato nada queda en el lugar, pero todos saben que el rearmado de los relatos fue prematuro y demasiado rápido. Se van de ahí.
Más tarde -y desesperado- vuelve uno de ellos y deja abandonados a una señora con una carta trágica en la mano y a su hijo.
Llega la noche y el otro cuento no regresa a buscarla. La señora, con el hijo dormido entre los brazos, abandona la esquina para siempre y deja la carta.
De ese sencillo modo ha trastocado para siempre a la literatura. No lo sabe y no le importa. Sólo quiere alimentar a su hijo.
Ahora la carta espera con paciencia para subirse a su próximo relato. Y esa desde ahora, claro, es la esquina maldita.


Desde el callejón en Thieber St. se divisan los últimos rayos del día, contrastando con las incipientes figuras nocturnas de la parca sociedad londinense. Carlos desconfía, mira la hora y se asegura un poco de silencio en un pequeño bar cercano. Los parroquianos lo miran con desconfianza mientras él, cerveza en mano, recorre una y otra vez, durante minutos, los adornos y los libros viejos que el dueño del bar ha decidido dejar allí. Cree reconocer el lomo de una obra de Borges descansando en la repisa y agudiza la mirada para cerciorarse. Desde atrás una voz le dice -en perfecto porteño- que ése efectivamente es un antiguo ejemplar de El Aleph. Sorprendido, se da vuelta para agradecer el dato pero no hay nadie allí. Mira a su alrededor y advierte que tampoco están los que hasta hace unos momentos lo miraban con desconfianza. Decide entonces pedir la cuenta, pero el viejo dueño del bar no aparece. Su imaginación de escritor no le da paz y mientras se recuesta en la silla juega pensando que quizás todo eso es precisamente parte del Aleph, esa entidad que todo lo concentra..., incluso a él, a su soledad, a la ausencia repentina de todos allí y al viejo ejemplar borgeano.
Sonríe.
Se corre un poco.

La carta debía llegar a mediados de enero a un poblado cerca de Pennsylvania. Era de felicitación y ascenso, y el señor Waldheim no durmió por una semana esperándola. Los hijos y la esposa disimulaban la ansiedad, aunque sabían que eso cambiaría sus vidas porque gracias al probable ascenso viajarían definitivamente a establecerse en California.
El mensaje no llegó por un error del correo.
El señor Waldheim disimuló todo lo que pudo su desazón y con el tiempo el asunto pasó al olvido. Unos diez años más tarde el menor de la familia, de evidentes problemas, asesinó a la bella vecinita Shirley y desató de inmediato en el Estado el debate por la pena de muerte. Desde Nueva York, intentando cubrir el asunto con seriedad para el principal diario, invitaron a un anciano y prestigioso jurista argentino, quien viajó con su familia por unos meses a asesorar sobre la pena de muerte, el tema que había estudiado toda su vida. Ese viaje le dio la posibilidad alquilar su amplia casa en San Isidro. Al principio nadie la quiso, pero en noviembre un viejo filántropo que caminaba cerca de allí entendió que su sueño se haría realidad y decidió invertir su módica fortuna en la casona para hacerla museo. Esa decisión colmó el vaso y su esposa decidió irse para siempre, reprochándole su evidente egoísmo. En el viaje en tren a lo de su madre en la Patagonia conoció a quien sería su segundo esposo y el padre de tres niñas. La menor, reconocida historiadora y académica, fue a su vez madre de mi padre.
Ahora advierto los beneficios de los errores en el correo postal.

viernes, 11 de abril de 2014

Juegos

Llovía.
Estaba lleno de policías y gente curiosa.
El tipo me lo explicó sin sobresaltarse y en medio de las últimas pitadas.

- Están jugando al ajedrez - dijo - ...pero no lo saben.

