jueves, 31 de diciembre de 2015

31

Siempre a esta altura la misma historia, y todo por culpa de Estela, la amiga de mi abuela que aquella tarde me dio esa hoja cortada de una revista donde venían los típicos decálogos de buenos consejos para escribir. Todavía recuerdo que con cierta indiferencia la doblé y la puse en el bolsillo del jean mientras ella me explicaba que eran como mandamientos sagrados para redactar respetablemente. Al final de la lista venía algo así como: no deje historias para el año siguiente, organícese para escribir de un modo ordenado y llegar al 31 de diciembre con todas las ideas terminadas. Pues bien: nada de eso. En mi caso es siempre el caos, los papelitos con ideas, las tramas inconclusas, las que se mezclan entre sí en los más variados meses del año, los olvidos...todo colaborando para que llegue el último día del calendario y se junten en la puerta de mi casa innumerables personajes, fechas, diálogos, descripciones...una masa enorme e incoherente de cosas que muy lejos están de convertirse en un cuento. Y todos exigen ser escritos - con enojo y desesperación - antes de que den las benditas 12. Pero ya se sabe, fin de año....los nervios, las compras de último momento, la locura de salir a las diez de la noche en medio de ensaladas, postres y gritos, y yo con el temor de saber que allí están, como un ejército silencioso, enojados, esperando en la puerta y dispuestos a cualquier cosa por pasar al papel, por ser al menos parte de alguna mínima historia y así sobrevivir. Todos los 31 lo mismo, yo muerto de miedo dentro de mi casa porque no he cumplido con el mandato de la revista, y mi familia que me grita desde el auto, ya son las 10 y cuarto, las y veinte, empiezan las bocinas cada vez más seguidas, hasta que respiro hondo, tomo fuerzas y llavero en mano salgo de mi casa a la espera de lo peor, del golpe, del empujón, del grito, del entendible reclamo de todos esos que quedaron fuera de sus historias y camino hacia el auto mirando el piso, sin levantar ni por un instante la cabeza, y creo sentir un insulto apagado, algo que me roza con violencia y llantos de desesperación. Disimulo, recibo en el auto los últimos reproches familiares por mi tardanza y arranco con la vista puesta en el frente, mientras creo percibir el reflejo y el aliento en mi ventana de una niña que me siguió hasta el final y que implora piedad, que no la deje allí, que por favor de algún modo la lleve al lápiz y papel antes de las 12, y yo le hago una leve seña con la mano para darle algo de esperanza. Acelero entonces y trato de llegar lo antes posible a destino, bordeando esta locura del final del 31, y pienso en alguna historia para la niña pero no se me ocurre nada, y se me llenan los ojos de lágrimas, pero disimulo mirando siempre hacia adelante, todo en medio de comidas, postres, gritos, teléfonos que suenan, olor a perfume y a cabellos infantiles recién bañados.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Una nuez

Es más que sabido que, en general, las nueces traen adentro sólo el exquisito producido que les brinda de la naturaleza, y que suelen terminar -sin mayor escándalo- en alguna picada o media tarde en el campo. Hasta ahí, todo bajo control. El problema aparece cuando uno positivamente sabe que dentro de una de ellas, (sólo dentro de una, entre cientos de miles), viene escondida una historia. Con sus personajes, su trama y el sinfín de elementos que hacen de los buenos relatos algo mágico e inexplicable. Mientras tanto uno, sin mucho más que hacer en esta vida, y en el medio de una siesta anodina de campo previa a la Navidad, mira indiferente cómo la abuela, con el mayor de los placeres, va rompiendo una a una las nueces de una enorme canasta. De repente entonces llega la epifanía, el mensaje, la evidencia. Pero la abuela charla animadamente con tres amigas instaladas alrededor de la mesa mientras destroza con admirable habilidad cada una de las nueces. Interrumpirla con semejante locura es sencillamente impensable. Sigue uno con horror las manos añosas y el rompenueces que, cual máquina mortal, va terminando con inusitada velocidad con las cáscaras. Hasta que ocurre lo inevitable: la abuela ha dejado de hablar porque una de las nueces se resiste a romperse y ella, que es de pocas pulgas y enojo fácil empieza a blasfemar en su italiano natal mientras casi se empina para destrozar con sus dos manos y brazos a la nuez rebelde. El clima se pone tenso, las amigas observan espantadas y a uno ya no le quedan dudas, sabe que ahí adentro están por morir esos pequeños héroes que desde adentro seguramente resisten con todas sus fuerzas. Entonces se lanza encima de la abuela ante la mirada atónita de sus amigas, la empuja y le saca de un manotazo la nuez, dejando a la mujer maltrecha en el piso y huyendo con el preciado tesoro por las viñas. Escucha los primeros gritos dentro de la finca y los insultos de la familia, que empieza a salir enfurecida a buscar al demente que casi mata a la abuela, y justo cuando a uno le están por dar caza entre varios primos furiosos lanza con todas sus fuerzas la nuez, que se pierde y se camufla en infinito marrón de la tierra. Y sabe con alguna nostalgia que quizá ahora la vida sí tenga sentido, y al tiempo que recibe los primeros golpes, intuye que al menos una historia - seguramente una buena historia- ha sido salvada.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Final

Un instante después del verde del semáforo me tomaste la mano y la apretaste en un inequívoco adiós. Recuerdo lo absurdo del tráfico y los carteles de publicidad en medio de tanto sufrimiento privado. Detuve la marcha para verte partir y al menos retener los últimos momentos... Todo en pocos cuadros, privilegio de dedos y palmas fugaces, después de quince años de tantas cosas juntos.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Tiempos modernos

Mi abuela siempre rezongaba y nos insistía con eso de la lentitud -tan sabia- de otras épocas, donde los cambios venían a lo sumo en caballo cansado y no en tren furioso, sin piedad como en estos días.
Ahora la sangre sale por debajo de la puerta del baño acá en el octavo piso y todos corren desesperados a ver, pero saben que ya es tarde. Salgado se ha volado la cabeza mientras aprieta un puñado de acciones en la mano, porque es mucho más rápido que los demás, y cual ajedrecista que anticipa varias jugadas entendió que el derrumbe de esos papeles en la bolsa daba por tierra con la fiesta de quince que tanto le prometió a la más chica, con las refacciones de la casa y quién te dice, hasta con el pago de la hipoteca. Un puñado de absurdos papeles grises que si hubieran sido otros el futuro habría florecido mágicamente..., la nena con su fiesta, el fin de las deudas y tantas cosas más. Pero la abuela tenía razón, era mejor cuando todos estábamos más calmados, de poco vale ahora escuchar al cadete del sexto piso, que llega por las escaleras corriendo y casi sin aire aclara que todo fue un error, que alguien tipeó la letra equivocada, que van a revisar ese sistema donde por meter mal un dedo alguno puede tomar una decisión errada, que mil disculpas.

lunes, 14 de diciembre de 2015

GPS

Instalo por fin el bendito aparato en el auto y luego de un rato -y de maravillarme con los resultados- le pido que me deje en la primera infancia, cerca de los mejores recuerdos posibles. No tardo en aparecer en las ramas de un limonero en una de esas tardes eternas que sólo se interrumpían con el grito materno para ir a cenar. Se me escapa una lágrima y fijo el nuevo destino: la primera ruptura amorosa. Adivino un perfil morocho y ciertos ojos inolvidables que me vuelven a doler. Y así me lleva el gps por los recuerdos más insólitos. Después de innumerables destinos llego cansado a la noche y decido volver a este presente gris de obligaciones y cuentas por pagar. Pero creo que no le he dado bien las coordenadas. Aparezco en un tiempo y un cuerpo levemente extraños. Reviso el aparato pero no sirve de mucho. Me resigno entonces a este nuevo ser y me asomo con cierto temor a los aromas de la cocina y el ruido de ollas que suenan a pocos metros. Un bello perfil sinuoso aparece entre el vapor y los gritos de los chicos. Disimulo una contenida alegría. Ofrezco mi ayuda para poner la mesa y celebro un pollo asado que, sin mucho esfuerzo, adivinan mis sentidos. Lindo aparatito el gps, después de todo.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Detalles

Lo que pasa es que somos unos obsesivos, enfermos que no podemos dejar pasar detalles mundanos y así se nos va la vida. Preocupados ahora por ese pedacito de hilo azul que asoma debajo del sillón y que bien podríamos dejar ahí, que siga su vida de hilo azul, con destinos tan dispares como terminar en un pullover igual a aquel que inspirara a Julio (que no quería culpar a nadie) o en una madeja que de a poco y humildemente busca su refugio en el desván de las cosas viejas. Cosas probables para hilos azules, se sabe.
Pero no, nada de dejarlo pasar, somos víctimas del peor de los males de estos tiempos, la obsesión. Entonces tiramos del bendito hilo para ver de dónde viene, si debajo del sillón está la madeja o qué diablos hace ahí. No teniendo nada mejor que hacer con nuestras vidas que darle de comer a ese costado enfermizo tiramos con fuerza del hilo, que al principio se resiste porque el enorme sillón le acuesta encima toda su autoridad y su peso, pero que de a poco va cediendo y alimentando así nuestras ganas de sacarlo entero, que no esté ahí molestando nuestro mundo visual, cortando el beige de la alfombra y la pata del sillón, todo tan degradé y de buen gusto, hilo maleducado.
Pero se sabe que todo se paga en esta vida, tarde o temprano el hilo azul se cobra la primera víctima, porque si lo que querés es pulsear y tirar vamos a medir fuerzas, entonces la abuela, que con rasgos vegetales mira la televisión en la pieza del primer piso muere en su hamaca, justo cuando empezamos con lo del hilo. Y escuchamos el grito de quien primero la ve tirada y sin vida, pero ni siquiera el grito nos resulta del todo familiar porque se parece a la voz de nuestra hermana, que comparte el primer piso con la abuela, pero no es exactamente nuestra hermana, es una mujer que baja enloquecida por la escaleras y tiene rasgos y modos parecidos, pero definitivamente no es nuestra hermana. Nos reclama, nos grita, pero nosotros la miramos como ausentes, ya entendemos que el hilo del cual tiramos -ahora con locura- juega sus cartas, entonces con abuela muerta y hermana extraña advertimos que será una guerra sin cuartel, más jodés con el hilo, más te desovillo la vida, y las caras y las voces y todo lo que nos rodea va mutando, y sabemos que mejor hubiera sido calmarnos, dejar el hilo desafiante abajo del sillón, aunque nos moleste, aunque nos vuelva locos porque impacta feo en la tonalidad de marrones, (tan correctos que se veían la alfombra y el sillón al principio), pero es inútil, ya no hay vuelta atrás y tiramos enajenados del hilo y el mundo sigue desovillándose a una velocidad de locos y nos quema las manos el tironeo y no sabemos exactamente en qué momento logramos llegar a la otra punta, y nos vemos repentinamente en otra casa, en otro tiempo, desaliñados y con un cansancio indescriptible, pero con el extraño sabor del triunfo de tener toda la madeja encima, las dos puntas claramente identificadas en nuestras manos, ahora todo es oxígeno, todo es alegría, lo que sí nada de levantarse a ver los estragos de tirar y tirar tanto, mejor quedarse a saborear el indescriptible triunfo de los ocres sobre los azules, y quizás así morir.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Discusiones

