domingo, 15 de mayo de 2016

Una casa con libros

Creo que había algo de tangencialidad que me incomodaba esa noche, y por más que revisaba a mi alrededor no sabía de dónde podía venir semejante sensación: una y otra vez observé  la casa y su hermoso patio mientras todos hablaban con buen ánimo y comían empanadas. En apariencia, es cierto, las cosas encajaban: una bella familia, el después de hora de una charla sobre un escritor y sus problemas con las leyes, cada tanto un niño llorando y reclamando a su mamá desde lo alto de las piezas, la brisa fresca, lindas anécdotas y casi las 3 am.
Hasta que en un momento él se descuidó y no pudo evitar darme el dato que ya con voracidad yo estaba buscando. 
- Ahí arriba, donde se divide la casa están sus libros - dijo con orgullo y un dejo de preocupación por la cercanía y el valor de semejante tesoro.
En ese instante las cosas empezaron a tener algún sentido para mí. Creí tener la punta de un ovillo que -sin duda- me llevaría varios minutos desenmarañar. Por eso los dejé seguir hablando y me abstraje hasta el límite de hacer cada tanto un gesto de amabilidad que me mantuviera cordial.
Desaparecí de la charla.
De inmediato recordé la fabulosa biblioteca de la que tanto me había hablado Doña Amalia, hacía muchos años. Era una infernal colección de casi ocho mil libros encerrados, ahora, al lado del departamento de nuestros anfitriones.
Libros silenciosos, expectantes, que de un modo que ahora me cuesta reconstruir, conocieron la vecindad de Borges.
No pude evitar empezar a considerar aquello de las influencias cósmicas por la extrema cercanía de las cosas. Y cada tanto mi mirada se escapaba en dirección a esa pieza.
Creo que la familia no se había dado cuenta, pero igual no tenía ningún sentido darles mi conclusión: explicarles que la proximidad con ese tesoro lleno de historias fabulosas necesariamente los tendría que haber convertido en personajes de alguna de ellas para robarlos definitivamente de la realidad, sería -como mínimo- un delirio.
De modo que ya no quedaba mucho por hacer ahí, y con serenidad empecé a diseñar mi plan de huida.
Por un instante especulé con dejarme atrapar por ese fenómeno, pero cierto miedo infantil me hizo decidir quedarme de este lado de las cosas.
Entendí que debía irme de allí antes de ser parte de la ficción y pasar a ser un personaje más en esa casa.
No supe si compartir con los otros ocasionales visitantes mi conclusión: creo que no hubiera habido modo de explicarles con mediana sensatez que, si se quedaban, tarde o temprano la pieza de los libros intentaría otra de sus ya milenarias batallas contra la realidad y los convertiría sin que ellos siquiera lo notaran. Yo ya no tenía dudas que, como la familia,  pasarían a obedecer a alguna de esas miles de historias que tan silenciosas esperaban en la pieza del primer piso.
-Bueno, ya me voy - dije repentinamente.
Su amabilidad, los saludos sencillos y la falta de cualquier traba para que yo abandonara el lugar a mi gusto me hizo pensar que quizá otra vez estaba imaginando estupideces. Y hasta sentí deseos de quedarme a charlar un rato más, aunque preferí no arriesgar.
Recién al rato, caminando por la vereda en medio de la noche, advertí que en verdad ya era demasiado tarde y que mejor hubiera sido nunca entrar en ese lugar.
Desde entonces, claro, permanezco aquí, eternamente encerrado, contando una y otra vez lo infructuoso de una huida planeada a destiempo, de una casa y una familia excesivamente tangenciales como para ser reales.
Y no tengo más opción que obedecer servilmente a la historia de alguno de esos ocho mil libros para empezar, otra vez desde el principio, este inevitable relato.


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