domingo, 29 de mayo de 2016

Llaman

Yo no sé si evitar una paliza en la infancia es suficiente motivo como para inventar un tío policía y así asustar a los del barrio cuando están a punto de ajusticiarte a trompadas contra el cordón de la vereda. Lo que sí me acuerdo es que era un invierno muy duro, empezaba la llovizna y ya empezaba a intuir los moretones y magullones mezclados con el ripio del asfalto. Entonces nació el tío -y al mismo tiempo- mi profusa imaginación. No recuerdo exactamente qué les dije, pero debe haber sido con mucha autoridad porque los hice retroceder a pesar de que esos de la otra cuadra eran bien matones y me la tenían jurada desde hacía tiempo. Salieron mascullando insultos y amenazas pero no me tocaron un pelo. A la noche en mi casa, sano y salvo y bajo las frazadas intenté recordar algunos rasgos de lo que dije del tío, para no pisarme después. Lo cierto es que dio resultado y en adelante lo traje a colación cada vez que me sirvió. No sólo le di el oficio de policía para zafar de la golpiza sino que después, según me iba conviniendo, le cambié de profesión, le di una familia, lo hice ir y venir varias veces de su provincia natal, Chaco, a varios lugares de Europa. La última vez fijó su residencia en Damasco y allí permaneció por un buen tiempo. La infinidad de anécdotas en que me salvó las papas su sola existencia me hacen pensar - mirando hacia atrás- que tengo una imaginación prolífica y que sobre todo he logrado mentir con una coherencia notable. Mi tío se transformó con el correr del tiempo en un personaje clave de mi existencia. Muchos me lo envidiaban, con razón. Incluso logré fundamentar su ausencia en mi casamiento sin despertar mayores sospechas y en medio del lamento general.
Por un tiempo muy largó lo dejé descansar y hasta aposté internamente a que lo fueran olvidando. La última vez lo describí como alguien acaudalado pero resentido con éste país, por lo que no pensaba volver.
La enfermedad que me ha postrado y los diagnósticos médicos ya no me dan mucho margen. He pensado en contarle a mi esposa la verdad, porque insiste en pedirle al tío algunos pesos para viajar y que me atiendan en otro lado. Pero en mi última maniobra he inventado una pelea reciente entre él y mi padre para justificar la ruptura.
Aún con esperanzas y rezos parece que no duraré más de una semana. Mis amigos disimulan cierto optimismo pero el cuerpo me denuncia dolores por todos lados. Apenas me sale un hilo de voz y estoy a punto de confesar todo, pero la más pequeña mía se asoma en la puerta del dormitorio y dice que mi tío ha llamado y que viene de visita al saber de mi convalecencia. La cara de mi esposa se ilumina y se levanta de un salto. Me paraliza el miedo pero les digo que yo quiero atender cuando suene la puerta, a lo cual todos se niegan. Les pongo mi peor mueca y me ayudan a incorporarme hasta llegar al hall de entrada. Quedo momentáneamente solo porque mi esposa ha ido a preparar algo para la inesperada visita. Trato de incorporarme bien a pesar de tantos dolores. Por un momento pienso que quizás así hubiera quedado si allá en la infancia me hubieran dado la paliza.
Por fin suena la puerta. Respiro profundo, tomo el picaporte frío con la mano derecha, y abro.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Paco

Un comentario a cuatro cuadras de donde uno está, tan lejos y tan cerca a la vez, en la verdulería del barrio, viste que lo largaron a Don Paco, el loco del caño, quién hubiera dicho, ¿pero ya pasaron quince años?, cómo puede ser, el tiempo vuela, y la gente que aún se acuerda de lo buen plomero que era, de cómo se las ingeniaba con la guitarra y de la fama de picaflor que bien ganada tenía...mirá vos el loco del caño, tanto tiempo después... volver al barrio, y no sé para qué la verdad porque su familia se fue de pura vergüenza, infierno grande..., ya se sabe, pero un día el tipo volvió con su caja de herramientas y esa increíble habilidad para arreglar todo, desde una gotera -de esas que enloquecen como la de los Sánchez- hasta lo que te imagines, tanto que el señor Sánchez mira el panfleto del barrio a las apuradas y ve Don Paco-plomero, y llama sin pensarlo porque a veces los pliegues de la realidad son tan extraños, como que si elige una verdulería es -por supuesto- la más cercana, son cuatro cuadras hasta la otra... que encima está siempre tan llena de gente y con las señoras chusmeando, y mientras tanto se acerca Don Paco... con sus herramientas tan prolijas donde esconde sutilmente ese caño que lo llevó a los titulares policiales, y los Sánchez tan contentos por terminar de una vez con la gotera, la interminable gotera.