He decidido reconsiderar el plan de Eduardo, mientras miro su tumba. El frío me quema la cara y los pocos álamos mendocinos no ayudan a parar el viento del sur. Maldigo mi falta de coraje en aquellos tiempos y sé que ahora, sin Eduardo, todo será más difícil. Me arrodillo para dejarle unas flores y de paso para ver si me susurra algo.
Nada. Estoy solo.
No quiero volver a mi casa, a la rutina espantosa y al ruido del teléfono que no me deja escribir en paz. Intuyo que por aquí cerca debe haber un café o algo parecido para pensar un rato.
La noche se acerca y se burla de mis planes. Eduardo sigue muerto y no me da pistas.
Me recluyo entonces en el frío del auto y trato de acompañarme con un poco de radio.
Me duele este domingo como nunca antes. Los guardias del cementerio me miran con desconfianza pero no pienso mover el auto.

- Abríme que hace frío - reclama Eduardo mientras golpea con los nudillos la ventana del auto, ya empañada.
Obedezco con desgano.
Se acomoda sin mayores comentarios y me mira como pidiendo permiso para encender un cigarrillo.
- Ni se te ocurra- le gruño.
Un rato después no podemos evitar volver -como desde hace años- a la misma remanida discusión. Le pido que por favor no grite y que deje las flores fuera del auto.
- Son tuyas- aclara. Al que le gustan las flores en la tumba es a vos, ya te he dicho.

De a poco nos acercamos al tema de fondo. Insiste con mi herida de bala, con que el auto es de él y los mismos repetidos argumentos. Levanta la voz y me pone de pésimo mal humor.
Me bajo para no escucharlo. Tomo las flores del piso mientras vuelvo a sentir el dolor, el pecho caliente y la sangre en la camisa.
Eduardo espera unos minutos a que me resigne y tome fuerzas... Entonces prende las luces para ayudarme a ver el camino.
Los guardias -claro- no me perciben.
Llego cansado a la tumba y trato de repensar el plan original. Era impecable, no entiendo qué puede haber salido mal.
El frío y los álamos siguen como en una postal inconmovible que me entristece aún más.
A lo lejos escucho el ronquido del auto, alejándose con Eduardo adentro.
Quizás él tenga razón después de todo.
Y mientras la noche se apodera del cielo, maldigo otra vez mi mala suerte.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Siestas

En mis tardes de niño solitario pasaba ratos largos mirando el piso, las baldosas y las manchas azarosas que la humedad formaba con la tierra. Intentaba recrear historias que terminaran fatalmente en alguna de esas manchas caprichosas, de modo que esa forma explicara -cual epílogo- todos los sucesos anteriores de mis historias imaginarias. Así pasaba interminables tardes de siesta a la sombra de algún arbusto generoso. Pero hubo una mancha que me obsesionó desde el primer momento, porque cambiaba de forma con rapidez y me mostraba lo que a mí me parecían caras extrañas de viejos que intentaban decirme algo. Mis amigos se burlaban con razón porque ellos no veían nada y mis gritos de miedo ya los aburrían. Volví varias veces durante años y tarde o temprano la mancha empezaba su aquelarre de viejos sólo para mí. Esta tarde, ya anciano, regreso -quizás- a despedirme de la extraña baldosa en medio de la melancolía de mis últimos días. Pero para mi estupor ya no hay nada en ese lugar. Apenas puedo divisar con esfuerzo, detrás de una ínfima capa de agua, la cara espantada de un niño que me sospecha desde el otro lado.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Origami

Usted agarre un día cualquiera y dóblelo bien por la mitad. Luego lo despliega y hace un pequeño doblez en los bordes más lejanos, cerca de la cena y el desayuno. Cuando lo tiene bien marcado hace un triángulo, tal como muestra la figura, de modo que le quede en la punta superior sus deseos y fantasías más delirantes. En la base, si ha seguido bien estas instrucciones, aparecerán sus obligaciones, horarios y trámites infinitos. Vuelva a replegarlo de modo que cualquier momento cotidiano y aburrido se toque al azar con alguna de sus locuras más inconfesables. Si todo sale bien la existencia de repente tendrá un gusto a picante digno de saborerar. Advertirá, eso sí, que el triángulo intenta todo el tiempo-naturalmente- volver a su forma original. Entonces viene quizás la parte más terrible: y es que usted y sólo usted sabe cómo, dónde y cuándo empezar a doblar sus días.
Épocas

En 1942 tres chiquilines suben a un árbol y les lleva toda la tarde tratar de llegar a unos duraznos exquisitos guarecidos en la rama más lejana. Triunfan en la epopeya (después de interminables estrategias) y tendrán el resto de la vida para recordar la anécdota a riesgo de aburrir a sus familiares y conocidos. En 2015 el mismo árbol ve venir a tres pequeños y estira a más no poder la rama difícil, para sellar otra amistad de antología. Pero esta vez los niños pasan de largo, distraídos por un ruido lejano. El duraznero entonces se retrae y llora -tímidamente- su duelo de tiempos modernos.

domingo, 11 de octubre de 2015

Lápiz

Todos sabemos que hay objetos que se van alejando de nosotros a medida que avanzamos en esta extraña cosa que se llama vida. Dejando la escuela primaria es poco probable que nos encontremos con una goma de borrar lápiz, con un sacapuntas. Otra veintena de cosas se empiezan a acercar a nuestra cotidianeidad tan imperceptiblemente que casi no notamos en qué momento se adueñaron del día a día que nos condena.
Ahora un lápiz gastado y viejo, con goma en la punta, se acerca rebelde a mi mano derecha. Impune, no logra mezclarse ni disimular con los útiles de la escuela de mis hijas: es evidente que se trata de un lápiz antiguo, de otro tiempo, que ha cruzado vaya a saber cuántas mudanzas y sinsabores para asomarse al borde de mi computadora, para cuestionarme todo el camino recorrido hasta ahora. Lo levanto, examino sus formas hexagonales gastadas y hasta me animo a olerlo. El lápiz advierte mi jugada: bien sabe que llevarlo a la ficción y hacerlo protagonista de una historia es sólo un modo de alejarlo, de adueñarme de él a mi modo, de ubicarlo en la ficción cómoda. Se niega y creo percibir que apenas se mueve hacia mí. Entonces me obliga a rendirme, a dejar mi pc, tomar una hoja y empezar a llenar con mis letras manuscritas - ya casi olvidadas- lo que entre ambos hemos dejado inconcluso desde tiempos inmemoriales. Aparece entonces -tímidamente- una redacción de mi querida escuela, que con extraña nitidez llega a mi memoria. Se dibuja con claridad ese final que tanto busqué y que nunca pude hallar cuando a mis diez años me venció el desánimo. Lo termino, me escapo en medio de la noche invernal, dejo el papel en lo que fue mi escuela y regreso a mi casa. Entro disimuladamente y trato de no romper ese orden inmutable que genera la rutina. Mi esposa se sobresalta por mi llegada y le cuento lo que pasó. Pero no me sorprende ir otra vez al escritorio y no encontrar el lápiz. La pc, más fría y sola que nunca sólo me muestra esta historia, escrita en impecable letra imprenta y con el cursor que titila al final, inquisidor, burlesco, y tan insaciable como siempre.

