viernes, 21 de julio de 2017





Viaje

Nunca supe el nombre del castillo. Intuir desde la infancia que quizás estuviera en el norte de Escocia redujo notablemente las posibilidades, pero aún así son muchos. Desde hace meses analizo en la biblioteca fotos y planos viejos pero ninguno me da la pauta de ser el indicado. Por eso, luego de esta repentina corazonada, he decidido viajar. 
Siempre será mejor en barco, aunque demore más. Los aviones no me dejan pensar con claridad y me llenan de estrés…Las buenas ideas llegan a menudo en medio de la calma, y saber que cuento con muchos atardeceres en la cubierta del barco me llena de dicha.
Mi única tía no cumplió con su promesa de ir a despedirme, pero ya estoy viejo y casi no hay lugar para los reproches. Me reclino con un café en la mano y ya adivino el primer crepúsculo.
Por más que intento distraerme no puedo sacar de mi mente el perfil del castillo. Creo recordar algunos olores lejanos y quizás enormes paredes humedecidas en una de las salas. Pero nada más. En mis recurrentes sueños, cuando estoy por abrir la puerta del hall principal, inevitablemente me despierto y eso me llena de mal humor.
Sé que mis antecedentes en la cárcel no ayudarán al momento de la aduana escocesa pero vale la pena correr el riesgo. Intentaré luego mezclarme en el castillo con algún grupo de turistas y disimularé la grave emoción en la garganta cuando -por fin- se abra esa enorme puerta.
No muchos minutos después, intuyo, sabré cuál de todos los fantasmas fui.
Procuraré recordar mi nombre cuando salga puntualmente de los labios de la guía turística. Hasta quizás haga algún comentario ameno al grupo para que nadie sospeche de mí. Y sé también que reconoceré mi húmeda sala cuando llegue a verla, y que de algún modo se las ingeniarán los guardias y la guía para justificar mi definitiva ausencia sin perder sus trabajos.
Volveré a la calma de las noches, a los libros de la biblioteca abandonada y al gozoso silencio que trae la última puerta que se cierra puntual cada noche, cuando se van los contingentes de turistas. Procuraré con los años encontrar el libro que me jugó la mala pasada, me llevó a ese país del sur y me dio un nombre, una familia y un pasado tan extraños a mí.
Con el tiempo -sin dudas-  olvidaré todo, seguiré mi vida de milenario espectro y procuraré leer en la sección de los libros malditos con más cuidado.
Hay para los fantasmas como yo pesadillas tortuosas, pero ninguna como convertirse en hombre de carne y hueso, disimular por décadas una familia y un apellido, y recorrer los días amargos errando por las calles como un espíritu sin destino.

Ya diviso la costa escocesa.
Nadie me sospecha, y todo -por fin- termina.