domingo, 22 de mayo de 2016

Reunión

En la montaña se esconden secretos que mutan en leyenda las noches de fogón.
Yo supe de la reunión cuando era chico. Mi abuelo había insistido en llevarme al puesto de la precordillera. Aún recuerdo el gesto reprobatorio de mi madre, pero una autoridad que seguramente le daban los años terminó por sumir a mi padre en un silencio aprobatorio que me vio al día siguiente arriba de una camioneta, y luego sobre el caballo más manso del puesto.
A la noche estábamos, fogata mediante, escuchando historias y pasando el mate. Yo podía adivinar que cada uno era dueño de un relato, y sabía que la mujer del final de la ronda se guardaba algo fuerte. Ni siquiera la luna -imponente esa noche- se robaba mi atención. La mujer dio un sorbo largo al mate y tomó la palabra: "Mi bisabuelo era el militar del pueblo. Le habían encargado, antes que nada, protegernos de los malones. Era su obsesión. Había organizado a los hombres para hacer guardia en turnos permanentes y a las mujeres para tener todo listo si venía un ataque. Cada uno sabía cuál era su misión en caso de semejante estampida, pero durante años absolutamente nada ocurrió. Algunos empezaron a pensar que los indígenas habían emigrado más al norte o que sencillamente renunciaban a sus ataques a cambio de algo que nadie podía siquiera intuir. Una noche mi madre, sin que él lo advirtiera, lo siguió por la montaña en medio de la tupida oscuridad. Llegó silenciosamente atrás de una gran loma y ahí asistió al parco encuentro ente dos hombres. El abuelo sacó una bolsa y la entregó al cacique, intercambiaron mínimas palabras y se saludaron. Los caballos, incluso, parecían reconocerse. Mucho tiempo después, en su lecho de muerte, mi madre se animó a preguntarle por aquella noche. Él le devolvió al principio un gesto contrariado, pero luego le confesó con apenas un hilo de voz que negociaba así la paz de cada año. Mi madre entonces le preguntó aterrorizada que harían en adelante, pero él ya no lograba escucharla. Murió observando el rostro inmóvil de su nieta. Esa misma noche ella fue hasta el lugar que le dictaba su infancia. Pero nadie llegó. Luego de una hora de espera entendió que algo se había quebrado con la muerte de su abuelo, y que sólo quedaba esperar lo peor. Prefirió no decir nada en el pueblo para no espantar a la gente, pero se ocupó de recordarles a todos sobre el peligro de los malones. Más de uno relativizó la advertencia. Tardó pocos días en llegar el primer ataque, que fue brutal. Murieron muchos y ella se transformó en adelante en la jefa natural del pueblo. Decidió entonces que la interminable espera de los ataques era tan odiosa como insensata. Propuesta a terminar con semejante locura instigó a todos para atacar a los indígenas en un golpe certero y definitivo. Tardaron varias semanas en planificarlo. Más de uno tenía la venganza ardiendo en los ojos. Cuando por fin estaba todo listo, intuitivamente fue -en medio de la noche- al lugar de la antigua reunión. La estaba esperando alguien que se presentó como nieto del viejo cacique, y de quien irremediablemente se enamoró a las pocas palabras. Él, con sabiduría, podía entrever el inminente ataque de la venganza pero también el temor en lo ojos de mi madre y - paradojas del destino- ofreció algo a cambio de evitarlo.
La mujer terminó ahí abruptamente el relato y pidió otro mate. El fuego se apagaba. Más de uno me miró y advirtió mi enorme curiosidad por el desenlace. Pero me ganó la vergüenza y permanecí en silencio. Mi abuelo, cómplice, señaló la luna y me dijo que ya era tarde, que nos fuéramos a dormir. Creí notar entonces en la extraña y profunda sonrisa de la mujer algún rasgo milenario.