lunes, 5 de octubre de 2015

Ídem

La monstruosidad de los espejos hace precisamente éso, equidista, refleja, trabaja con los paralelos, cumple con su misión, repite de modo inverso todo lo que a su mar plateado llega, y así es como en los entierros, en el inevitable momento en que todos se van y el féretro queda en la más escandalosa de las soledades empieza el ritual simétrico, aquel en que los muertos -del otro lado-se reúnen, imitan la acción dejando descender el cajón en dirección exactamente opuesta, y tarde o temprano mandan a la vida al que despidieron, y la naturaleza se las ingenia para que el resucitado aparezca del lado de la existencia de algún modo que no exalte la locura colectiva, y de a poco se mezcla entre la gente, y así vamos.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Cruzar
Es una locura cotidiana. Rojo. Smog. Nada puede ocurrir. Varios de este lado, varios enfrente. El tráfico en el medio, algo de transpiración, pensar todo el tiempo en los problemas, esas cosas de mediodía odioso. 
Y repentinamente la vida nos acaricia y nos dice que sí, que ella nos mira. Está al otro lado de la calle, el tráfico sigue como si nada, pero hay alguien del otro lado de la calle que sin duda nos mira. Amarillo ahora, los primeros amagues y esos mínimos movimientos entre todos los que están por cruzar. Bajar la vista. Vergüenza repentina...pero ella no duda, nos mira y sonríe, es bellísima, es la mujer que nos daría vuelta la vida, con quien empezar otra cosa..., imaginarnos corriendo con ella de la mano, largar los problemas, nuestro nombre, nuestro bagaje y nuestra historia. El tráfico no cede, sigue rabioso, y de repente llega ese verde que a la vez nos esperanza y aterroriza, y los grupos empiezan a acomodarse y a cruzar como tantas veces en tantas miles de miles de calles en todo el mundo..., pero en ésta hay romance, hay miradas cruzadas y vidas cargadas de repentino abismo. Caminar decidido entonces, tratar de ganar unos centímetros para pasar a su lado, para quizá rozar su mano... pero ahora, justo ahora, un imprevisto bocinazo distrae a todos, mala maniobra de un inconsciente que se largó a pasar en amarillo y nos asusta, nos obliga al estrés, al movimiento brusco de supervivencia que nos aleja, que nos distancia, que a mí me distancia de ella y de toda posibilidad, y cuando queremos recordar ya casi estamos del otro lado, en la vereda de enfrente, seguros, listos para la rutina diaria mientras el tipo del bocinazo pide disculpas, pero ya es tarde, ahora ella está del otro lado, sólo le veo la espalda, el cabello rubio, el andar triste. Creo que se ha detenido unos instantes, quizá en un agónico último intento de que algo ocurra, pero no se da vuelta. Empieza lentamente su andar... y para colmo yo ya tengo otra vez el rojo, y cuando hay rojo cruzar está prohibido, como tantas veces nos enseñaron de chicos.

lunes, 21 de septiembre de 2015


Olivetti
Olivetti

Al viejo Juan lo despidieron de la redacción y está angustiado por los gastos. Sabe que no llega a fin de mes, y que la esposa lo espera con una lista de cuentas y reproches, pero lo obsesiona esa última historia y le pega a la destartalada Olivetti hasta pasadas las doce y media de la noche. El jefe no le dice nada, entiende que es una suerte de duelo y cierra la puerta de la oficina con respeto. 
Ya nadie queda a esa hora y la historia del Dr. Suárez va cobrando vida en las hojas de Juan, que febrilmente las deja fluir hasta que quede bien claro que allá por los sesenta, en la Buenos Aires extraña de los psiquiátricos oscuros, un interno por demás lúcido engañó a todo el nosocomio y se mandó a mudar para no dejar rastro alguno por las tres siguientes décadas. Era Suárez, el mítico Dr. Suárez, de cuyos equilibrios mentales se había dudado con fundados motivos. Aunque la policía y los municipales lo rastrearon, ni sombra quedó de él.
Pero no le alcanzó a Suárez con la huida exitosa, quería hacer de la vida del Director del psiquiátrico un verdadero infierno, y lo logró. Organizó veladamente a los internos no sólo para que cada tanto se escapara alguno, sino también para armar los escándalos más indefendibles en el internado, varios de los cuales terminaban en la prensa amarilla de la época.
La Olivetti rezonga cada tanto pero la historia llega a su final, sin pausa.
Las últimas hojas describen cómo Suárez, en la venganza final, primereó al director en una esquina perdida del bajo y entre todos los internos fugados lo encerraron en una ínfima pieza.
Juan se sintió aliviado, encendió un cigarrillo y dejó la historia al lado de la máquina. Apagó para siempre la luz de la redacción y, aún a riesgo de los regaños hogareños, en vez de volver a casa subió las interminables escaleras del antiguo edificio, porque después de tanto tiempo era hora de ir a liberar al director.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Contraseña

Vos sabés de sobra que ni el cumpleaños, ni tu documento, y menos algún número capicúa o escalerita para poder recordar con facilidad. Te lo han repetido mil veces en el banco pero sos porfiado y confiás demasiado poco en tu memoria, entonces caés en lo inevitable y le ponés la misma serie de letras y números a todo lo que se te cruce, porque sabés que es la única manera de retener tantas decenas de contraseñas insoportables, que juegan con tus nervios y tu fragilidad cada vez que empezás a tipear, porque no te acordás si la cambiaste, si justo ésa no era, si hace poco la máquina te pidió una nueva... Y así pasa el tiempo, y vos muy seguro de esa serie combinada hasta que un día ocurre, empezás con tu cumpleaños más tus iniciales al revés, esa secuencia que siempre funciona y que se grabó en tu memoria a fuego, pero una y otra vez la máquina te devuelve el mensaje de error y en un momento casi absurdo repasás mentalmente el día en que naciste y tu nombre completo, y la marcás por décima vez hasta que estallás en furia y querés romper todo, y el mundo se te viene abajo y pensás que el grito que salió de tu garganta jamás fue tan ronco y notás que las manos con que escribiste una y otra vez tus datos no son quizás las manos de siempre y enmudecido corrés al primer espejo y te encontrás con otra cara que te mira aterrada y entendés entonces que el cumpleaños y las iniciales no son las correctas, y la gélida indiferencia de tu novia los últimos días hace juego con el destrato de tu familia y tus amigos, y te quedás ahí, paralizado frente a la máquina tratando de recrear la maldita vida que corresponde a la contraseña.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Cómplice

Vení, recién estamos al principio del relato...lo sé, pero necesito que me tomes la mano y me prestes tus ojos al menos estos primeros párrafos. Los dos sabemos que la vida es una locura en estos días, que nuestro poder de concentración es igual a cero, que cualquier pavada se lleva nuestra atención, no obstante te lo ruego porque María espera en la esquina, angustiada, en penumbra, bajo la lluvia suave, y ni siquiera sabe que te estoy hablando, ella sólo me espera a mí, a mi pluma, mis decisiones, ignora a qué extraños rumbos la voy a llevar.
Necesito que seas -conmigo- testigo de su infancia, de sus días duros en el internado, de ese inexplicable viaje a Irlanda, de sus sueños. No sé si darle una hermana o no, si hacerla sumisa o de carácter, pero al menos resolvamos lo inicial, sacarla de esa esquina, abrigarla y llevarla a un bar cercano donde pueda guarecerse. Tampoco sé si a esta altura estarás siguiendo el derrotero de estas líneas, ni si sabrás que también es importante aquello que vos imaginás de ella, porque mi intuición por momentos se apaga, necesito un cómplice, alguien que disimule y tome decisiones por mí mientras descanso un rato. Sé qué tendré que hacer esfuerzos enormes para retenerte, percibo que tu concentración cae, infinidad de ruiditos cotidianos se disputan tu atención, mis dedos se cansan de tipear y tus ojos esperan con cierta comodidad la oración siguiente, y María, mientras tanto, se cansa en el bar, un par de copas y un día difícil la llenan de sueño, y así estamos los tres, ella vos y yo, y este relato... que ya quiere desvanecerse, porque hago mis mejores esfuerzos pero tampoco soy mago, y de a poco siento lo inevitable, que me soltás la mano con algo de compasión, y la verdad no tengo reproches para hacerte, y mientras tanto María se va, alguien ha venido a buscarla pero no ha sido mi decisión, ahora soy un mero testigo de su vida como vos, que me mirás con ternura y ya me has dejado a mi propia suerte, solo, cargado de tristeza, en esta última esquina de letras, y mientras la luna aparece indiferente y baila sobre los tejados como cada noche, entre los tres miramos con escepticismo y nostalgia el consensuado punto final.

jueves, 10 de septiembre de 2015

Hora del té

No quiero inmiscuirme en la memoria de semejante dama, pero la modernidad de ese Buenos Aires elitista de los años treinta me obliga a abrevar -al menos- en un par de anécdotas imprescindibles.
Lejos de mi prudencia está el relato del Dan Poe (Analytic Ways, caps. 2 y 3, 1929), tan celebrado, que desde ya ofrezco a los ávidos de coincidencias para que tomen el camino que estas letras no tomarán.
Supe de su silencio excesivo hace pocas semanas, mientras investigaba otro misterio propio de aquellas épocas. El tedio para encarar otros trabajos pudo hacer el resto.
Mi abuela, demasiado ávida de literatura inglesa para mi gusto, no ha podido convencerme de lo contrario. Sostenía con algún argumento razonable que en la localidad irlandesa de Jallow no existieron ese tipo de hechos sino hasta mucho después. Pero mi acomodada situación me permitió insistir y trabajar menos horas en la biblioteca por día para dedicarme de lleno a investigar sobre Mrs. Sandy y ese incómodo silencio suyo justo un par de meses antes de morir.
Me encerré en un vestíbulo, silencioso y alejado de todo lo humano. Una gata negra venía a visitarme cada tanto, y el resto era el insistente ruido de una bisagra sacudida por el viento de invierno.
Desempolvé la bolsa y empecé con paciencia de franciscano a sacar una por una las cartas de la señora. Mi abuela no subió nunca, y quizá no sea audaz pensar que de ese modo me alentaba a encontrarlas.
Ahora, finalmente, las tengo entre mis manos. La primera data de de 1921 y la segunda, sin fecha, es evidentemente posterior. En ambas habla del tal señor Andrews, pero de modos distintos. Se aprecia en su prosa el estilo críptico de alguien que en el fondo desea ser descubierto.
La primera anécdota, como yo intuía, transcurre en la estación de trenes, todavía inglesa por aquellos tiempos. No habla demasiado del asesinato, pero si de sus consecuencias en el pueblo. La segunda, extrañamente, nombra al delincuente con nombre y apellido, pero como al pasar.
La abuela me espera abajo con un té y creo que después de todos estos años ya se ha resignado a que yo no tenga mayor éxito con las mujeres.
Bajaré con los relatos lentamente. Luego, seguro, festejaremos que al menos esa muerte a sangre fría en manos nada menos que de su escurridizo esposo (que no es mi abuelo) sirva para frecuentar un poco más los relatos policiales y para despacharnos con ironías sobre la ineficiencia de la justicia en aquellos tiempos.
Irónico. La terrible sangre de ese cuerpo y los gritos de la gente en la estación es, muchas décadas después, sólo el eje de un té con escones entre abuela y nieto y de risas por las derivaciones absurdas del caso entre investigadores incompetentes.
Finalmente, cuando llegue la noche y las risas se apaguen, subiré con las dos cartas y las volveré a su lugar para que duerman por toda la eternidad. Lo demás, como desde siempre, será mi interminable soledad de altillo, de mesa de luz llena de libros y de bisagras vacilantes.