domingo, 16 de julio de 2017

Volver

Hernán era de una inteligencia dura, lógica, por momentos áspera. Respondía a cánones de razonamiento impiadosos, y si algo no le cerraba te lo decía sin mayores rodeos, te soltaba el asunto en la cara y se acabó.
Lo cierto es que asistíamos otra vez al horroroso crimen en Luján, tan lejos de nuestro pueblito y ocurrido hace ya tantos años... Había pasado de boca en boca, de libro en libro, y ahí estábamos todos, regodeándonos con detalles que a veces inventábamos con tal de tener algo de protagonismo en las interminables cenas en lo de mis abuelos. Todos querían agregar algo al remanido asunto del triple disparo, la escalera curva y el doble techo que fascinó a investigadores y policías durante décadas. Yo -de puro discreto- no dije nada esa noche porque sabía que Hernán intervendría tarde o temprano, no mucho después de que empezara el relato del célebre asesinato de los Aguirre.
Era tercer día de nieve, hubo asado, locro y grapa como en casi toda esa época.
Ladino, deslicé el tema cuando respiré que la noche se caía y -como siempre- la palabra inicial la tuvo el abuelo.
Era un momento que se había ganado porque nadie iniciaba el relato como él. Incluso recuerdo esa pausa de grapa breve y respiración entrecortada, que era lo menos que semejante historia se merecía. A partir de ese momento no había interrupción posible, ni en la misa de los domingos se palpaba así el silencio.
El abuelo se tomaba todo el tiempo para describir a los personajes, a las víctimas y daba tres o cuatro pautas de las que nadie podía salirse sin faltarle el respeto: los nogales afuera de la casa, los caballos robados y la necesaria complicidad del comisario con algún que otro robo en la zona que dejaba pasar por alto a cambio de algún retorno. Así marcaba el viejo el inicio del relato, y recién a los diez o quince minutos empezaban a tomar la palabra los demás. Creo que a esa altura ya no había un orden preestablecido, pero los más chicos hacíamos silencio hasta que nos guiñaban o nos daban un pie para meter bocado.
A nadie se le escapaba que Hernán era el invitado esa semana, de modo que todos trataron de lucirse en el relato, como si fuera la primera vez que lo contaban.
Creo que fue cuando hablaba mi primo Ezequiel que Hernán hizo la primera pregunta. A nadie se le movió un pelo, porque cada tanto los invitados querían saber más detalles del episodio sangriento y de las traiciones, de modo que le contestaron con cortesía y un cierto desinterés. Pero yo sabía que Hernán empezaba a tejer la tela de arañas lógica a la que nos tenía acostumbrados y que su pregunta más que de curiosidad pasajera era el indicio de un castillo de abstracciones y reglas inmutables que pacientemente armaba. Su tono educado cayó bien en la familia, y el relato entonces  siguió en boca de otros. Yo contaba los segundos para escuchar la siguiente pregunta de Hernán, que no tardó en llegar. Alguien del fondo le contestó con autoridad y así siguieron con nuevas grapas y entusiasmo, desgranando detalles sobre asunto del techo doble -que era un momento exclusivo de mi abuela- y los odios enfermizos entre los pobladores de Luján y los Aguirre, que no hacían mucho tampoco por hacerse querer.
Hernán, con toda calma y decisión fue preguntando detalles que jamás nos habíamos cuestionado. El clima empezaba a ponerse tenso pero como mi madre conocía mucho a los padres de Hernán había una especie de código de no agresión flotando en el aire y él pudo seguir con su metódico cuestionario. Yo me relamía porque sabía que tarde o temprano iban a llegar las incoherencias en la historia y las discusiones. En efecto, en el episodio del primer disparo aparecieron respuestas contradictorias y un cierto malestar familiar en un grupo que repentinamente se veía humillado por un chico de catorce años, que con tres o cuatro preguntas hacía temblar todo el relato del asesinato. Vi con placer como aparecían en la cena dos o tres libros que relataban el suceso y que eran consultados con enojo frente a las incisivas preguntas de Hernán. Casi a las cuatro de la mañana, cuando toda la plana mayor en mi casa caía rendida ante las inconsistencias de la historia mi abuelo me miró con reprobación y con un gesto de él entendí que jamás lo podría volver a traer. Me llamó aparte y - para mi sorpresa- le dijo a Hernán que se acercara. Él obedeció en silencio y mientras notábamos que todos se ponían los abrigos para irse en medio del enojo y el desánimo, el abuelo tomó la palabra.
-Me imagino que tu amigo es de la zona... - empezó sin mirarlo. 
Después respiró profundo y siguió
- Vos ya sabés lo importante que es esta historia para nosotros, el tiempo que llevamos llenando las veladas con el asunto, y que  todos más o menos la conocemos con buen detalle.
Hizo otra pausa. Hernán permaneció mudo.
- Hay momentos en la vida en que conviene no hacer más preguntas - sentenció.
Se terminó la grapa que le había acercado mi abuela, corrió la silla como para volver a la cabecera de la mesa, y nos dio la espalda.
Sentí vergüenza por Hernán y le hice una seña para que nos fuéramos a la pieza.
Desde aquella vez nunca más se contó la historia del asesinato en la casa de mi abuelo. Sé que alguno cierta vez lo intentó, pero se ganó una mirada de reprobación inmediata.
Hernán, por supuesto, no volvió a pisar la finca de mi abuelo, y yo me gané la desaprobación general durante varios veranos.
Pero yo sabía que las preguntas eran de una lógica irrebatible, que el asunto de la escalera curva y el segundo disparo no podía de ningún modo explicar con mínimo sentido común a las corridas por los pasillos y la muerte del mayor de los Aguirre (antes que los demás) en el primer piso de la casona.
Hernán se ganó mi respeto esa noche, a pesar del silencio de mi abuelo, del enojo de mis hermanos y la reprobación de mi padre. La única que me acompañó con la mirada cómplice fue mi madre, que con total discreción siguió las preguntas de él esa noche y que -ya muy viejita- me confesó que la mamá de Hernán, su íntima amiga, había insistido en que nos conociéramos, en que él pasara el verano con nosotros y en que -si aparecía otra vez el tema- llenara de cuestionamientos el relato del asesinato hasta hacerlo trizas, porque eso y sólo eso le permitiría vivir de una vez en paz, destruir el mito de esa masacre en Luján y dejar entrever que quizás el episodio no fue tal, que por más que quedara impreso en libros y diarios amarillistas de la época llegaría una noche de justicia en que Hernán Aguirre, directo descendiente de las víctimas -tanto como su madre- se encargaría de rebatir la historia al punto de borrarla de la misma historia, y de lograr que yo viajara obsesionado un tiempo después hasta Luján e inútilmente intentara averiguar entre los perplejos lugareños por un episodio sangriento que desconocían, episodio que lenta e casi imperceptiblemente fue desapareciendo de los libros, de los diarios y de la memoria de la gente, hasta, por último, jamás existir.