Al día siguiente volvimos con el abuelo, y nunca más hablamos de aquella noche.

martes, 17 de mayo de 2016

Último relato

Llegamos apurados del velorio. Entramos con desesperación, empujando muebles y primereando en las piezas. La casa era grande, de dos pisos, con salones amplios y cortinados gruesos. Previsiblemente tardaríamos al menos una tarde en dar con el enigmático relato del que nos hablaba en sus últimos días el abuelo. Más de uno pensaba que el texto se refería a una herencia o quizá un tesoro escondido en la antigua finca. Como él ya había muerto no había lugar para las gentilezas ni la educación. Los últimos resabios de caballerosidad se terminaron en la línea de entrada de la casa. Fuimos abriendo cajones y sacando ropa con evidente desparpajo, pero el papel no aparecía. Yo preferí entonces esperar un momento y mirarlos a todos buscar, para ver qué error estábamos cometiendo. El abuelo -seguramente- había pensado en algo ingenioso y por qué no diabólico para cerrar el círculo. Alcancé a escuchar algunos gritos de discusiones que venían de las habitaciones de la planta alta y me tenté de risa por lo absurdo de la situación. Creo que en esos instantes me gané, incluso, algunas miradas de desconfianza y reprobación. Pasaron varios minutos pero nadie encontraba nada. Entonces tuve un momento de lucidez y me imaginé al abuelo burlándose de nosotros desde el mismo infierno. Empecé a correr con locura tratando de dejar la casa -y por qué no también la finca-, pero ya era tarde. Su pluma me alcanzaba por la espalda una y otra vez, llevándome a la puerta principal hasta verme agotado de tantas carreras inútiles.
Los demás me preguntaron entonces qué me pasaba, pero me faltaba el aire. El malhumor tampoco me dejó explicarles que dejaran de intentar, que estábamos condenados para siempre a su venganza eterna, a su jugada maestra, a su último relato.

domingo, 15 de mayo de 2016

Familias

Los domingos en el mercado del pueblo son una locura, lleno de gente en los negocios, las florerías y los puestos de frutas y carnes. Todo el mundo se saluda y comenta por lo bajo los últimos chismes de la zona. Las mujeres apuran a sus maridos porque calculan -como nadie- el tiempo que llevará cocinar las verduras para que todo esté listo a más tardar a las dos de la tarde. La gente lleva a los chicos de la mano, que insisten en tratar de zafarse para juguetear entre los interminables pasillos de la feria. Augusto toma con fuerza a los dos pequeños, por momentos piensa que les aprieta demasiado las manitos pero le aterra la sola posibilidad de que se suelten, no tanto por perderlos ya que todos se conocen allí sino porque el almuerzo espera y cualquier demora correteando niños es fatal. Pero éso pasa siempre con las obsesiones, y con el sudor de las manos en medio del calor del domingo: se escapan los dos al mismo tiempo y él prefiere terminar de pagar la rúcula antes de salir atrás de los mocosos. Esa decisión quizá haya sido inoportuna porque ahora es una interminable seguidilla de gritos y amenazas, mientras la gente lo mira con evidente gesto de reprobación y sigue con sus cosas. El mercado es grande, pero no tanto como para que media hora más tarde Augusto no los haya encontrado. Algunos lo ayudan en la búsqueda pero otros empiezan con las miradas neutras, con los ojos cómplices y que empiezan a humedecerse. El ritual de los domingos rara vez tiene que ser explicado, pero este domingo alguno de afuera que no conoce la historia pregunta qué pasa y le cuentan que Augusto, que el accidente, que los niños, que todos los domingos lo mismo, el griterío, el dolor insoportable en medio del mercado, la gente que se cansa porque hace ya tanto tiempo... y alguno que tarde o temprano lo lleva a su casa donde lo espera la madre, que después de agradecer el gesto mira la bolsa de las compras a ver si está todo, si la rúcula para la carne sobre todo, que era lo que comían tan a gusto en aquellos tiempos antes del choque, la rúcula que siempre la más pequeña le reclamaba a Augusto al llegar a la feria, acordáte porque si no la abuela se enoja y después no hay tiempo para volver, porque a las dos ya es muy tarde para hacer las compras.
Una casa con libros