domingo, 6 de septiembre de 2015

Líneas

La Recoleta, se sabe, es pródiga en austeridad y silencios. En su cementerio nadie se atreve a profanar la memoria de tantas décadas y linajes. Los grupos de visitantes van guiados por inefables estudiosos de los mausoleos. Ese momento -hay que decirlo- se transforma cada tanto en aburrido y desconsuela pensar que ya ni remotamente hay lugar ahí para nosotros. Todos los ilustres han copado por completo el cementerio y sólo queda resignarse a visitar esos metros cuadrados de mármol y muerte.
Lo que puede verse con alguna sencillez es la línea inevitable entre el final del pasillo, (permanentemente escoltado por tumbas de ilustres), y la escena que del otro lado de los ladrillos emula -otra vez- el mirar rencoroso y la posibilidad tangible de alguna puñalada. Lo sé yo, como testigo privilegiado de estos párrafos que insisten en encontrar similitudes, pero no lo sabe nadie más. Quizás lo intuya la historia y la sapiencia colectiva, no puedo asegurarlo, pero por cierto nadie me acompaña en esta certeza instantánea de que justo donde termina el sendero del cementerio y empieza el enorme muro se reproduce la causa de la muerte.
Pero la línea insiste y va ayudando a que estos párrafos encuentren de a poco ese rastro de vida que el cementerio aún está dispuesto a dar, porque -si bien se mira- del otro lado del enorme muro, ya en la calle, donde la realidad se vuelve profana y descolorida, dos muchachos y quizás tres, empujados por la excesiva cerveza y el desánimo de la noche colaboran para que esa danza del duelo y las miradas rencorosas otra vez cobre vida.
Y la línea se ve cada vez más clara, ayudándome a entender cómo la anécdota que recita el guía en el lado solemne del muro, se repite a unos pocos metros, en la calle, con navajas improvisadas y empujones inevitables (allí en la tumba el reconocido político de honor que supo batirse a duelo en el final del siglo XIX, acá en la vereda y cerca del tráfico furioso, unos muchachos que a su modo reproducen el absurdo.)
Quizás un grito apagado, el ruido de una corrida y alguna sirena policial del lado de la ciudad interrumpan al guía, pero sólo será por un instante.... todos colaborarán para dejar pasar el episodio, para disimular, para elegir el mármol, el duelo romántico, el silencio sobrio, la memoria.

viernes, 28 de agosto de 2015

Modos

No era necesario que caminaras tanto. De un modo u otro nos íbamos a encontrar, y yo prefería descubrirte con el semblante más fresco, más relajada, sin tanto rimel corrido ni preocupada por tu aspecto o por la transpiración incipiente de ese mediodía en Roma... Pero en fin, tu obsesión pudo más, y acá estamos, yo esperando afuera del baño de mujeres y vos haciendo vaya a saber qué cosas que hacen las damas en los toilettes, misterio que jamás hombre alguno develará. 
Guardo para dentro de un rato un libro de ensayos, y te espero en medio gente que pasa por la terminal. Todavía tengo gusto a miel en la boca, nunca dejaré de ir al “Tándem”, por más que te parezca caro. Don Antonio es un excelente cocinero y además sus medialunas y los cafés de domingo tienen el valor agregado de que los hace con ganas. Es evidente que se esmera cada vez que prepara uno. Se puede notar en la presentación y la distribución de cada elemento sobre la bandeja. No me importa si es caro, ya te lo he dicho. 
Suena “Sister Moon” y me reconcilio un poco con la vida y con tu demora. Dudo en prender un rubio, confío en mi mala suerte, porque cuando lo encienda vas a aparecer y ya te veo regañándome casi con la misma cara que mi madre en aquellos tiempos... No salís. Ya no sé qué hacer, pero intento disciplinar mi impaciencia. Me da fiaca sacar el cuaderno de apuntes para garabatear el esbozo de cuento que se me ha ocurrido. Ese perverso cuaderno está bien abajo en el bolso, entre las remeras, ...  De todos modos jamás seré alguien en la historia de la buena literatura. Mejor que quede ahí. Me divierte pensar que ha huido del bolso en un acto de lucidez y justicia divina, al tenebroso País de los Libros de Malos Escritores, región que la sufrida literatura saluda con beneplácito cada vez que un nuevo integrante se acerca.
 Creo que voy a tener que repasar todo desde el principio para poder decírtelo sin que te dé un espasmo. Cuidaré cada palabra, y seré paciente. Pero ya no puedo esperar más, y tampoco quiero. Sé perfectamente que tu primer reclamo será que haya esperado tanto para comunicártelo, y con toda la razón del mundo. Mi cobardía tiene matices detestables, cercanos a la humillación. Pero bueno, hoy será, apenas salgas del baño te diré como casualmente que nos vayamos a tomar un café, que yo pago, y me pondré cariñoso, amable, como en las primeras épocas. Incluso quiero que sospeches de esa repentina suavidad mía, y que eso te ponga a la defensiva o al menos con sensación de dulce alarma. Aceptarás, seguramente, para evitar que vuelva a escena el gruñón de estos últimos años y disfrutar del repentino amable que te invita a desayunar sin mayor motivo. 
Me imagino que será después que el mozo nos traiga el pedido, no antes. Hasta ese momento serán trivialidades, o quizá recuerdos comunes de los días de cortejo en casa de tu abuela. Sé que te gusta rememorar esas cosas, y aunque sigas sospechando que algo traigo atrás de esto, será la mejor táctica para decírtelo.
Sin demasiados rodeos llegaré al punto antes que termines el café doble que seguro pedirás. Cuando me mires con tus ojos enormes y se dibuje tu primera mueca de sorpresa entenderé que ya es hora de pedir la cuenta. Como siempre, responderás con silencio. Me mirarás en ese gesto extraño que has tenido siempre por el cual te gusta mantener la intriga sobre cuál será tu próxima reacción, sabiéndote dueña de la situación y en el indiscutido centro de la escena. Pero esta vez te sorprenderá que no espere callado tus palabras y que me incorpore para irme. No sé si de puro sugestionada empezarás a sentir los primeros dolores y síntomas..., creo que sí. Pero será mejor que esa última imagen que me lleve sea la más saludable posible. No sé porqué me viene a la cabeza que repetirás algún tic para  arreglarte el pelo o acomodarte el rimel mientras me ves partir. Hay cosas que nunca vas a cambiar.
Me iré despacio, lo sé. Tu silencio me pesará en la espalda, pero me imagino que eso será sólo los primeros treinta años. Después, supongo, llegará la costumbre. 

jueves, 27 de agosto de 2015

Círculo

Cientos de miles de servilletas esperan pacientemente en los cafés de todo el mundo la inspiración de escritores de toda laya. Aguardan atentas para no servir de meras limpiadoras de labios y ser en cambio usadas en ideas literarias maravillosas y urgentes, esas que no pueden esperar al papel o a la pc. Tomo una de ellas y anoto:"servilletas-café-escribir algo" Y con dulce perversión, todo vuelve al principio.

sábado, 15 de agosto de 2015

Caminos

Ahora Liliana me da la torre y la coloco como si nada en su lugar del tablero, a la eterna espera de una nueva partida. Está con polvo y se nota que ha sufrido algún ajetreo porque se le adivinan machucones en la base y algún quiñe que la despintó. Pero se yergue segura de sí misma… vamos, que aquí no ha pasado nada, somos otra vez ajedrez, roles, previsibilidades de juego, y no el impredecible periplo que bien podría ser el lado b de la misma historia, ya se sabe cómo son esas cosas, empieza con una discusión, una pavada de si moviste vos o yo, a quién le toca, pura distracción y la pobre torre botín de guerra entre manos apretadas y sudorosas, y la discusión que se pone un poco tensa y de ahí al insulto fuerte sólo un paso, y para qué... La torre termina en el piso sobre la alfombra, casi escondida bajo la cama, apenas asomando, pero la pelea quedó, esas cosas que se dicen y que tanto hieren, mirá, mejor me voy a tomar un poco de aire, no te aguanto más, ma sí, andá, todo por una jugada de ajedrez, pero ahora la bola de nieve es demoledora y entonces esa noche ella que se sumerge en brazos de otro porque está harta de los maltratos…y bien se sabe que siempre quedan amores inconclusos a los cuales recurrir cuando pasan estas cosas, y a su vez el dueño de los brazos que por hacer de amante faltó a su otra cita (de puro apasionado se olvidó, la verdad), cita de la cual podría haber surgido algo interesante en el trabajo y ni te digo el viaje a España que tanto le prometieron, pero a una cita no se falta, eso es falta de interés acá y en cualquier lado, entonces un teléfono se levanta y dice no, no vino, que lo ocupe la chica nomás, esa chica en Córdoba que tanto ha esperado la oportunidad para el viaje a España y le suena el ring y no puede creerlo, valijas, pasaporte, todo a las apuradas en apenas dos días, besos a todos, les escribo cuando llegue, a ver cómo me va, y llantos en el aeropuerto y más llantos al otro día cuando se ve que las alas del avión en el mar son ésas, y las familias desesperadas esperando ese milagro que no va a venir, nadie sobrevive allí en el agua helada, y unos días después mientras mira esa noticia terrible en la televisión la mujer que limpia en la casa encuentra la torre probablemente pisoteada por los chicos – que no cuidan nada- y se la da a Liliana, que a su vez me la devuelve y yo le cuento así como al pasar que hace mucho que no jugamos en esta casa, aunque creo que la otra vez Mariana y su novio jugaron un rato, qué descuidados, a ver dame que la dejo de nuevo en su lugar.

