domingo, 3 de diciembre de 2017


Lecturas

El señor Destay se paró frente a la inmensa biblioteca del centro de  Praga y sintió lo que todos...la angustia ya milenaria de cada hombre frente a la cantidad de libros que jamás podrá leer.
Respiró profundo, hizo un breve repaso de su vida y se dijo que lamentarse por tantas deudas con la literatura lo único que haría sería hacerle perder aún más tiempo, y que sus setenta y nueve años ya no le daban mucho margen. Recordó a los grandes autores de su infancia y a los que fingió conocer en las charlas con intelectuales. Daban las 19:40 y le ganó la indecisión frente a tantas opciones posibles. Supo entonces que nada era mejor que el azar. El sol se ponía tras las viejos edificios  y la gente de a poco encontraba el camino de vuelta a casa.
Se paró frente al viejo bibliotecario de la entrada, que mal humor mediante por la hora, le preguntó qué buscaba. Decidido, el señor Destay le dijo que le diera cualquier libro. El viejo levantó la vista detrás de los viejos anteojos y con un resoplido pareció volver a hacer la pregunta de rigor.
Así se mantuvieron unos instantes, hasta que el empleado decidió terminar con el asunto y lo llevó por cualquier pasillo, y sin dejar de mirarlo alzó el brazo derecho mientras tomaba un ejemplar gastado.
El hombre se lo agradeció y lo vio partir, seguramente mascullando alguna queja. Abrió el libro en una página también aleatoria y se sentó en la lúgubre soledad de la sala de lectura. Había abierto el ejemplar a la mitad de un relato, pero decidió respetar el designio del destino y se puso a leerlo en el primer párrafo de la página elegida, sin retrotraerse siquiera al principio de la historia.
Pocos minutos después asistía -azorado y atónito - a la descripción de su propia vida, a cada detalle de cada recuerdo de su infancia, a la descripción puntual de su adolescencia y juventud, de sus pensamientos y hasta sus secretos mejor guardados. Por momentos no podía siquiera respirar del susto y constató además -de un vistazo- que seguía solo en la biblioteca. Sintió terror de mirar el título del tomo, y prefirió seguir leyendo. Trató de calmarse y al rato lo invadió cierta vanidad al intuir lo que finalmente ocurrió con el libro: terminaba en la descripción de sus últimos minutos, en los que pedía un libro al azar a un empleado reticente en el medio de Praga. Ahí terminaba la historia. Luego venía el blanco, la nada misma.
Apenas tuvo tiempo de chequear la hora cuando un fuerte portazo de madera en la entrada le heló la sangre.
Se sabía encerrado, pensó que era el final y palpó intuitivamente una lapicera para -al menos- poder dar fin al relato. Tomó el primer espacio disponible en el libro pero  -para su espanto- vio que esa repentina  intención de escribir ya se había plasmado también en la página. Optó entonces por levantarse y revisar otros tomos, y confirmó que la infernal biblioteca contenía la biografía de todos los hombres, de cada hombre, desde el inicio de los tiempos, y que solo bastaba con repetir la operación del azar para asistir a la íntima historia de cada uno.
Intentó escapar, pero era tarde y la biblioteca estaba herméticamente cerrada. Nadie escuchó sus escasos gritos.
Cuando volvió al libro, casi sin aliento, estaba también descripto su reciente y cobarde intento de huir.
Destay se desplomó en el asiento y comprobó que estaba encerrado en su propia historia.
De a poco, agotado por el miedo, fue presa del sueño y terminó apoyado en el libro abierto, a modo de elemental almohada.
Al día siguiente Praga inició sus actividades habituales, al igual que la antigua biblioteca.
Todo parecía funcionar normalmente. Los lectores se acercaban y pedían sus libros. El viejo bibliotecario, de mejor humor, se los iba alcanzando.
Por un momento recordó a Destay, y de una mirada trató de indvidualizar el pasillo al que lo había llevado, pero el momento se interrumpió por el trajín habitual y tuvo que seguir atendiendo.
Pensó, eso sí, que en tantos años nadie le había pedido un libro al azar y recordó con una oscura sonrisa aquello de que siempre hay una primera vez, todo mientras se acomodaba los anteojos y anotaba sin prisa los nuevos pedidos.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Decisiones