Creo que había algo de tangencialidad que me incomodaba esa noche, y por más que revisaba a mi alrededor no sabía de dónde podía venir semejante sensación: una y otra vez observé  la casa y su hermoso patio mientras todos hablaban con buen ánimo y comían empanadas. En apariencia, es cierto, las cosas encajaban: una bella familia, el después de hora de una charla sobre un escritor y sus problemas con las leyes, cada tanto un niño llorando y reclamando a su mamá desde lo alto de las piezas, la brisa fresca, lindas anécdotas y casi las 3 am.
Hasta que en un momento él se descuidó y no pudo evitar darme el dato que ya con voracidad yo estaba buscando. 
- Ahí arriba, donde se divide la casa están sus libros - dijo con orgullo y un dejo de preocupación por la cercanía y el valor de semejante tesoro.
En ese instante las cosas empezaron a tener algún sentido para mí. Creí tener la punta de un ovillo que -sin duda- me llevaría varios minutos desenmarañar. Por eso los dejé seguir hablando y me abstraje hasta el límite de hacer cada tanto un gesto de amabilidad que me mantuviera cordial.
Desaparecí de la charla.
De inmediato recordé la fabulosa biblioteca de la que tanto me había hablado Doña Amalia, hacía muchos años. Era una infernal colección de casi ocho mil libros encerrados, ahora, al lado del departamento de nuestros anfitriones.
Libros silenciosos, expectantes, que de un modo que ahora me cuesta reconstruir, conocieron la vecindad de Borges.
No pude evitar empezar a considerar aquello de las influencias cósmicas por la extrema cercanía de las cosas. Y cada tanto mi mirada se escapaba en dirección a esa pieza.
Creo que la familia no se había dado cuenta, pero igual no tenía ningún sentido darles mi conclusión: explicarles que la proximidad con ese tesoro lleno de historias fabulosas necesariamente los tendría que haber convertido en personajes de alguna de ellas para robarlos definitivamente de la realidad, sería -como mínimo- un delirio.
De modo que ya no quedaba mucho por hacer ahí, y con serenidad empecé a diseñar mi plan de huida.
Por un instante especulé con dejarme atrapar por ese fenómeno, pero cierto miedo infantil me hizo decidir quedarme de este lado de las cosas.
Entendí que debía irme de allí antes de ser parte de la ficción y pasar a ser un personaje más en esa casa.
No supe si compartir con los otros ocasionales visitantes mi conclusión: creo que no hubiera habido modo de explicarles con mediana sensatez que, si se quedaban, tarde o temprano la pieza de los libros intentaría otra de sus ya milenarias batallas contra la realidad y los convertiría sin que ellos siquiera lo notaran. Yo ya no tenía dudas que, como la familia,  pasarían a obedecer a alguna de esas miles de historias que tan silenciosas esperaban en la pieza del primer piso.
-Bueno, ya me voy - dije repentinamente.
Su amabilidad, los saludos sencillos y la falta de cualquier traba para que yo abandonara el lugar a mi gusto me hizo pensar que quizá otra vez estaba imaginando estupideces. Y hasta sentí deseos de quedarme a charlar un rato más, aunque preferí no arriesgar.
Recién al rato, caminando por la vereda en medio de la noche, advertí que en verdad ya era demasiado tarde y que mejor hubiera sido nunca entrar en ese lugar.
Desde entonces, claro, permanezco aquí, eternamente encerrado, contando una y otra vez lo infructuoso de una huida planeada a destiempo, de una casa y una familia excesivamente tangenciales como para ser reales.
Y no tengo más opción que obedecer servilmente a la historia de alguno de esos ocho mil libros para empezar, otra vez desde el principio, este inevitable relato.


miércoles, 11 de mayo de 2016

Señaladores

Sofía, Andrés y Paula leen en muy lejanas ciudades. La primera, en medio de la noche y con cierto temor por algunos ruidos en el vecindario que no le gustan. El segundo, mientras ve entrenar a su hijo, cubriéndose la cara del frío con la bufanda que trae desde la infancia. Y Paula justo antes de una siesta que está por vencerla. Las respectivas novelas se dejan atravesar por sus lectores y ofrecen permanentemente la curiosidad y angustia de toda buena trama. Pero ha llegado para todos, otra vez, el momento de la pausa, de las inevitables interrupciones. Exactamente en el mismo instante sacan los señaladores y los ponen en la última página abierta. Cierran los libros confiados y vuelven a su vida cotidiana. No sospechan el cataclismo de ese acto simultáneo, que el paciente Universo ha estado esperando por siglos. Cuando los vuelven a abrir cada uno de los libros sigue una trama ajena, y mientras ellos -extrañados- observan el lomo para confirmar que sean los libros correctos sus propias vidas empiezan a mezclarse sin que ya nada pueda hacerse para evitarlo. Los familiares van de un lado a otro sin sentido, las historias personales se mezclan todo el tiempo y la vida de los tres se ha vuelto un caos. Deciden entonces, intuitivamente, seguir leyendo las novelas hasta terminarlas. Creen que quizá la respuesta a semejante desorden llegue al final del relato. Necesitados de un poco de paz, viajan a la misma ciudad y se detienen a leer el final en la misma plaza, a la misma hora.
Pasan un largo rato y, ya casi llegada la noche, son los únicos tres allí sentados. A la luz de las farolas leen la última página, donde se relata de distintos modos la historia de tres libros rebeldes y la manera de escapar de su hechizo.
Pero Sofía, Andrés y Paula no entienden el desenlace, se levantan desesperados y -luego de saludarse lejanamente en un gesto de educación- vuelven a su ciudades, resignados a seguir una vida que ni por asomo eligieron.