sábado, 8 de agosto de 2015

Viajes

No puedo darme el lujo de ponerme en el final de la historia porque nada ha ocurrido aún. La moneda está en mi mano y no ha comenzado el derrotero interminable que sí se ha iniciado en mi mente. La puedo palpar, la presiono para sentirla mía pero sé que tarde o temprano deberá seguir el mandato del destino y alcanzar a esa otra moneda que en mis pensamientos ya se cayó del bolsillo trasero para ir a parar a la tierra de mi jardín sin hacer el menor ruido, cobrando vida propia, esperando paciente a que mi pequeño hijo la tome jugando y la lleve sucia de tierra a su camión, pero qué hace esta moneda acá mira si te la metés en la boca, a ver dáme, y de ahí a la cartera de la madre, al vuelto del taxi, al pago del café de la mañana, a la ranura de la máquina, al banco, al pago del jubilado, al nieto que siempre espera esos pequeños gestos del abuelo, a la golosina, y así, mientras yo corro desesperado al principio del relato para tenerla otra vez en la palma de la mano y sentirla mía, aunque sé que ya es tarde, porque por más que allí aún pueda tocarla ella conoce su destino y sólo espera un descuido mío para entrar en el círculo infinito de pequeños traspasos, trajinar enloquecido al que ésa y cada una de las monedas del mundo están sometidas todo el tiempo, al borde del infarto..., y nosotros acá viviendo, como si tal cosa.

sábado, 1 de agosto de 2015

El manicomio de la calle Vieytes

Durante mucho tiempo éramos sólo el túnel y yo. De algún modo ese pedazo de terror era un tesoro mío, y aunque me moría de miedo por las noches, al menos me sabía dueño de algo que únicamente a mí me pasaba.
Nunca ocurría antes de la una de la mañana,  pero a esa hora, no sé si por mi sueño de borrachera o porque en verdad sucedía, los ladrillos de mi pieza de a poco se ablandaban, se abrían y me comunicaban directamente con el París de los años 50, y contra mi voluntad pasaba vestido de linyera hasta que daban más o menos las doce de la noche en esa ciudad. Entonces regresaba.
No podía evitarlo. Empezó con la lectura insistente de algunos autores franceses que aún hoy me niego a abandonar y terminó en ese viaje nocturno que iba desde mi habitación del manicomio (sólo después entendí que era un hospicio, claro) hasta el viejo bar Richielle que me esperaba todas las noches. Era un transitar violento y llegaba al otro lado con dolor en los huesos y un efímero lapsus en la memoria. Al rato, en medio de palmadas y uno que otro vaso de agua en la cara, escuchaba las primeras quejas en francés.
Pero ya no viajo. Mi compañero de habitación en la pensión de París dice que no hay tal cosa como viajar al futuro, que los manicomios no existen y que me deje de fantasear para evitar trabajar en el bar. Entonces por las noches me sujeta con todas sus fuerzas y ha logrado a base de voluntad que me deje de andar cambiando de escenarios como si tal cosa. Estoy enojado con él, pero lo entiendo.
Extraño con locura -eso sí- a mi inseparable muñeco de trapo y a un par de zapatos bastante buenos, que quedaron en mi pieza, del otro lado, ya creo que para siempre.

sábado, 25 de julio de 2015

Opciones

La factura del gas es celeste. Viene llena de números inentendibles, códigos, lugares de pago y bien abajo a la derecha nos espera la cifra importante, aquella que habrá que desembolsar para que la hornalla y el calefón y el té de la tarde. Ya dejamos en el tacho de la basura el sobre en el que la traen y algún folleto amable que siempre acompaña la empresa de gas para evitar que se nos incendie la casa. La sostenemos en la mano izquierda, como tantas otras veces. Entonces revisamos con detenimiento la mano, como en cámara lenta, vemos que sigue en la muñeca y el antebrazo, se asoma entonces el hombro, el cuello, y el fenómeno se repite a la inversa hacia la derecha. Hombro, brazo, muñeca. Advertimos entonces que del otro lado aparece nuestra mano derecha sobre el ratón diabólico, que todos llaman mouse. El dedo índice atento, listo para el click, para dar ok al pago electrónico de la bendita boleta, para quedarnos tranquilos en casa y que siga el ritual de hornallas obedientes. Mano izquierda boleta, y derecha casi click. Pero ahí es donde nos asalta otra vez aquello de la trizadura, de la ínfima posibilidad, de la locura, entonces en vez del click obediente volvemos a la mano inicial, revisamos la boleta (cuya cifra no es gran cosa, la verdad) y optamos -con un placer extraño- por soltarla, apenas abrir los dedos y que sencillamente caiga al piso..., dejar de pagar la cuenta del gas, y con eso dar lugar a la secuencia interminable que ello genera, los avisos, el agua fría, los primeros problemas, cómo no vas a pagar la cuenta, pero no ves irresponsable, y la de la luz y el teléfono tampoco, pero qué te pasa, me voy a lo de mi mamá hasta que recapacites, y en el envión dejamos también de ir a trabajar, y por supuesto ya no nos dan dinero, y uno que otro amigo viene a hablar con nosotros, pero ya es tarde, no podremos evitarlo, y nos echan de todos lados, y de ahí al lógico divorcio, y tarde o temprano el destierro, todo tan profundamente encadenado, terminar en unas taperas viejas con dos o tres linyeras más, a comer lo que se pueda, a conseguir unos palos en la montaña para la fogata por las noches, porque el frío en estos tiempos, y sin una hornalla a mano..., ya se sabe, era sólo un click, era apenas un pequeño click.

miércoles, 15 de julio de 2015

Message

La sincronía es más que aconsejable a la hora de lanzar mensajes en una botella. De nada sirve vivir en el pueblo costero donde aparece el milagro y la locura de la gente por algo tan escurridizo y fantástico como una de esas botellas enigmáticas. Tampoco ayudan las interminables interpretaciones de un texto que no se deja descifrar y que ni los sabios viejos alcanzan a comprender. Tarde o temprano pasará de mano en mano hasta que el desinterés le gane a la curiosidad y ya no será el misterio ni la discusión en los fogones, será sólo un papel absurdo, inentendible, que por pura casualidad queda en nuestra repisa a la espera de tiempos más claros, de nuestra propia vejez quizás, época en que esas palabras extrañas cobran algo más de sentido, al tiempo que decidimos embarcarnos en el viaje que sabemos riesgoso. Y decidir llevarla intuitivamente con nosotros empieza quizás a destejer la ironía, sobre todo cuando el barco finalmente naufraga y lo único que tenemos a mano aparte de unos pocos víveres es la bendita botella, que ha recobrado todo su sentido y que lanzamos con toda la fuerza, ahora sí en sincronía con nuestros últimos instantes en esta extraña vida.

lunes, 13 de julio de 2015

Dupla

A media cuadra del fin del parque se reúnen en medio de una amistad incipiente y desconfiada... (pocos son los seres capaces de atender esta historia sin el elixir de racionalidad con que bañan todo. A esos, el demonio, la muerte. Al resto, a los locos y quizás desencantados con este universo maltrecho, mi relato.)
Reunión del poeta y el arquitecto. El primero trae sus primeros párrafos, el pacto es inmediato y sagrado. El arquitecto toma esos apuntes como el principio de lo que - bien sabe- será una construcción extraña. Suben caminando juntos un par de cuadras hasta que el diálogo no da para más. Se despiden. Un buen whisky termina de entonar al arquitecto que, poesía en mano, se lanza sobre los borradores y empieza a darle nueva forma a las palabras hasta que los primeros rasgos de la casa aparecen claros. La inspiración es profunda y nítida. Más palabras, más paredes y escaleras. Leer y construir, dejarse llevar por las frases y las cadencias.
A los días el poeta pasa y advierte que sus palabras han dado al arquitecto lo que buscaba, y eso a su vez le trae nueva inspiración. Esa misma noche en el bar del bajo comparten el licor, y los últimos párrafos pasan al arquitecto. La casa toma forma definitiva. Los vecinos extrañados, se resignan.
El poeta llega y ve su obra terminada, hecha ladrillos. Sonríe pero con un dejo de preocupación. Mira al arquitecto a lo lejos. Ambos saben que será un lugar por lo menos difícil de habitar. Cómplices, la ponen en venta.

lunes, 6 de julio de 2015

Reencuentro
En el viejo altillo, al que raramente dejaba entrar a alguien, Doña Cecilia tenía el privilegio de golpear tres veces, con la cadencia que sólo ella podía hacerlo, para que Miguel entreabriera la puerta, y dejara pasar la vianda, junto al religioso vaso de whisky que llegaba por las noches. Nada más inquietaba la existencia del anciano en el medio de la paz de Lima desde hacía, al menos, veinte años. Apenas se dejaba distraer por algún choque en la esquina de la Iglesia, que desde su ventana se veía a la perfección.
No le había dicho nada a Doña Cecilia confiando en que las instrucciones eran lo suficientemente estrictas como para que nada - pero nada- fuera una excepción al aislamiento.
Sin embargo ese libro de juventud, tan precariamente editado y que había pasado de mano en mano durante años, se había transformado en una especie de monstruo de mil cabezas, con ventas estrafalarias, versiones teatrales, películas y hasta ediciones pirata en más de un país.
El seudónimo con que lo firmó fue un escudo de largo anonimato, pero tarde o temprano su obra llegaría una noche fría a golpearle la puerta al altillo, a sus ochenta y seis años..., los investigadores darían por ciertas las versiones que insistían en que el escritor emigró para siempre al Perú, y lo rastrearían como lobos hambrientos, y el negaría detrás de la puerta con terquedad la autoría de libro alguno y Doña Cecilia sin saber cómo manejar el asunto, periodistas en la puerta día y noche, y fans, y locura por un autógrafo, y el encierro del anciano ahora tan contraproducente, y el sordo disparo en medio de la noche con la vieja Colt, tan sabiamente guardada por años.

lunes, 29 de junio de 2015

Deseo

Estaba agitada, se le cortaba la respiración y la noche cerrada hacia más difícil que escapara de mí sin correr riesgos de tropezarse o golpearse con algún muro repentino. Tuve piedad por un instante, frené para verla correr y casi desisto, pero otra vez el deseo me ganó y la seguí persiguiendo al menos por unas cinco cuadras más.

