lunes, 30 de abril de 2018

Fidelidad

Maniatados contra el fondo del baldío no teníamos muchas chances. Recuerdo la odiosa humedad en mi pantalón, los charcos, el frío y los gritos mudos de mis amigos por todos lados. Me apoyaron una culata en la nuca y recordé -a modo de consuelo- a mi abuela leyéndome cuentos en la infancia mientras me quedaba dormido bajo las frazadas.
El tipo apretó más el arma contra mí. Apenas pude reconocerle el timbre de voz. Hablaba susurrando con los otros, lo que me hacía intuir que en cualquier momento nos liquidaban. Traté de pensar en cualquier cosa, cerré los ojos con fuerza. Intenté trasladarme a un tiempo feliz de modo de no darles a esos miserables el gusto de morir sufriendo. Noté entonces que la mancha de tinta todavía se me veía en la camisa... eso me recordó la época de los cuentos y las miles de historias sin sentido que se llevaron mi adolescencia. Todavía retengo a Cintia tratando de sacar la mancha, a fuerza de jabones y refregadas, pero no pudo moverla ni un milímetro. Yo le decía, bromeando, que mi destino de escritor era inevitable y que no insistiera con la tinta rebelde. Ahora, con la cara contra el barro, una luz lejana me deja identificar otra vez la mancha, firme en la camisa. Pienso entonces en la tinta y el papel, y que quizás esa sea la única respuesta… Trato de concentrarme para convertir mi situación en pura literatura, en un relato de mi gradual invención, donde el poder se desdibuje y yo decida a sus protagonistas trazo a trazo. Invento entonces que en la historia recibo un culatazo intimidatorio y -para mi emoción- unos segundos después llega el golpe obediente. Imagino también un largo diálogo que al rato escucho reproducir textualmente por mis captores y deduzco que ya es mi voluntad la que terminará la historia, y que dependerá de mí que la cara siga contra el barro, que mis amigos logren escapar, que todo en definitiva sea sólo un mal trago. Empiezo así a delinear el final con la huida intempestiva de todos ellos mientras algo distrae a los tipos armados, y me llena de emoción confirmar que ya controlo la situación a mi arbitrio,… pero cuando estoy por cerrar la trama pensando en mi propia fuga entiendo que sólo un buen motivo puede haberse llevado la atención de los captores, y que si bien la historia ya responde a mi puro antojo la mancha fiel de escritor en la camisa me exige un final digno, coherente, y aunque Cintia ya no está conmigo sé que me hubiera dedicado una sonrisa por ser fiel a los buenos relatos…, y me resigno entonces a pensar que únicamente mi carrera enloquecida y desesperada contra los alambres es suficiente para asegurar la libertad de mis amigos, que sólo eso justifica cabalmente la distracción de los tipos armados, de modo que decido el heroísmo de por lo menos cuatro balazos fatales en la enormidad de la noche, todos dándome por la espalda, y en medio de los charcos, el barro (que ahora sí se mezcla con la mancha de tinta), el frío y la muerte, cierro con fidelidad una buena historia.

viernes, 27 de abril de 2018

Él



 Ya pagaron la fianza, pero debe haber algún error.
 Ahora estoy esperando en la estación de trenes. Hace mucho frío. Me imagino que iré a casa de mis tíos en el Chaco, y debo  calcular bien los gastos, porque estoy con muy pocos ahorros.
 Preferiría no pensar en nada.
 Cada segundo que pasa, menos lo creo..., aunque a veces  también dudo de mí mismo.
 Invariablemente repaso todo desde el principio,  para encontrarle a todo esto algún sentido.
 Empezó hace dos semanas, cuando volví por la noche de la  facultad.
 Entré  a casa, como siempre, y lo vi. Pensé que era algún  amigo de  mi  hermano, y lo saludé cordialmente.  Pareció  incomodarse, pero  devolvió mi saludo con un ademán suave. Tenía  una  bufanda marrón  y un sobretodo negro, y no pude distinguir bien su  cara. Eramos bastante parecidos en tamaño y altura.
 La cena fue bastante incómoda. Todos estábamos un poco distantes por  aquella nueva presencia en la casa, y preferí no hacer  preguntas.
 Luego de un rato de televisión, me fui a dormir.
 Sus maletas estaban en mi cuarto y nuevamente opté por no  hacer preguntas. Me puse a leer un rato; unos momentos más tarde  entró mi madre con él a la pieza. Me molestó que no golpeara la puerta, como siempre hacía, pero tampoco dije nada.