viernes, 14 de julio de 2017

Un gran secreto

Lucía, a pocos metros de donde vanamente intento escribir un policial, aprende a leer. Ha traído al living (lo que yo pensaba un refugio para aislarme) al menos cinco libros para niños y repite en voz alta frases simples, pero que me aturden y se mezclan con este intento de relato. “Leo trabaja la loza”, dice. Y no puedo evitar empezar a pensar en Leo, su posible historia, su familia. “Así todos los días”, declama Lucía, “…los sábados un buen descanso. Elsa tiene un gran secreto”, añade. Y después de unos minutos mi incipiente relato policial del Buenos Aires del siglo XX se tiene que remitir con resignación a Leo, a Elsa y al resto de los elementos que Lucía tira al living con total desconsideración por mi escasa concentración.
Ahora se enoja, incluso, por no poder pronunciar algunas palabras y mientras tanto a mí no me queda más remedio que entender que todos ellos serán los dueños de la trama, que Lucía -en rigor- me está dictando el relato.
“Todo el reino enlu.... remiendo”, arriesga. Intento abstraerme y no permitirle meter en estas letras más personajes ni escenarios, pero es una batalla silenciosa que ella gana sin siquiera saberlo. Por ahora, sin renunciar al género, sé que tengo un previsible asesinato durante una noche cerrada en pleno centro de la ciudad, y que Elsa seguramente está por pagar con su vida algo que Leo no le perdona, o que intentará no perdonarle.
Pero aquí se derrumba todo, porque mientras advierto que él sale de su taller en busca de la venganza tan deseada y ella camina despreocupada porque aún queda algo de luz en la ciudad de los tranvías, prefiguro que el policial, para dejar algo de paladar en los lectores tiene que terminar con un charco de sangre, sombras furtivas escapando de la escena, el cuerpo al día siguiente en la primera plana del diario de la tarde y muchas almas en pena. Entonces entiendo que Lucía es la única que puede cambiar el curso de las cosas, que del mismo modo que Leo y Elsa son hijos de su lectura incipiente, el buen final también obedecerá a alguna palabra al azar que decida pronunciar en voz alta. 
Pero advierto que ya es tarde...la impaciencia de los niños, hija de las máquinas y de esta locura cotidiana, ha hecho el resto: ahora se le ha ocurrido escribir un cuento y solo me interrumpe para preguntarme “si castillo va con doble l”, lo cual no me sirve de nada. Leo entretanto desaprueba cualquier intento de cambio y se dirige -lleno de resentimiento cuyas causas desconozco- hacia la esquina donde sabe que ella pasará con su vestido de flores azules que algún otro seguramente le compró. Hago una pausa para permitirle a la niña decir algo que me permita salvar a Elsa, pero sólo me llega el silencio porque está concentrada en su propio relato. Me resigno entonces a las últimas frases. Elsa me sospecha, aterrada, y sigue caminando por la vereda desierta, resignada a su destino....el luctuoso destino que se asoma por sobre el atardecer que ya es noche, y hace una mueca de ironía.
Con pesar noto que Lucía se ha ido del living en medio de una pelea con su hermana y cualquier esperanza se diluye. Los últimos pasos son cada vez más sonoros: Leo y Elsa cumplen cabalmente con su lógica de esquina policial. La sangre femenina ya se prepara para desparramarse. El relato exige venganza, muerte y detectives. Elsa me mira implorando piedad pero entiende que no soy nadie en esta trama. Leo avanza despreocupado los últimos metros y ya levanta en su mano derecha el arma asesina. 
Desesperado, apenas tengo tiempo de especular con dejar de escribir esta historia, pero la fatalidad se impone. Asisto, unos minutos después, al cuerpo inerte, al momentáneo silencio de la urbe, a los pasos huidizos.
Me resigno al cruento final, dejo la máquina de escribir y busco entre los libros de Lucía a los personajes que azarosamente pronunció. Me conmueve verlos en otra historia, como amantes apasionados… Leo trabajando la loza, Elsa con su vestido de flores azules, y su gran secreto.