De repente se detuvo en el medio de una plaza mal iluminada. Sólo estábamos ella y yo. Alcancé a explicarle entre palpitaciones que ella era mi musa y que por favor no se escapará más. Le dije algo de mi historia de escritor y de mi mal estado físico que creo le arrancó una sonrisa. Al rato, con un poco más de aire y siempre a cierta distancia me contó que ella sólo era una chica común y que no entendía nada de lo que yo le decía. Me alcanzó con eso. Le tiré un beso al aire como reconocimiento y creo que pedí disculpas mientras me iba a las corridas a buscar mi viejo cuaderno, que en la carrera se me había caído de la mochila unas cuadras atrás. Creo que al doblar la esquina percibí en ella cierta melancolía. Lo cierto es que esa mirada nocturna por fin me sugirió un relato, que ahora termino de garabatear a las apuradas en el viejo cuaderno mientras me seco la transpiración. Sé que jamás volveré a verla, y que si algún día nos cruzamos será lo que me dijo, una chica común, vestida de rutina, y yo disimularé mirando para otro lado, y todo será gris, como desde siempre.

domingo, 28 de junio de 2015

Inercia

La maldita página en blanco sigue burlona, llena de inercia, de lugares comunes y previsibilidades.
No sé cómo salir de ella, ni cómo salir de vos. Son muchos años y el envión de este matrimonio cansado nos lleva por cualquier lado. A su puro antojo.
Intentamos encontrar sorpresa donde ya por definición jamás la habrá.
Intuyo a tu amante y vos mis deslices de verano. Y de invierno.
Nos miramos en el café. Me tomás la mano casi de un modo maternal.

- Los chicos ya están grandes.

Se te escapa el brillo de lo que seguramente es una lágrima.
Pido la cuenta y extrañamente, como apresurados, empezamos a llenar esta página. Nos metemos en los detalles de cómo será mi futuro departamento de soltero. Me alucina pensar que hemos decidido -de algún modo extraño- no hablar del centro de la cuestión (nuestra separación, te dejo, no me querés más, tomemos un tiempo y tantos etcéteras). No. Hemos empezado en complicidad por los asuntos laterales, por los precios de los alquileres, por la posibilidad de que quizás cada tanto me visites cuando venga alguno de los chicos. Me río. Ya imagino mi querido escritorio -hoy sepultado de libros- lleno de plantas en unos pocos días, para que por fin ganes la pulseada (una más de tantas) y aparezca por fin tu pequeño jardín interno en la casa.

Por un rato hacemos silencio. Creo que muy de a poco me soltás la mano. Evitamos mirarnos.
Suena de fondo un tango, y el tráfico de media mañana.

Ya no somos.

viernes, 26 de junio de 2015

Viento
El otoño se asoma otra vez, inspira a decenas de escritores, que hasta hace unos días no tenían mucho para decir, y le da pie a Tomás para enhebrar esa historia que sabe que enamorará a Cecilia.
La garabatea en medio de la nostalgia de hojas secas y amarillas y corre a esperarla a la parada del micro, con mucho frío y la nariz roja que sobresale de la bufanda.
Cecilia llega como desentendida, se llevan su mirada los árboles añosos y ocres.
De repente se encuentran y seguramente el clima de inspiración y el romance latente en la atmósfera los ayuda a que -sin mayores vueltas- él le entregue el papel escrito y ella se suba al micro con curiosidad y algo de vergüenza.
Las primeras hojas caen. Él ya vuelve a su casa, esperando con timidez alguna respuesta. Pero algunos metros más allá el papel disimuladamente cae también de la ventanilla del micro, que presurosa se cierra.
Ahora el otoño los ve alejarse, con esa tristeza que lleva a todos lados.
Anochece. El viento se lleva las hojas y los papeles por igual.

sábado, 30 de mayo de 2015

Misión

En el medio del callejón londinense el viejo dejó caer el libro como si fuera lo último que hacía en este mundo. Suspiró profundo, sus hombros se relajaron. Desoyó el grito de los jóvenes que andaban por ahí cerca, y que lo llamaban para devolvérselo.
Miró el horizonte con cierta nostalgia. La bruma lo ganaba todo y los muchachos, después de advertir que el libro estaba lleno de frases incomprensibles, lo abandonaron a su suerte.
Ni bien apareció la luna los personajes comenzaron a abandonar las páginas. Algunos salían corriendo y desaparecían de allí aprovechando la oscuridad. Otros se quedaban pensativos y miraban a su alrededor hasta asegurarse el lugar al que tendrían que volver cuando fuera el día indicado.
A la mañana siguiente el viejo tomó el libro del piso, guardándolo en su bolso negro y dejando el lugar con prisa.
Por años nada ocurrió.
Pero un día volvió al mismo callejón, abandonó el libro y se fue del lugar.
Esa misma noche decenas de hombres y mujeres desaparecieron de sus casas. Los investigadores y policías recorrieron los suburbios por meses para dar con alguna pista que calmara a tantos familiares abandonados.
Cansado de caminar durante horas, uno de ellos hizo una pausa y calmó su sed con un poco de whisky, sentado en el callejón. Miró a la distancia los despojos de un libro y se acercó con cierta curiosidad. Pero lo que allí leyó fue demasiado para su viejo corazón, que para siempre frenó sus latidos .
Los curiosos se amucharon para ver qué ocurría, nadie reparó en el libro y algún zapato lo pisó en medio de los empujones.
Los investigadores fueron -de a uno- abandonando la búsqueda.
La ciudad de a poco hizo su duelo, y el tiempo se encargó de cicatrizar las ausencias.
Cuando volvió la calma el viejo se acercó y encontró el libro detrás de unos tachos.
Encendió entonces un cigarrillo y desplegó un pequeño mapa lleno de anotaciones. Y mientras la luna aparecía buscó -con una extraña sonrisa- la próxima ciudad a visitar

viernes, 29 de mayo de 2015

Creer
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Atardecía. Ya habíamos tomado bastante.

- En serio... - vamos a buscarla.

Sonreí y procuré cambiar de tema porque el diálogo me estaba poniendo nervioso.
Pero no hubo caso, el tipo insistió, invocó nuestra amistad de décadas y que estaba muy solo en este mundo.
No pude resistirme y ya estábamos tomando el tren en Madrid en busca de la casa histórica de Cervantes.
Me daba vergüenza la sola posibilidad de que nos encontráramos con alguien conocido. Yo iba a negar todo de plano, pero seguramente Julio desplegaría su plan con lujo de detalles y me dejaría en el ridículo más ilevantable.
Después de horas de mirar por la ventana del tren pusimos pie en el viejo pueblo donde está la supuesta casa del genial autor del Quijote. En medio de los turistas y la gente nos escabullimos por la parte de atrás hasta dar con la medianera de la casa.

- Hasta acá llego- le advertí a Julio.
Me miró desilusionado

- Vamos, es un poco más y nos metemos al jardín. Te prometo que buscamos un rato en la tierra y nos vamos.
No podía creer estar acompañando a ese delirante. Llevaba un par de palitas de plástico para  remover mejor el jardín. Me convenció y aprovechamos la noche incipiente y el ruido de un tren para saltar la cerca.

Unos minutos después alguien me tocó la espalda.

- ¿Qué hace? - dijo el guardia
-...... No... nada...- alcancé a balbucear

En ese momento advertí que en verdad estaba solo.
El papelón fue mayúsculo y tuve que inventar cualquier cosa ante los enojados oficiales. No me salvé de la multa, claro.
Ahora garabateo esta historia y como en la vejez ya no me queda vergüenza confieso que el plan de Julio era buscar la mano de Cervantes, la famosa, la que perdió en Lepanto. Julio aseguraba que sin lugar a dudas el escritor después de perderla la había enterrado en algún lugar, y lo más probable es que fuera en su misma casa. Las razones literarias -para él- eran más que evidentes. Recuerdo que en medio de una maravillosa borrachera y después de leer a los gritos algunos pasajes memorables del Quijote soltó: ".... Si con la mano que le quedó sana escribió semejante genialidad, la que le cortaron no pudo escaparle al destino...
a su modo debe haber escrito algo.... cae por su propio peso... hay que ir a buscarla."