 - Será sólo por unos días...- dijo, aunque no supe bien a  quién le hablaba.

 - Perfecto- contestó él, sin darme tiempo a nada.


 Di vuelta hacia el lado de la pared, y tapándome con las  frazadas me dormí.
 Había en su comportamiento cierta confianza desde el  principio, pero  todos en casa parecían sentirse a gusto con él.  Esa  noche preferí quedarme a dormir en lo de un amigo, y no avisar nada  en mi  casa. Pensé que de ese modo se preocuparían un poco  más  por mí.
 Mi  amigo pasaría ese fin de semana largo en su estancia en  las afueras y decidí irme con él unos días.
 La estadía en la estancia se prolongó un tiempo, y eso fue mejor para mí. Cada tanto hablaba a casa, pero al cortar invariablemente sentía una sensación extraña, como de distancia en el trato.
 Pero preferí no pensar en eso. Me aliviaba mucho saber que  sólo sería  por  unos días, y que en poco tiempo todo  volvería  a  la normalidad en mi hogar.
 Pasaron cinco días, y volví.
 Habían  cambiado la cerradura; eso me fastidió  bastante.  Toqué varias veces el timbre, y vi a mi hermano hablando por teléfono a través  de  la ventana. Preferí esperar a que  terminara,  porque supuse que si no interrumpía su charla para abrirme, sería  seguramente por algo importante.
 Siguió hablando, y cada tanto me miraba.
 Le hice una seña para que me abriera, pero parecía no notarlo.

-  Vamos,  déje  de molestar...- me dijo el  oficial  de  policía tomándome del brazo- ya tenemos varias denuncias de esta casa.

- ¿Qué pasa...?- le pregunté, tratando de zafarme.


 El  agente me apretó con más fuerza, y miró a su  ayudante  como dándole una orden. El otro abrió la puerta de atrás del patrullero y entre los dos me obligaron a entrar, sin darme explicaciones. Por alguna  estúpida razón no dije nada, y opté por llegar a la  seccional para aclarar todo.

- Es éste ?- preguntó el agente a mis padres, que esperaban en la seccional.

- Sí...- contestó seriamente mi padre.

 Mamá  estaba como shockeada por toda esa situación. Yo, en  cambio,  ya  estaba  más tranquilo y sonreía  aliviado,  porque  era evidente que todo se solucionaría en instantes.
 Permanecí en silencio.
 Me trasladaron a una celda cercana, y hasta me pareció  divertido, porque yo nunca había estado en una.
 Desde  ahí pude escuchar el relato de mi madre, ya un  poco  más tranquila, al oficial que le tomaba declaración:

-  "...y de repente apareció en nuestra casa. Al  principio,  por consejo de la policía, lo tratamos como si nada ocurriera, porque corríamos el riesgo de que fuera un sicópata..."

 "  Claro,-pensaba  yo en la celda-, el tipo estaba  loco...  Mis viejos actuaron muy bien... prefirieron no decirnos nada para  no crear pánico en casa"


 Mamá continuó explicando:

-  " Unos días después, repentinamente se fue a una  estancia,  y ahí decidimos cambiar la cerradura. Bueno...el resto usted ya  lo conoce."

 Alguien pagó la indemnización, y pude salir.
 He intentado volver a casa, pero en la puerta hay un  patrullero de la policía, custodiando todo el tiempo.
 Ahora estoy acá, en la estación de trenes. Me voy al Chaco, a casa de unos tíos.
 La verdad es que estoy preocupado...
 Debe haber algún error.

