sábado, 2 de diciembre de 2017

Decisiones

Camino veredas abajo y ya se escuchan los últimos vapores de los barcos. El sol se cansa, como desde hace milenios, y los viejos fumadores acompañan el tintineo de las luces con sus brasas de cigarrillos incansables. 
Te recuerdo. Tu cuerpo es cada vez más perfecto en mi nostalgia. Me niego al paso del tiempo, y a la locura de la rutina cotidiana. 
Hago una pausa. Me tientan otra vez los tomos de Borges -caros, por ahora inalcanzables- en una librería exquisita que los exhibe sin pudor. 
Recreo estos minutos con algo de jazz instrumental y auriculares y me digo que quizás -en definitiva- soy éste, el que se refleja sin demora en los pocos vidrios limpios que quedan en el camino del bajo. Insisto en mi amor por las  letras, en un pasado más calmo, y el sinfín de pipas rituales que me acompañan en el monoambiente a pesar de las razonables quejas de mis vecinos. 
Descreo por ello de la otra posibilidad -por momentos casi tangible- que me asalta por las noches cuando sueño ser ese asesino múltiple del sur de Buenos Aires, de tapa de diarios, de juicios escandalosos y penas infamantes. Tampoco creo en haber escapado de la cárcel con maestría gracias al ingeniero recluso que me facilitó los planos y las coartadas y que se negó a fugarse conmigo (por melancolía o tedio). 
Y entonces otra vez tu cuerpo, los infinitos atardeceres juntos y la pelea frente al río por haberte negado una y otra vez detalles de mi pasado, por resistirme a contar lo del machete y las habitaciones sucesivas durante la masacre. Y recordar también el vestido azul pegado a tu cuerpo en medio del enojo y los insultos, mientras te ibas para siempre. Cada vez más perfecta. Cada vez más inalcanzable, como los tomos exquisitos del viejo, como todo lo que no pudo ser en mi vida y que con tanta paciencia he ido eliminando.
Me enoja lo de las pesadillas, esta especie de pasillo paralelo que me sigue a todos lados y pienso que -quizás- ya sea hora de decidirme, de ordenar un poco las cosas.
Llego a mi escritorio del tercer piso y aún a pesar del silencio nocturno no logro diferenciar las sirenas de la policía. Intuyo que aún tengo tiempo para tomar una decisión  y me concentro en este que soy, bohemio y lleno de soltería que apenas deja su oficina huye a la literatura, al encierro, a las pipas y a las tenues sirenas de los barcos. Me digo que para eso mi concentración tiene que ser profunda y constante, que no puedo dejar resquicio alguno a la otra posibilidad, y que jamás permitiré en adelante que los sueños se inmiscuyan por las noches. 
Me acerco a la cocina y guardo en una bolsa el machete y las fotos del espanto, con la tranquilidad de quien por fin se despide de todo. Respiro profundo, hago una larga pausa y bajo al basurero del edificio con mi bolsa negra  mientras veo al menos tres patrulleros acercarse. No estoy muy seguro de que se quieran detener, me concentro y vuelvo a mi decisión de la bohemia y del pasado impecable. Los autos siguen de largo y dejo la bolsa sin más, en medio de tantas otras.
Me gana una inmensa calma. Intuyo que ya es tarde para volver al río, al mismo lugar del abandono y los reproches. Resisto la nostalgia con otro poco de jazz y miro desde mi ventana cómo la policía se acerca otra vez a mi edificio pero luego de unos instantes sigue su desganado viaje hacia la nada. 
Enciendo la cuarta pipa desde la derecha, la de los jueves, y releo algún clásico inglés mientras pienso en mis ahorros, en todo lo que me queda aún para poder comprar esos tomos inalcanzables. Pienso que los veré desafiantes cada noche  en mi habitual recorrido por el bajo, en medio de pesadillas lejanas y recuerdos efímeros, entre luces mortecinas y cigarrillos, y quizás acompañado por el perfil despintado de algún patrullero que, a paso de hombre, indiferente y distante, espera su momento.

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