Me seco las lágrimas de la risa mientras anoto estas últimas anécdotas. Igual no entiendo que pasó con Julio, cómo fue que desapareció de mi lado, cómo fue que jamás lo pude encontrar.
Un desliz de melancolía y otro tinto que descorcho en su memoria me ayudan a creer que quizá en algún lugar de su alma tenía razón, que la mano solitaria lo escribió, lo llamó Julio, nos emborrachó, nos subió al tren y finalmente me abandonó a mi suerte para -muchos años después- convencerme de ventilar esta indefendible historia.

viernes, 22 de mayo de 2015


Secretos

Todos cumplimos con el pacto de silencio, pero de modos distintos.
Marcos resolvió no volver a hablar en su vida. Admiraba desde joven a Pirrón y sabía que, tarde o temprano, seguiría su ejemplo. De a poco sus familiares se alejaron de él y en los últimos tiempos podía encontrárselo bajo el segundo puente, junto a otros linyeras.
Adriana se recluyó en un convento y decidimos confiar en ella.
Juan hizo un juramento que creyó definitivo. Usó la Biblia de su abuela y un crucifijo de madera pequeño.
Por nuestra parte, Cecilia y yo seríamos los primeros perjudicados en que todo aquello se ventilara.
Han pasado casi nueve años y la reunión de agosto se acerca.
He decidido desempolvar los planos del banco y lo que habíamos escrito sobre posibles coartadas.
Reconozco que estoy nervioso y quizás no era necesario comprar la Colt.... pero uno nunca sabe.
Suena Armstrong de fondo y nos miramos con Cecilia. Hay café caliente y lo que hace nueve años quedó pausado ahora cobra forma de nuevo. Ya ni siquiera discutiré con ellos la autoría del genial plan, como en aquellos tiempos de juventud.
Creo que está todo en orden. 
Todos sabemos que es muy probable que alguno muera, pero a nadie le cabe duda de que hay que hacerlo. 
Garabateo estas líneas y las guardo en un sobre con la esperanza de que, si no sobrevivo, al menos se sepa que el robo al banco es apenas la excusa para que el grupo siga guardando bajo mil llaves la verdadera causa del pacto de silencio.
El ovillo tiene una punta, pero no puedo dar más pistas que ésta. Lo demás será perseverancia de investigadores y aficionados.
Anochece. Cecilia se apoya en mi hombro, el sueño ya nos va ganando
Fugaz 

Escribo. Mi hija me molesta una y otra vez con distintas novedades infantiles que me interrumpen y me sacan de la trama. Me enojo, pero le digo que en un rato la atiendo. Ella insiste, hace calor y mi paciencia se triza en mil pedazos hasta que escucho su vocecita que dice no papá este libro lo hice yo, no lo compré, entonces me muestra una serie de hojas pegadas y dibujos que, efectivamente, son de su autoría. Dejo por un momento el cuento que escribo y la felicito porque -entre otras cosas- se llevó mi atención con un libro de su absoluta manufactura. Lo hojeo y de a poco advierto que los dibujos y la lógica del libro son bastante interesantes para su edad. Ella ahora hace silencio. Me quedó solo con el libro porque algo la distrajo y se la llevó. Miró casi con desgano las últimas páginas y advierto un dibujo donde aparezco sentado escribiendo y ella al lado, con unos papeles en la mano. En la última hoja, pasa fugaz una estrella amarilla de crayones fuertes mientras ella la mira por la ventana. Me acerco entonces en silencio a su pieza y la veo junto a la ventana, concentrada en la estrella. Alcanza a decirme que pida un deseo, pero apenas la escucho. Sólo me queda espacio en la mente para comprender que en adelante debería prestar más atención cuando viene con alguna novedad.

martes, 19 de mayo de 2015

Bolsa

Era un ir y venir de la bolsa, me acuerdo... pero como algo tangencial, algo sobre lo que estábamos pendientes en segundo orden, como quien chequea sus llaves o el sombrero más por el temor a perderlo que por otra cosa. Y mirarla cada tanto, porque todos sabíamos que alguien iba a tener que llevársela, pero mientras tanto discutiendo sobre lo obvio, lo principal... repartiendo responsabilidades, versiones y dinero, limando detalles para cuando llegara la policía o el detective. 

Cuando tuve que llevarla me sorprendí de la frialdad con que mis dedos tomaron el extremo de papel madera, como si nada, como si ahí dentro no estuviera la cabeza de la abuela. Yo les insistí con que no era necesario llevarla dentro en la bolsa, que ya la venganza estaba de sobra consumada y que para qué más, pero al rato deduje que mi lugar entre los parientes era de segundo o tercer grado, y que ya era suficiente con las miradas que me habían dedicado los peces más gordos para hacerme desistir. De todos modos, estaba claro que yo no la llevaría hasta adentro del auto..., que ya mi trayecto quedaba sobradamente cumplido, y que vaya a saber quién la transportaría a algún lugar aún no decidido (un pozo en el campo, especulaba yo), o que por lo menos no me habían comunicado. 

Quise empezar a olvidarme de semejante contenido, aunque sabía que una imaginación morbosa y bastante gráfica me traería las posiciones que iba a adoptar allí dentro... 

No había arrepentimiento, lo sé. Tomé todo como una especie de larga justicia que a pesar de los largos años llegaba, y no me sentía con ningún derecho a cuestionar los métodos familiares por mi evidente falta de autoridad allí dentro. Pero si de mí hubiera dependido no lo habría terminado de ese modo. De todos modos le daba algo de crédito a mis tías, sobre todo a la pobre Esther, quien parecía haber hipotecado su vida por la sola existencia de la terrible abuela. Intuía que con el correr de los años Esther le daría su verdadera dimensión a semejante rencor, y aunque me daba asco la bolsa, detenía allí mi intervención o cualquier juicio de condena. 

Fue finalmente Oscar quien se animó a hacer el último tramo. Su decisión siempre nos inspiraba respeto, y creo que por eso no le tembló la mano a la hora del facón y la ejecución en la cama, mientras ella dormía. La tomó junto a otras cosas que no alcanzo a recordar y salimos todos. Fui el primero en dejar la casa, mientras él sostenía la puerta. 

Partimos en varios autos y ya nadie volvió sobre el tema. Pero yo me moría de curiosidad por el destino final de semejante bulto. Las pocas veces que estuvimos solos Oscar habló con tal vértigo de tantas cosas diversas que entendí la tácita decisión de que sobre aquéllo no se hablaría. De modo que fui prudente y no me quedó más consuelo que entregarme a la imaginación y a alguna que otra pesadilla. 

No corrió siquiera rumor alguno en el pueblo… Eso fue lo que más me asombró. Creo que la gente optó por creer en su avanzada edad y alguna enfermedad de largo tiempo. 

Ya nos vemos poco, y de las investigaciones no resultó nada. No descarto alguna untada a la policía o ciertas llamadas telefónicas para procurar un entierro rápido y a cajón tapado. 

Pobre, la abuela. 

lunes, 18 de mayo de 2015

Medio llena

Mi vida tampoco es algo digno de elogios, es cierto..., pero no sé..., llegar a lo que ha llegado el viejito ése es algo que no podría soportar. Sólo de pensar que cada noche su única compañera es esa botella de tinto en esta gigantesca Buenos Aires me llena de impotencia. Pero bueno…, las ciudades le oprimen a la gente el corazón hasta el límite, y cada uno hace con su vida lo que puede. Lo que más me llama la atención es el asunto este de los jueves, lo de la bandeja con el mantelito rojo. No puedo entender de dónde saca plata para el traje y para el Malbec 84 que siempre pide..., pero Don Jorge, el patrón, dice que cada uno tiene sus cosas, y que mejor respetarlo y dejarlo tranquilo mientras pague.

Retengo nítidamente la primera vez: nos llamó con un suave ademán a su mesa, explicó bien el asunto y luego aclaró que nunca más hablaría del tema. Me molestó que se hiciera el enigmático, pero parecía tener todo muy claro: jueves por medio él mismo pasaría a buscar por el mostrador la botella en la bandeja con un mantelito rojo y desde ese instante no quería interrupciones de ningún tipo. Sólo cuando por su propia voluntad se levantara de la mesa se terminaba el asunto, de modo que cualquier intervención mía como mozo quedaba anulada: él iría siempre hasta la caja a pagar (me dejaba buena propina, por raro que parezca). Sacó entonces un billete de los grandes y mandó a comprar la caja de Malbec que por supuesto habría que guardar y separar para que la fuera tomando solo él.
Nunca dijimos nada, pero los jueves tenían algo especial en el Café. Con el patrón no podíamos dejar de observarlo, y nos incomodaba mucho cuando empezaba a hablar solo, gesticulando sin la menor vergüenza y a veces levantando bastante la voz. Los demás clientes lo miraban y muchos se reían, pero nadie decía nada.
De algún modo lo cuidábamos, porque siempre fue muy respetuoso y no molestaba a la gente. En los interminables silencios yo intuía que el patrón lo observaba de un modo particular, como con una agudeza que le permitía percibir detalles especiales que a los demás se nos escapaban. Varias veces quise preguntarle sobre el pasado del viejo..., si lo conocía de antes y cosas así, pero sé bien que no le gustaba hablar demasiado... De todos modos, si uno sabía mantener el silencio, de a poco soltaba algunas cosas..., y bien sabía yo que esos jueves, con semejante personaje a la vista, era posible enterarse de algo interesante.
La espera, que duró mucho, valió la pena. Con ayuda de algunas copas me dijo lo del amigo del viejo que había muerto, y que con él cada tanto se sentaban en esa misma mesa y discutían sobre arte, literatura y cosas interesantes, aunque a veces lo cansaban porque se quedaban hasta muy tarde. Yo me moría por preguntarle más detalles, pero sabía que era inútil. Finalmente, lo de la muerte del amigo fue todo lo que supe. Lo cierto es que el viejito acaparaba nuestra atención por la convicción y tranquilidad con que cumplía todo el ritual.
El tiempo fue pasando y una noche nos dimos cuenta que sólo quedaba la última botella, y hasta la mitad. Aunque decidiera beber con moderación, esa noche debía ser, lógicamente, la última. No comentamos nada del asunto, pero sabíamos que bien podría no volver más. La botella, la bandeja y los demás esperábamos ávidamente a que dieran las diez de la noche para verlo llegar. Por suerte no había mucho movimiento en el Café. Creo recordar en la radio algo de Piazzolla, muy de fondo. De repente entró, dejó el abrigo en la silla y se acercó donde estábamos. Levantó la bandeja y antes de enfilar para su mesa miró la botella con detenimiento.