sábado, 14 de abril de 2018

Segundos

Todo iba a ser así. Desde siempre.
Él sale en su auto esta mañana de febrero, casi de madrugada. Cada segundo está calculado, cada centímetro cumple su función cabalmente. 
Como en un día cualquiera, dobla hacia el norte por la Avenida del Parque. Al llegar a la segunda esquina el semáforo lo detiene, como debe ser. Exactamente cuarenta segundos de espera, más otros seis que lo demora una anciana que cruza la calle. Cuarenta y seis segundos.
En otro lugar de la ciudad el chofer de un camión negro espera que le den el vuelto en la estación de servicio, porque el empleado se ha quedado sin cambio. Justo ese empleado.
Eso demora un minuto y tres segundos. El tiempo exacto para que, luego de arrancar el camión pueda alcanzar el verde de tres cuadras consecutivas. 
La intersección de esas dos calles siempre ha sido tranquila. Son anchas, y puede verse perfectamente hacia ambos lados antes de cruzar. Excepto hoy, claro, que por haber una promoción en el nuevo restaurant de mitad de cuadra se ha llenado de autos en las cuatro esquinas. 
El auto acelera lo necesario para llegar a esa esquina en ese instante. El camión hace lo mismo. 
Ambos están ahí el mismo segundo, del mismo día, en la misma esquina. 
El impacto es brutal.
Pero no ha sido una imprudencia. Han sido millones de decisiones que ambos arrastran desde que nacieron. Nunca tuvieron el coraje de cambiarlas. Murieron porque desde que llegaron al mundo suman los segundos y los centímetros para estar este día fatal, aquí.
Porque hoy desayunaron a la hora que desayunaron, y no quince segundos más tarde. Y porque en la niñez un partido de fútbol los detuvo un rato fuera de la escuela.
No se destrozaron por acelerar.
Es que debieron haber vuelto a tiempo de la escuela aquella tarde. Y no sumar esos segundos para la muerte.
Quizás por eso es que sus madres, que ahora lloran al lado del choque, siempre insistieron con que no volvieran tarde a casa.