domingo, 2 de julio de 2017

CRUZAR

¿Y qué culpa tenía yo del tanguito ése, tan dulce... tan amargo, tan cadencioso y sensual en la radio del Café, que se escapaba a la calle cada vez que alguien entraba a tomar algo?
¿Qué culpa tenía,... digo yo?
Pero así empiezan estas cosas para mí, casi siempre así, y de tanto percibirlas en los oídos y en la piel, ya les he empezado a perder el miedo...
Cuando aspiré por última vez, alcancé a ver las brasas ardientes y agonizantes, mostrándoseme no mucho después de la nariz, avisando que ya era hora de la dura despedida. Entonces sí, tomé la colilla del cigarrillo entre los dedos, sin piedad, y traté una vez más lo de siempre, el golpe seco contra cualquier objeto que se me cruzara,... aquella vez un grueso poste de madera, creo que de la luz.
Allí impactó fuertemente, y la pequeñísima batalla de la puntería estaba ganada: cientos de chispitas reventaron contra la madera, y el ínfimo cadáver blanco comenzó su triste descenso final hacia las baldosas rotas y viejas que adornaban,  a su modo, la esquina del Café. 
Yo no pensaba dejar que ese sudor que me empapaba el cuello y la espalda le quitara placer al tremendo impacto que tantos puchos de entrenamiento me había costado. Entonces, por un momento, olvide esa molesta humedad pegajosa de media mañana (que en cualquier otra situación - yo ya me conozco bien - hubiera degenerado seguramente en una mala contestación o un mal gesto contra el primero que pasara).
Y así fue cayendo la colilla, como caen todas las cosas en este previsible mundo,... pero ese derrotero hacia el abismo era mi gran victoria, y yo, el verdugo implacable, la veía con placer desplomarse sin remedio, pasando en instantes a formar parte definitiva del paisaje urbano de piedritas y tierra con pasto, que rodeaban con desgano al viejo poste de luz.
Pero el tanguito me seguía desde el Café, porque todo el tiempo la gente entraba y salía, y cada vez que se abría esa puerta llegaba de nuevo a mí, bañándome de añoranzas y de miedo.
Yo sabía muy bien que de algún modo se tendería el puente, y cuando eso ocurriera, estar de éste o de aquel lado sería un cruce de sensaciones raras y dolorosas, donde mis decisiones no contarían demasiado... 
Intentando perder de una vez esa peligrosa musiquita quise concentrarme en la colilla tan recientemente muerta, alargando un tiempo el pasado, el mínimo gozo de chispas y puntería, hasta que la melodía ciudadana abandonara el bar a mis espaldas, y me permitiera seguir tranquilo por este tan conocido y gris lado del puente. 
Pero fue inútil. A poco de intentarlo, pude divisar un micro acercándose a dos o tres cuadras, y entonces lo percibí con más claridad, más nítido,... casi palpable.
Mi eterno puente...
Así, entonces, el largo jueguito con el cigarrillo se empezaba a perder agónicamente en mi pasado, poniéndose borroso, pasajero, casi intrascendente. Y al mismo tiempo el tanguito seguía cadencioso, el micro se acercaba inapelablemente al rojo del semáforo, y el puente se extendía más generoso que nunca.
Y yo seguía ahí, muerto de miedo, en un instante vano y crítico, como parado en la esquina misma del tiempo.
Tango... tango, musiquita vana... suavecita, de radio de ciudad, que seguro estaría sonando en cada radio, pensaba yo,... en cada rinconcito de la urbe, llenando con acordes tristes miles de momentos distintos, pero tan extraña y terriblemente simultáneos.
Y así, poco a poco, con los compases marcados del bandoneón y del piano, como tantas veces antes, voy sintiendo ese andar cruzando hacia el otro lado por este tiempo extraño, que se desgaja en notas oscuras, en melodías que van y vienen y que escucho cada vez más nítidamente, casi arriba mío, mezclándose con un airecito suave y fresco que ahora me empieza a bañar la nuca deliciosamente.
Casi como desde siempre, voy acompañando la musiquita con el zapato derecho, delicadamente, entregándome a los encantos de la orquesta y garabateando en mi cuaderno, sintiendo bajar la melodía hasta mí desde atrás o desde arriba, ya no lo sé bien, con esa brisa fresca que hace tan agradables estos viajes de media mañana... Y lentamente voy viendo cómo la ciudad sigue andando, sigue desovillándose en su tiempo, en sus típicos personajes, imágenes urbanas que me invaden por todos lados, ayudadas por ese tanguito insistente que me regala la radio,... múltiples sensaciones que se mezclan en mí todo el tiempo, raramente, de un modo caótico,... como esos agentes de policías con sus perros caminando por la plaza, o como la señora barriendo la vereda y conversando con el diariero, o quizás como el tipo aquél, parado en la esquina del Café, que acaba de tirar su cigarrillo contra el poste de luz y lo mira caer al piso,... un poco ido en sus pensamientos, meditando vaya a saber sobre qué cosas de la vida, mientras nuestro micro espera con paciencia el semáforo rojo, y yo sigo anotando en mi cuaderno estas sensaciones ciudadanas, todo con el suavecito fondo de tango que me llega por la radio, y ese aire fresco que tanto disfruto desde mi butaca durante estos viajes,... mientras la gente a espaldas del tipo, casi permanentemente entra y sale del Café.