Camino veredas abajo y ya se escuchan los últimos vapores de los barcos. El sol se cansa, como desde hace milenios, y los viejos fumadores acompañan el tintineo de las luces con sus brasas de cigarrillos incansables. 
Te recuerdo. Tu cuerpo es cada vez más perfecto en mi nostalgia. Me niego al paso del tiempo, y a la locura de la rutina cotidiana. 
Hago una pausa. Me tientan otra vez los tomos de Borges -caros, por ahora inalcanzables- en una librería exquisita que los exhibe sin pudor. 
Recreo estos minutos con algo de jazz instrumental y auriculares y me digo que quizás -en definitiva- soy éste, el que se refleja sin demora en los pocos vidrios limpios que quedan en el camino del bajo. Insisto en mi amor por las  letras, en un pasado más calmo, y el sinfín de pipas rituales que me acompañan en el monoambiente a pesar de las razonables quejas de mis vecinos. 
Descreo por ello de la otra posibilidad -por momentos casi tangible- que me asalta por las noches cuando sueño ser ese asesino múltiple del sur de Buenos Aires, de tapa de diarios, de juicios escandalosos y penas infamantes. Tampoco creo en haber escapado de la cárcel con maestría gracias al ingeniero recluso que me facilitó los planos y las coartadas y que se negó a fugarse conmigo (por melancolía o tedio). 
Y entonces otra vez tu cuerpo, los infinitos atardeceres juntos y la pelea frente al río por haberte negado una y otra vez detalles de mi pasado, por resistirme a contar lo del machete y las habitaciones sucesivas durante la masacre. Y recordar también el vestido azul pegado a tu cuerpo en medio del enojo y los insultos, mientras te ibas para siempre. Cada vez más perfecta. Cada vez más inalcanzable, como los tomos exquisitos del viejo, como todo lo que no pudo ser en mi vida y que con tanta paciencia he ido eliminando.
Me enoja lo de las pesadillas, esta especie de pasillo paralelo que me sigue a todos lados y pienso que -quizás- ya sea hora de decidirme, de ordenar un poco las cosas.
Llego a mi escritorio del tercer piso y aún a pesar del silencio nocturno no logro diferenciar las sirenas de la policía. Intuyo que aún tengo tiempo para tomar una decisión  y me concentro en este que soy, bohemio y lleno de soltería que apenas deja su oficina huye a la literatura, al encierro, a las pipas y a las tenues sirenas de los barcos. Me digo que para eso mi concentración tiene que ser profunda y constante, que no puedo dejar resquicio alguno a la otra posibilidad, y que jamás permitiré en adelante que los sueños se inmiscuyan por las noches. 
Me acerco a la cocina y guardo en una bolsa el machete y las fotos del espanto, con la tranquilidad de quien por fin se despide de todo. Respiro profundo, hago una larga pausa y bajo al basurero del edificio con mi bolsa negra  mientras veo al menos tres patrulleros acercarse. No estoy muy seguro de que se quieran detener, me concentro y vuelvo a mi decisión de la bohemia y del pasado impecable. Los autos siguen de largo y dejo la bolsa sin más, en medio de tantas otras.
Me gana una inmensa calma. Intuyo que ya es tarde para volver al río, al mismo lugar del abandono y los reproches. Resisto la nostalgia con otro poco de jazz y miro desde mi ventana cómo la policía se acerca otra vez a mi edificio pero luego de unos instantes sigue su desganado viaje hacia la nada. 
Enciendo la cuarta pipa desde la derecha, la de los jueves, y releo algún clásico inglés mientras pienso en mis ahorros, en todo lo que me queda aún para poder comprar esos tomos inalcanzables. Pienso que los veré desafiantes cada noche  en mi habitual recorrido por el bajo, en medio de pesadillas lejanas y recuerdos efímeros, entre luces mortecinas y cigarrillos, y quizás acompañado por el perfil despintado de algún patrullero que, a paso de hombre, indiferente y distante, espera su momento.