miércoles, 11 de abril de 2018

EL LUGAR DE LAS COSAS

Después de años enteros de hacer lo mismo, era caprichoso y anacrónico que una ocurrencia así le estallara en la cabeza. Los dedos, apenas apoyados en la repisa como investigadores curiosos, quedaron inmóviles a la espera de la otra mano. El libro se sostenía tembloroso en diagonal con el estante, superando apenas su frente añosa y cansada. Los ojos, en búsqueda ansiosa e inútil.
No era más que una novela mal llevada, relato inconexo y pretencioso que se quedaba en las buenas intenciones, sin siquiera acercarse a una aceptable pintura de época del Londres del siglo pasado. Las citas de autores probables no alcanzaban a seducir, y la trama se caía a pedazos a medida que pasaban las páginas. Hasta creyó sentir que cada hoja pesaba más que la anterior, llegando al punto de vencer su mano sexagenaria en la carilla setenta y ocho, para ya no volver a abrirse.
Le disgustaban esos lomos descoloridos y antiguos, que más parecían  en la biblioteca un adorno avejentado que lo que en verdad eran... libros que pasaban de generación en generación sin que nadie jamás pensara en leerlos.
Pero era justo ése volumen, y no otro, el que lo había petrificado frente a los estantes. De algún modo – creyó entender – el texto aburrido y arduo de ese tal Collins le había disparado la idea.
Estuvo  ahí un buen rato, sin pensar en moverse.
“El orden del mundo...” – pensó, más riéndose de sí mismo que dándole crédito a esa insensatez. Aun así, trató de recordar. “Por las dudas”, se dijo, burlándose de sus manías.
El libro seguía apoyado en el borde, con la mano que no lo dejaba caer  y que ya empezaba a sentir el cansancio. Dedujo que las posibilidades no podían ser muchas... pero con solo haber dos chances se abrían las grietas del infinito, y eso era más que suficiente. Los malditos libros no elegidos se habían desplomado en venganza hacia la derecha, encontrando una división de madera que los frenó en la caída. De ese modo, la búsqueda era todavía más cruel. Ya no podía especularse con el hueco oportuno que a veces queda, denunciando el lugar y el peligro. A partir de ahí sólo quedaba la memoria, es decir la nada. A sus sesenta y tres cansados se sumaba la distracción y el desinterés por los breves actos cotidianos.
Se enojó. Los ceños se fruncieron y los dedos apretaron con impotencia el pequeño libro azul. Sintió la transpiración y el contacto rabioso con la tapa, el tiritar  ansioso de toda la mano sujetándolo. Y la indecisión...
No pensaba en leerlo de nuevo. La aparente seducción de buscar en esas páginas el párrafo que le había alumbrado la mente, no serviría de nada. De cualquier modo, volvería a ese lugar y a ese momento de perplejidad. Sería dar vueltas en círculo y llegar una y otra vez a las puertas del laberinto, al vértice de las posibilidades.
Así, parado frente a los estantes casi como una efigie, de barba blanca y cansado, empezó a tejer la teoría que, de  cierto modo en su trama mediocre y previsible, el libro azul le había denunciado. 
“Si lo que creo es cierto, el Mundo tiene un orden esencial que debe respetarse como algo incólume y sagrado. Cada pequeña cosa tiene su lugar establecido para conformar esta especie de mosaico universal, que debe permanecer intacto. Y yo lo he destruido al sacar este libro de la repisa y ser incapaz de volverlo con exactitud al mismo punto, manteniendo así su relación con los otros libros, con mi escritorio, con la ventana, conmigo... Hay infinidad de cosas que se mueven todo el tiempo, es verdad, pero algunas de ellas abren profundísimos abismos, y de alguna manera lo denuncian cuando se las profana... Es la única explicación a esta obsesión repentina por ponerlo en su preciso lugar... Nada relacionado con el orden me había inquietado así antes. Mi caótica casa es prueba de ello. Esto no puede ser casualidad...,  es claro que este ejemplar debe retornar a su hueco original para no desarmar el cosmos que de modo tan necio he alterado”.
El razonamiento le parecía impecable. Sintió un orgullo absurdo al haber dado con una de esas cosas que reclaman, casi con violencia, que se las ubique nuevamente en su lugar. Pero temblaba de solo pensar que únicamente el azar lo ayudaría en el intento, y que el sitio donde finalmente eligiera ponerlo era una apenas una chance, tan probable como cualquier otra... Desechó otra vez cualquier intento de recordar. La ayuda de la memoria era tan frágil como insensata.
El crepúsculo, para ese entonces, lo había atacado por la espalda aprovechando sus vanas elucubraciones, y se desplomaba en oscuridad sobre la casa, el jardín y el parque arbolado. Muy poco quedaba de azul en el lomo del libro elegido. Las sombras lo habían transformado en noche, como a cada cosa. Y la quietud empujaba en silencio, dejando que la soledad se apoderara de todo.
No muy lejos, otra indecisión de manos sujetaba fuertemente las manijas de un bolso pesado y viejo. La llegada del tren era inminente, y las vías serían impiadosas en su destino final de parque, árboles y silencio. Bajar del vagón sería aparecer en el escenario rectangular de aquella ventana vigilante, detrás de la cual un viejo lector pasaba sus días. Llegar era nada menos que ser vista, era intentar el reencuentro, era cruzar.
El libro apenas se movía de su plano inclinado, tocando sólo en un punto a la repisa. Parecía por momentos que esa posición sería eterna, y que la mano temblorosa jamás se movería en un impulso definitivo. Pero la humareda del tren fue inapelable, y al tiempo que ella se incorporaba con el boleto apretado en una de sus manos, la otra intentaba cargar el bolso hasta que los vagones se detuvieran del todo frente a sus zapatos gastados.
Los relojes entonces desbarrancaron las cosas. Un empujón brutal metió el libro hasta el fondo haciéndolo golpear contra la madera, justo en el hueco que un instante antes habían preparado azarosamente los dedos, palpando en la oscuridad con velocidad nerviosa.
El presentimiento le dolió en los hombros, como tirándola hacia atrás, y entendió que era definitivo. Dejó caer el bolso, vencida, y en la otra mano se despedazó el pasaje para siempre.
La calma lo ganó todo.
Algunos quehaceres hogareños, retrasados por el incidente, lo hicieron volver lentamente a la rutina y al escepticismo. Se ocupó de cerrar bien la casa y dejó, como un sincero homenaje al percance, algunos adornos en su lugar.  
Sonrió.    
Recién por la noche, cuando su cabeza caía cansada sobre la almohada, lo atacó la sensación de no haber puesto el libro en el sitio indicado. Pero eso lo inquietó apenas unos segundos. 
Más pudo la melancolía de los años, la tristeza de notar una vez más que la ausencia era demasiado grande, que los vacíos lo llenaban todo, y que hasta la ventana sobraba en tamaño... ahora que sólo la usaba él... para vigilar con espanto, dos veces por día, la puntual llegada del tren.