lunes, 9 de mayo de 2016

Historia en micro
El problema principal es saber que uno no cuenta con más de quince minutos para desarrollar la historia de Don Gutiérrez y su hermano. Es lo que dura el viaje en micro. Una vez vencido el plazo no hay chance de seguir. En ese momento la vida seguirá, las obligaciones nos interceptarán y el tiempo nos alcanzará con sus interminables brazos. Apenas hay unos minutos para decir que el problema fue por un alazán del que hablaba todo el pueblo. Que hubo un disparo confuso y una herida mortal y que la madre nunca quiso escuchar los rumores que inundaron el lugar. Se dice también algo de un lío de polleras y quizás de una deuda incobrable. Lo cierto es que el trayecto del micro termina en breve y puede que el tiempo no alcance para contar esa otra historia que es la de los bares, pausada, llena de detalles. Ahora se acerca el fin porque la leyenda de los Gutiérrez apenas si puede respirar y relatar lo indispensable en ese otro tiempo encapsulado que no dura más de veinte minutos y que deja tranquila a la madre y la acompaña incluso al lecho de muerte. Ahora uno toca el timbre, baja y es todo -otra vez- bocinas y tráfico y problemas cotidianos. Y vemos escapar a la historia de los Gutiérrez para siempre en el micro que acabamos de abandonar, y nostálgicos repasamos entonces las tareas que nos quedan del día, para no olvidarnos nada.

lunes, 2 de mayo de 2016

Almohadas
Son las tres y media de la mañana. Quizás las cuatro, ya. No lo sé. El frío es indescriptible. Me tiritan las manos y me cuesta cerrar el portón de madera sin hacer ruido, con lo cual intuyo que incomodaré a los vecinos. Pero será sólo por un instante, seguramente se darán vuelta, volverán a acomodar su almohada y seguirán en el sueño más reconfortante, el mismo que me ha sido negado desde que tengo memoria.
Sé bien que cada noche -como ésta- estoy resignado a mi caminata nocturna, al cigarrillo y al puño endurecido apenas saliendo de la campera. Lentamente, a medida que avanzo por las cuadras del barrio veo lo de siempre, otros insomnes como yo saliendo de sus casas sin hablar. Vamos armando una columna de gente pequeña al principio, pero al rato se transforma en una especie de río humano que va por la calle principal recibiendo a cada esquina decenas y decenas de desvelados. Hacemos todas las noches el mismo ritual, vamos por el mismo recorrido en profundo silencio, cada uno perdido en sus pensamientos y sus manías. La única vez que intenté hablar con otro me dedicó una mirada fulminante. Con el tiempo entendí que ir callados era la ley sagrada, y desistí de intercambiar quejas o comentarios solidarios con otros insomnes como yo. Normalmente se me acaba el segundo cigarrillo cuando nos acercamos a la plaza principal. Más tarde o más temprano aparece el Líder, se sube a la silla y nos invita a reflexionar sobre la fatalidad de nuestro mal. A pesar de escucharlo todas las noches el tipo se las ingenia para atraparnos una y otra vez con sus extraños planteos, y siempre llega a la conclusión de que seremos insomnes por siempre, y remarca sobre todo la idea de que lo que más nos tortura es que mientras esos invalorables minutos pasan todos los demás duermen como bebés, y recuperan fuerzas, y quieren salir a la vida al otro día con toda la energía. En cambio nosotros apenas tenemos cómplices miserables como una almohada mil veces acomodada, una televisión encendida y muda, una pila de libros esperando inútilmente ser leídos, y alguna historia delirante, como la de los miles de insomnes que abandonan sus casas cada noche para ir a escuchar al Líder, cualquier cosa....lo que sea para evitar ese infernal tic tac que nos persigue, que nos emplaza, que hasta se sonríe, y que nos tortura cada noche