Más de uno en la comisaría me había advertido que era un delirante y un metido. Yo tomaba distancia de sus hipótesis en otros casos, y tampoco le contesté esta vez. Pero de a poco, casi conmigo de espaldas, me detalló la historia de los asesinatos y la interminable rivalidad entre las dos familias en Adrogué.
A medida que se detenía en cada muerte me contaba porqué la lógica en el estilo de los asesinos tenía la de una pieza específica de ajedrez. Empezó el relato por 1899 y debo reconocer que al rato me tenía completamente convencido y concentrado.

- No tome nota, por favor, relájese y escuche...- me pidió.

Hice caso.
Me llevó por todos los rincones de la historia familiar de los Suárez y los Gorriti.
Confieso que si uno aceptaba de qué modo los clasificaba y analizaba su conducta, el interminable derrotero de sangre y muerte de las dos familias bien podía ser el de un partido de ajedrez.

De repente agarró un palo e improvisó en la tierra algo como un tablero.

- Así están ahora - aclaró mientras dibujaba cinco piezas distribuidas en un rincón, muy cercanas entre sí.

Levantó la mirada, me adivinó el pensamiento y casi con sorna finalizó:

- Juegan las blancas y dan mate.

Se acomodó el saco y desapareció. Jamás pude encontrarlo.

Hace ya demasiados años del asunto. Desde ese momento he tratado de averiguar cómo y cuándo harán la jugada las blancas.
He estudiado cientos de opciones, garabateando cuadernos y estudiando biografías, en las que le asigno el ahora terrible color blanco a cada una de las familias.
Pero sólo cierra el razonamiento más terrible: la pequeña Andrea es el rey de las piezas negras.
Y el viejo Gorriti, dueño de la farmacia y conocido en el pueblo por su bondad y generosidad, el que hará, aún contra su voluntad, la jugada final.
Desde que lo advertí los sigo a sol y a sombra para evitar la masacre, pero creo que la fatalidad del destino podrá más que yo.
Estoy viejo y cansado. Un fuerte dolor de corazón me tiene en cama hace ya tres días.
Otra vez llueve, como aquella tarde.
Miro la hora y garabateo estas pocas palabras para distraerme, para evitar pensar..., para no escuchar cómo  ahora alguien toca con timidez la puerta de mi habitación disimulando un pulso tembloroso, escondiendo inútilmente manos manchadas de sangre, delatando ojos llorosos en el viejo espejo del pasillo.
Inercia

La maldita página en blanco sigue burlona, llena de inercia, de lugares comunes y previsibilidades.
No sé cómo salir de ella, ni cómo salir de vos. Son muchos años y el envión de este matrimonio cansado nos lleva por cualquier lado. A su puro antojo.
Intentamos encontrar sorpresa donde ya por definición jamás la habrá.
Intuyo a tu amante y vos mis deslices de verano. Y de invierno.
Nos miramos en el café. Me tomás la mano casi de un modo maternal.

- Los chicos ya están grandes.

Se te escapa el brillo de lo que seguramente es una lágrima.
Pido la cuenta y extrañamente, como apresurados, empezamos a llenar esta página. Nos metemos en los detalles de cómo será mi futuro departamento de soltero. Me alucina pensar que hemos decidido -de algún modo extraño- no hablar del centro de la cuestión (nuestra separación, te dejo, no me querés más, tomemos un tiempo y tantos etcéteras). No. Hemos empezado en complicidad por los asuntos laterales, por los precios de los alquileres, por la posibilidad de que quizás cada tanto me visites cuando venga alguno de los chicos. Me río. Ya imagino mi querido escritorio -hoy sepultado de libros- lleno de plantas en unos pocos días, para que por fin ganes la pulseada (una más de tantas) y aparezca por fin tu pequeño jardín interno en la casa.

