miércoles, 11 de abril de 2018

EL LUGAR DE LAS COSAS

Después de años enteros de hacer lo mismo, era caprichoso y anacrónico que una ocurrencia así le estallara en la cabeza. Los dedos, apenas apoyados en la repisa como investigadores curiosos, quedaron inmóviles a la espera de la otra mano. El libro se sostenía tembloroso en diagonal con el estante, superando apenas su frente añosa y cansada. Los ojos, en búsqueda ansiosa e inútil.
No era más que una novela mal llevada, relato inconexo y pretencioso que se quedaba en las buenas intenciones, sin siquiera acercarse a una aceptable pintura de época del Londres del siglo pasado. Las citas de autores probables no alcanzaban a seducir, y la trama se caía a pedazos a medida que pasaban las páginas. Hasta creyó sentir que cada hoja pesaba más que la anterior, llegando al punto de vencer su mano sexagenaria en la carilla setenta y ocho, para ya no volver a abrirse.
Le disgustaban esos lomos descoloridos y antiguos, que más parecían  en la biblioteca un adorno avejentado que lo que en verdad eran... libros que pasaban de generación en generación sin que nadie jamás pensara en leerlos.
Pero era justo ése volumen, y no otro, el que lo había petrificado frente a los estantes. De algún modo – creyó entender – el texto aburrido y arduo de ese tal Collins le había disparado la idea.
Estuvo  ahí un buen rato, sin pensar en moverse.
“El orden del mundo...” – pensó, más riéndose de sí mismo que dándole crédito a esa insensatez. Aun así, trató de recordar. “Por las dudas”, se dijo, burlándose de sus manías.
El libro seguía apoyado en el borde, con la mano que no lo dejaba caer  y que ya empezaba a sentir el cansancio. Dedujo que las posibilidades no podían ser muchas... pero con solo haber dos chances se abrían las grietas del infinito, y eso era más que suficiente. Los malditos libros no elegidos se habían desplomado en venganza hacia la derecha, encontrando una división de madera que los frenó en la caída. De ese modo, la búsqueda era todavía más cruel. Ya no podía especularse con el hueco oportuno que a veces queda, denunciando el lugar y el peligro. A partir de ahí sólo quedaba la memoria, es decir la nada. A sus sesenta y tres cansados se sumaba la distracción y el desinterés por los breves actos cotidianos.
Se enojó. Los ceños se fruncieron y los dedos apretaron con impotencia el pequeño libro azul. Sintió la transpiración y el contacto rabioso con la tapa, el tiritar  ansioso de toda la mano sujetándolo. Y la indecisión...
No pensaba en leerlo de nuevo. La aparente seducción de buscar en esas páginas el párrafo que le había alumbrado la mente, no serviría de nada. De cualquier modo, volvería a ese lugar y a ese momento de perplejidad. Sería dar vueltas en círculo y llegar una y otra vez a las puertas del laberinto, al vértice de las posibilidades.
Así, parado frente a los estantes casi como una efigie, de barba blanca y cansado, empezó a tejer la teoría que, de  cierto modo en su trama mediocre y previsible, el libro azul le había denunciado. 
“Si lo que creo es cierto, el Mundo tiene un orden esencial que debe respetarse como algo incólume y sagrado. Cada pequeña cosa tiene su lugar establecido para conformar esta especie de mosaico universal, que debe permanecer intacto. Y yo lo he destruido al sacar este libro de la repisa y ser incapaz de volverlo con exactitud al mismo punto, manteniendo así su relación con los otros libros, con mi escritorio, con la ventana, conmigo... Hay infinidad de cosas que se mueven todo el tiempo, es verdad, pero algunas de ellas abren profundísimos abismos, y de alguna manera lo denuncian cuando se las profana... Es la única explicación a esta obsesión repentina por ponerlo en su preciso lugar... Nada relacionado con el orden me había inquietado así antes. Mi caótica casa es prueba de ello. Esto no puede ser casualidad...,  es claro que este ejemplar debe retornar a su hueco original para no desarmar el cosmos que de modo tan necio he alterado”.
El razonamiento le parecía impecable. Sintió un orgullo absurdo al haber dado con una de esas cosas que reclaman, casi con violencia, que se las ubique nuevamente en su lugar. Pero temblaba de solo pensar que únicamente el azar lo ayudaría en el intento, y que el sitio donde finalmente eligiera ponerlo era una apenas una chance, tan probable como cualquier otra... Desechó otra vez cualquier intento de recordar. La ayuda de la memoria era tan frágil como insensata.
El crepúsculo, para ese entonces, lo había atacado por la espalda aprovechando sus vanas elucubraciones, y se desplomaba en oscuridad sobre la casa, el jardín y el parque arbolado. Muy poco quedaba de azul en el lomo del libro elegido. Las sombras lo habían transformado en noche, como a cada cosa. Y la quietud empujaba en silencio, dejando que la soledad se apoderara de todo.
No muy lejos, otra indecisión de manos sujetaba fuertemente las manijas de un bolso pesado y viejo. La llegada del tren era inminente, y las vías serían impiadosas en su destino final de parque, árboles y silencio. Bajar del vagón sería aparecer en el escenario rectangular de aquella ventana vigilante, detrás de la cual un viejo lector pasaba sus días. Llegar era nada menos que ser vista, era intentar el reencuentro, era cruzar.
El libro apenas se movía de su plano inclinado, tocando sólo en un punto a la repisa. Parecía por momentos que esa posición sería eterna, y que la mano temblorosa jamás se movería en un impulso definitivo. Pero la humareda del tren fue inapelable, y al tiempo que ella se incorporaba con el boleto apretado en una de sus manos, la otra intentaba cargar el bolso hasta que los vagones se detuvieran del todo frente a sus zapatos gastados.
Los relojes entonces desbarrancaron las cosas. Un empujón brutal metió el libro hasta el fondo haciéndolo golpear contra la madera, justo en el hueco que un instante antes habían preparado azarosamente los dedos, palpando en la oscuridad con velocidad nerviosa.
El presentimiento le dolió en los hombros, como tirándola hacia atrás, y entendió que era definitivo. Dejó caer el bolso, vencida, y en la otra mano se despedazó el pasaje para siempre.
La calma lo ganó todo.
Algunos quehaceres hogareños, retrasados por el incidente, lo hicieron volver lentamente a la rutina y al escepticismo. Se ocupó de cerrar bien la casa y dejó, como un sincero homenaje al percance, algunos adornos en su lugar.  
Sonrió.    
Recién por la noche, cuando su cabeza caía cansada sobre la almohada, lo atacó la sensación de no haber puesto el libro en el sitio indicado. Pero eso lo inquietó apenas unos segundos. 
Más pudo la melancolía de los años, la tristeza de notar una vez más que la ausencia era demasiado grande, que los vacíos lo llenaban todo, y que hasta la ventana sobraba en tamaño... ahora que sólo la usaba él... para vigilar con espanto, dos veces por día, la puntual llegada del tren.

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