domingo, 2 de julio de 2017

CRUZAR

¿Y qué culpa tenía yo del tanguito ése, tan dulce... tan amargo, tan cadencioso y sensual en la radio del Café, que se escapaba a la calle cada vez que alguien entraba a tomar algo?
¿Qué culpa tenía,... digo yo?
Pero así empiezan estas cosas para mí, casi siempre así, y de tanto percibirlas en los oídos y en la piel, ya les he empezado a perder el miedo...
Cuando aspiré por última vez, alcancé a ver las brasas ardientes y agonizantes, mostrándoseme no mucho después de la nariz, avisando que ya era hora de la dura despedida. Entonces sí, tomé la colilla del cigarrillo entre los dedos, sin piedad, y traté una vez más lo de siempre, el golpe seco contra cualquier objeto que se me cruzara,... aquella vez un grueso poste de madera, creo que de la luz.
Allí impactó fuertemente, y la pequeñísima batalla de la puntería estaba ganada: cientos de chispitas reventaron contra la madera, y el ínfimo cadáver blanco comenzó su triste descenso final hacia las baldosas rotas y viejas que adornaban,  a su modo, la esquina del Café. 
Yo no pensaba dejar que ese sudor que me empapaba el cuello y la espalda le quitara placer al tremendo impacto que tantos puchos de entrenamiento me había costado. Entonces, por un momento, olvide esa molesta humedad pegajosa de media mañana (que en cualquier otra situación - yo ya me conozco bien - hubiera degenerado seguramente en una mala contestación o un mal gesto contra el primero que pasara).
Y así fue cayendo la colilla, como caen todas las cosas en este previsible mundo,... pero ese derrotero hacia el abismo era mi gran victoria, y yo, el verdugo implacable, la veía con placer desplomarse sin remedio, pasando en instantes a formar parte definitiva del paisaje urbano de piedritas y tierra con pasto, que rodeaban con desgano al viejo poste de luz.
Pero el tanguito me seguía desde el Café, porque todo el tiempo la gente entraba y salía, y cada vez que se abría esa puerta llegaba de nuevo a mí, bañándome de añoranzas y de miedo.
Yo sabía muy bien que de algún modo se tendería el puente, y cuando eso ocurriera, estar de éste o de aquel lado sería un cruce de sensaciones raras y dolorosas, donde mis decisiones no contarían demasiado... 
Intentando perder de una vez esa peligrosa musiquita quise concentrarme en la colilla tan recientemente muerta, alargando un tiempo el pasado, el mínimo gozo de chispas y puntería, hasta que la melodía ciudadana abandonara el bar a mis espaldas, y me permitiera seguir tranquilo por este tan conocido y gris lado del puente. 
Pero fue inútil. A poco de intentarlo, pude divisar un micro acercándose a dos o tres cuadras, y entonces lo percibí con más claridad, más nítido,... casi palpable.
Mi eterno puente...
Así, entonces, el largo jueguito con el cigarrillo se empezaba a perder agónicamente en mi pasado, poniéndose borroso, pasajero, casi intrascendente. Y al mismo tiempo el tanguito seguía cadencioso, el micro se acercaba inapelablemente al rojo del semáforo, y el puente se extendía más generoso que nunca.
Y yo seguía ahí, muerto de miedo, en un instante vano y crítico, como parado en la esquina misma del tiempo.
Tango... tango, musiquita vana... suavecita, de radio de ciudad, que seguro estaría sonando en cada radio, pensaba yo,... en cada rinconcito de la urbe, llenando con acordes tristes miles de momentos distintos, pero tan extraña y terriblemente simultáneos.
Y así, poco a poco, con los compases marcados del bandoneón y del piano, como tantas veces antes, voy sintiendo ese andar cruzando hacia el otro lado por este tiempo extraño, que se desgaja en notas oscuras, en melodías que van y vienen y que escucho cada vez más nítidamente, casi arriba mío, mezclándose con un airecito suave y fresco que ahora me empieza a bañar la nuca deliciosamente.
Casi como desde siempre, voy acompañando la musiquita con el zapato derecho, delicadamente, entregándome a los encantos de la orquesta y garabateando en mi cuaderno, sintiendo bajar la melodía hasta mí desde atrás o desde arriba, ya no lo sé bien, con esa brisa fresca que hace tan agradables estos viajes de media mañana... Y lentamente voy viendo cómo la ciudad sigue andando, sigue desovillándose en su tiempo, en sus típicos personajes, imágenes urbanas que me invaden por todos lados, ayudadas por ese tanguito insistente que me regala la radio,... múltiples sensaciones que se mezclan en mí todo el tiempo, raramente, de un modo caótico,... como esos agentes de policías con sus perros caminando por la plaza, o como la señora barriendo la vereda y conversando con el diariero, o quizás como el tipo aquél, parado en la esquina del Café, que acaba de tirar su cigarrillo contra el poste de luz y lo mira caer al piso,... un poco ido en sus pensamientos, meditando vaya a saber sobre qué cosas de la vida, mientras nuestro micro espera con paciencia el semáforo rojo, y yo sigo anotando en mi cuaderno estas sensaciones ciudadanas, todo con el suavecito fondo de tango que me llega por la radio, y ese aire fresco que tanto disfruto desde mi butaca durante estos viajes,... mientras la gente a espaldas del tipo, casi permanentemente entra y sale del Café.

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