Por un rato hacemos silencio. Creo que muy de a poco me soltás la mano. Evitamos mirarnos.
Suena de fondo un tango, y el tráfico de media mañana.
Y ya no somos.
Agua

 Graves los silencios que siguen a las campanas. Duelen. De a ratos salíamos del almacén a mirar para el otro lado de la ruta y la iglesia no denunciaba más sonidos de boda. Alina lloró. Su pretendido de tantos años ahora se iba en brazos de otra con el consentimiento -para colmo- de la interminable iglesia católica. No supe qué decir, la vida seguía pero no quería tener la responsabilidad de decir la trivialidad siguiente para disimular el espanto de la pobre Alina. Nos metimos en el lago por el caminito de nuestra infancia y allí nos quedamos, al borde y mojándonos los pies. Hoy la recuerdo como se recuerdan las leyendas. Sólo yo sé si en verdad ella era tan especial como dicen acá en el pueblo. Pero así son las ausencias trágicas y lo que generan en la gente. El lago lleva su nombre y las paradojas quisieron que el mismo cura que casó a Sebastián sea ahora el que le tira agua bendita bautizándolo Alina. Mis malos años de escritor y la falta de memoria ya no me permiten reconstruir en detalle lo que pasó con ella. Una y otra vez garabateo posibilidades en el cuaderno ante la mirada desconfiada de mi esposa, que siempre sospecha un romance oculto ante tanto interés por algo que pasó en la juventud. Me visto desganado. Voy al lago como todos los viernes a charlar un rato con ella y conmigo mismo. Creo que suenan las campanas de otra boda a lo lejos. Ahora el tráfico moderno apenas deja oír los sonidos del pueblo. Mientras juego con el agua entre los dedos más que recordarla me recuerdo. Me recuerdo siendo Alina, el novio ausente, el cura, mi esposa, el lago y yo. Todos disgustados y amuchados en este cuaderno de papel mojado y tinta que ahora se disuelve en azul... ahogándonos despacio... perdiéndonos en el agua, para siempre.

lunes, 7 de abril de 2014

Es tinta de la vieja, sin dudas. De la buena. Me ha manchado el saco pero el dibujo que casualmente ha dejado sigue la cadencia del traje, es como una lágrima cayendo que bien puede pasar por un diseño extravagante. Me mirás. La mancha no te gusta, pero ya estás resignada a mí y a mis descuidos. Tomás, nuestro querido Tomás, es otra vez el asunto de la reunión y no querés perder tiempo en la tinta. Me prometés que esta vez sí te vas a ocupar de él, me sugerís que dejemos a los abogados de lado, me repetís una y otra vez que las audiencias con el juez y los médicos no te gustan y que cualquier cosa que diga el niño será tomada en serio, no como otras veces. Te miro en silencio, me apasionan tus ojos vidriosos pero no te digo nada, prefiero estos instantes de belleza urbana, en que tu rostro se mezcla con ese raro paisaje que es Buenos Aires, a esta hora y desde este café. Con tolda la dulzura te tomo la mano cada vez que me dejás, aunque siempre reservás para mí alguna frase donde queda claro que sólo el niño te interesa. La tarde se desgaja, y yo me voy despidiendo de tus manos suaves, de tus ojos de madre corajuda, y otra vez renuncio a contarte cómo hace ya tiempo y abrazados vimos que Tomás era el de la ambulancia, el del accidente, el de las flores. Renuncio porque quizá así le demos vida de algún modo, entonces sí..., qué te parece si nos juntamos el martes en este mismo café y vamos viendo los detalles, los horarios, si yo te lo llevo o vos lo vas a buscar, acordáte que a veces salgo tarde y tengo miedo que nos desencontremos. Ahora me mirás disimuladamente la mancha del traje y te arranco una sonrisa con alguna ocurrencia cómplice. Ya veo que tu mamá me hace la seña desde la esquina. Como siempre, después del abrazo, las miro caminar en medio del murmullo de autos y gente. De a poco desaparecen. Y la ciudad ahora se encarga de mí, de mi dolor de padre, de este café, de esta esquina...incluso de la mancha en el traje. Nos llena de sombra, nos va borrando lentamente.