sábado, 6 de mayo de 2017

CONDENA DE TINTA

Le parecía absurdo tener que ponerse a garabatear esa historia únicamente como fruto de una orden inexplicable y tirana. Pero allí estaba, obedeciendo, en plena noche de luna, inclinado sobre su desvencijado escritorio de madera... ese sabio e incondicional compañero de viajes por las rutas de su mente.
Poco a poco le fue dando forma a la trama, y blasfemando en voz baja por ser tan servil, sintió al menos por un instante el placer de tantos años, ése de ir dando a luz a un relato desde la nada, el de ir palpando la existencia a partir de una idea, la bella destrucción de la blancura del papel como fruto de una efímera inspiración, que terminaba siempre en trazos azules, en oportunos tachones, en referencias al pie de la página y en flechitas que salteaban renglones desechados.
Lentamente nacía el monstruo, como le gustaba llamarlo desde niño, y mostraba sus formas incipientes... Cada rasgo de la criatura era delineado con prolijidad y una cierta perversión, pensándose él, por momentos, creador omnipotente e ilimitado de la realidad, con la única atadura de su imaginación.
Lo veía formarse y definirse. Fugazmente recordó las historias de científicos dando a luz a sus invenciones, pero intentó evitar el paralelo en una necesidad de exclusividad absoluta, y siguió adelante con la historia.
Su anciana esposa dormía a pocos metros de él. La brisa del lago que entraba por la pequeña ventana acariciaba, junto con la luz de la luna, su piel arrugada y añosa. Era una noche apacible que transcurría silenciosamente mientras él seguía desgajando el relato.
Unos instantes después, la criatura estaba casi lista y sólo necesitaba el soplo de vida. Se supo poderoso con la tinta apenas asomando en la pluma, y pensó que quizá era demasiado llegar hasta ese punto. Nadie puede saber después del fenómeno de la  existencia,  lo  que  el nuevo ser hará con sus horas,... pensaba en medio de la quietud de la noche.
Pero la tentación fue demasiada, y se reconoció más que nunca un hombre de carne y hueso, con pasiones y debilidades, con una historia mediocre de relatos que poco servirían a la literatura y con una vida que, sin dejar huellas notorias, se estaba esfumando sobre el epílogo de sus días.
Sintió una amargura dolorosa, pero entendió que la pendiente de sus ochenta y dos años lo hacía descender irreversiblemente hasta esa encrucijada, y que debía tomar una determinación.
Respiró profundamente. Apoyó con firmeza la pluma en el papel y decidió terminar la obra, en un momento de audacia que sin duda le quitaba algo de cobardía a tantos años inútiles. Se sintió por una vez protagonista de su propia historia, y suspiró aliviado.
Pero a medida que avanzaba sobre el último párrafo, entendió con una angustiosa certeza que desde ese mismo momento su creación no tendría piedad con él, y que en adelante el final lo condenaba a permanecer en aquella historia, la dolorosa y definitiva historia en la que cuenta cómo, en un ritual de luna, brisas y silencio, un viejo escritor obedece una orden inexplicable y tirana, inclinándose para comenzar a redactar, una y otra vez desde el principio, su último relato.

lunes, 1 de mayo de 2017

Un sendero

Quizás el primer sueño lo haya tenido a los siete u ocho años. La mía no fue una infancia fácil, y las pesadillas estaban a la orden del día. Vivir en el campo y pasar las noches en medio de los ruidos, insomne, leyendo viejos relatos cuando todos estaban dormidos, seguramente inició lo que hoy es la imagen más persistente que tengo desde niño: voy caminando por un sendero de tierra -cuando ya cae la tarde- y escucho únicamente mis botas contra el piso. Apenas puedo divisar en esos pocos segundos los árboles y arbustos a mi alrededor, sombras negras que no colaboran en nada para dilucidar dónde estoy, y lo que es más importante, hacia qué lugar me lleva el sendero. 
El sueño me visita cada tanto, quizá una vez por año, con la nitidez de siempre pero sin dudas avanzando unos metros respecto del anterior. A veces he percibido un tímido pasillo que se abre a la derecha o un leve cambio de dirección en el camino. Otras, la idea de que alguien, unos cuantos metros más allá de donde estoy, se adelanta en mi caminata. En los libros que he escrito jamás mencioné esto, pero mis setenta largos y algunos análisis médicos que no han sido muy esperanzadores me decidieron a ponerlo en el papel, al menos para que alguien sea testigo de lo que seguramente será un final trunco, la historia de un camino que no llega a ningún lado. Sirvo el último resto de whisky y me gana el cansancio sobre el viejo sillón de la sala. Cierro los ojos, e intento en esa improvisada vigilia invocar el mismo sendero, a fuerza de de recrear los arbustos de siempre, la misma caída del sol y mis pies cansados. No estoy seguro de lograrlo, pero sigo con los ojos cerrados y al menos esta vez diviso una lejana puerta blanca, lo que quizás un intento por darle a esta obsesión un final digno. Decido avanzar hacia la puerta, que se deja abrir sin ningún esfuerzo. Un velador tenue me deja reconocer a alguien durmiendo, y me paralizo de miedo. En ese instante siento que quiero volver a la palpable realidad del sillón y del whisky, pero me gana la horrible curiosidad de tantas y tantas décadas. 
Me muevo entonces con indescriptible sigilo en dirección a lo que parece ser un escrito bajo el velador. Es un relato corto, como aquellos que me acompañaban en los insomnios infantiles. Quizás ya sin espanto leo que describe cómo un hombre, recostado en su morada de puerta blanca, intuye por fin la llegada de quien, después de años de caminar un sendero demencial, logra entender que está siendo soñado.