- ¿Usted... la ve medio vacía o medio llena…? – me preguntó sorpresivamente, con un dejo de enojo que no alcancé a comprender, como si quisiera enseñarme algo evidente.

No pude decir nada. Lo miré a él y a la botella varias veces. Decidió irse a la mesa antes que le contestara alguna tontería para salir del paso.
Cambié de lugar en el mostrador, ubicándome lo más cerca que pude de su mesa, en una esquina con poca luz. Estaba angustiado por su pregunta y entendí que necesitaba algunas respuestas para mi propia vida. El patrón no me decía nada. Suavemente, afinando mucho el oído y aprovechando el silencio del Café, empecé a adentrarme en lo que el viejito balbuceaba. Era extraña la fluidez con la que parecía estar hablando con alguien. Los cortes, las interrupciones y los gestos daban toda la idea de que en esa silla vacía había alguien contestándole. Cerré los ojos y por un momento me pareció asistir también a lo que le decía su interlocutor. Pero eso duró apenas unos instantes: fue abrirlos y otra vez volver a la realidad de los clientes que llegaban, el apuro de los pedidos y al trajín de esta incansable ciudad, que pareciera no querer darme paz ni un instante...
No hay caso..., mi entrañable Madrid no da respiro, y así me imagino que serán todas las grandes ciudades... Y aunque le he dicho al dueño que me permita estar cerca del tipo unos minutos porque me da curiosidad cuando empieza a hablar solo, sé que el poco tiempo que alcanzo a paladear sus frases argentinas le cuestan al restaurante algunos clientes malhumorados y todo un desajuste en la atención de las mesas.
Todo lo que saben del tipo acá fue que se vino desde Buenos Aires luego de la muerte de un amigo de toda la vida. Habla muy poco con la gente y se sienta, jueves por medio, siempre en la misma mesa. Nunca le han dicho nada por temor a interrumpirlo. Le hemos cobrado cariño, y lo miramos con la ternura de quien asiste a la interminable soledad, a la locura..., al último recurso de quien a falta de alguna compañía no tiene otra opción que ponerse a hablar solo.

domingo, 10 de mayo de 2015

Bastón

De niño jugando con él una y otra vez, tirarlo, volverlo a acomodar, escuchar los retos del abuelo, ponerlo en su lugar. De joven mirarlo con esa indiferencia de las cosas que jamás vamos a utilizar porque sencillamente somos eternos. De grande ver cómo algún escritor famoso usa el suyo para apoyarse y para tener estampa de sabio. Ahora, en la cama, en mis minutos agónicos y finales, imaginarlo apoyado -como desde siempre-, en el mismo lugar de mi niñez, con la elegante inmortalidad de los objetos que nos ven pasar por la vida ejercitando esa piedad milenaria que sólo ellos pueden tener.

sábado, 9 de mayo de 2015

Don Torres


Se declara livianamente que la batalla de Maipú fue en tal año, que tuvo tal o cual modalidad y que vio ganar a cierto ejército. De ese sencillo modo la ubicamos -seguramente- en algún nostálgico momento de la escuela primaria, hace ya tiempo perdida en la infancia, y nos quedamos tranquilos pensando que San Martín y Chile, que el mapa, que la bandera, que las bajas realistas, por lo que sin mayor conflicto cambiamos de tema. De ese modo, entonces, encadenamos con el asunto que sigue y así es como guardamos todo en miles y miles de estantes, con pequeños rótulos... la batalla de Maipú, el precio del tomate, el asesinato de Kennedy, la poesía de Storni, el recorrido del 8. Nos tranquilizan y nos hacen especialistas en los más variados tópicos. Pero Don Torres quedó estancado allí, no pudo superar la batalla de Maipú, disculpen que insista. En cuanto se enteró del asunto (la leyenda dice que extrañamente fue ya de grande, en el campo, en una nocturna charla con su abuelo) no pudo sustraerse jamás a estudiarla, intentar revivirla, fabricar uniformes y armas, escribir sobre ella, hablar y hartar a sus familiares y amigos sobre el tema, sumar divorcios, urdir bibliotecas y buscar anécdotas hasta el cansancio, al punto incluso de hacerla más trascendente de lo que fue. 
El pueblo lo odiaba. Toda su existencia fue devorada -inexplicablemente para nosotros- por esa batalla sanmartiniana, hasta que murió. Los deudos en presumible venganza se rehusaron a hacer cualquier mención en su lápida sobre semejante obsesión, pensando de ese modo liberar de una vez a Don Torres del flagelo que se lo llevó en vida. Con tranquilidad y alivio dejaron el cementerio ese día, y se prometieron jamás volver a mencionar la batalla, (lo que, irónicamente, no hizo más que volver a traerla a su recuerdo personal una y otra vez.) 
Cada uno siguió con su vida. 
Médicos y psicólogos ensayaron explicaciones insuficientes sobre el síndrome de Don Torres, y más de uno a partir de entonces vivió con el temor de ser absorbido por algún tema, para nunca más poder dejarlo. 
El universo acecha, y tarde o temprano nos tragará sin piedad el asunto que fatalmente nos ha elegido, y que en algún lugar nos espera con milenaria paciencia. O quizás ya estemos en él, sin advertirlo.

viernes, 8 de mayo de 2015

Pareja

Fue muy pero muy de noche, en la calle 9 de julio de mi ciudad, en pleno frío a los gritos y puteadas. 
Agradezco ahora que ningún policía curioso haya llegado a tiempo a interrumpir el espectáculo como resultado de alguna denuncia de vecinos malhumorados.
Cómo se insultaban, Dios. Ella lloraba, él le decía barbaridades de un calado tremendo, y todo se perdía en el cajón frío que formaban la calle y los edificios. Ni un auto estacionado.
Yo era un alma errante buscando vaya a saber qué respuestas -que aún no hallé- y de repente me encuentro la batería de insultos y gritos.... No atiné a esconderme porque seguro ni me percibían. Pero intuyo que después de eso volvieron. Había mucho amor y demasiado reclamos en esos gritos. Energía negativa, pero energía al fin, que en algún momento debe haber mutado en reconciliación apasionada.
Ahora cada tanto recorro esa misma calle, pero tengo veinte años más. Probablemente los cruce en el centro como matrimonio, con hijos, o separados, juntos o de a uno. Jamás voy a saberlo. El melenudo gritón que la volvía loca con sus reclamos debe ser ahora un señor desencantado que paga impuestos y va a buscar los chicos a inglés.
Me queda alguna esperanza de volver a escuchar esa pasión de gritos desorbitados, pero para eso tengo que merodear las calles a las tres de la mañana... Imposible. Ahora suelo ir tipo nueve o diez de la noche, como mucho en busca de una farmacia abierta, ya cerrando la jornada, en ese circuito de comodidad infernal donde todo es aburrimiento, y despertadores y obligaciones infinitas.

sábado, 2 de mayo de 2015

Silencios

Me dicen que a medio camino entre el museo y la playa está la casita del viejo, pero que ni se me ocurra tocarle la puerta. Asiento con obediencia mientras guardo la foto y la dirección exacta que me anotaron. Procuro no levantar sospechas. Me detengo un rato en la plaza para asegurarme que nadie me siga y alcanzo a ver que en la casa del viejo está encendida la luz trasera del patio. 
El silencio lo llena todo, las olas y las gaviotas son parte del arrullo sonoro que mece al pueblo cada noche, y la gente ya empieza a cerrar la jornada.
Quedan pocas luces.
Me envalentono con un poco de whisky y salgo al inevitable encuentro con mi padre. Son casi treinta años de desencuentros y silencios. Pero la enfermedad me sigue como perro hambriento, y ya es hora de que mi secreto tenga -al menos- un corazón más en el cual guarecerse.
Toco con decisión la puerta añosa y húmeda de tanto mar. Nadie atiende. Insisto impaciente. Escucho entonces unos pasos y de repente una cabeza llena de canas y arrugas apenas asoma tras el pequeño ángulo que permite la cadena.
Me doy cuenta que no me reconoce. No dice nada y me mira de arriba a abajo, con el ceño fruncido. Tengo tiempo para tomar muchas decisiones en ese pequeño instante.
Sin dejar de mirarme -ni pronunciar palabra- va cerrando lentamente la puerta hasta que la vieja madera otra vez nos divide, esta vez para siempre.
Suena el mar incesante. Me gana la tristeza de toda una vida y decido alejarme.
Apenas escucho su caminar en el interior de la casa y algún ruido de ollas y cubiertos.
El sol se pone, la arena ya espera mis pasos.

viernes, 1 de mayo de 2015

Memoria

La anciana siempre pensó que eran sólo pesadillas. Jamás lo comentó con nadie y ellas la acompañaron con fidelidad durante toda su vida. Pero ya era hora de averiguar cómo esa vieja casucha era tan parte de su memoria como cualquier otra cosa.
Sacó sin hacer ruido el auto y enfiló hacia el bosque. Era domingo por la mañana, estaba soleado y la reciente muerte de su esposo la dejaba sola como para que ya nadie controlara sus movimientos. Dos hijos en Sydney y casi nadie de este lado del mundo le aseguraban tranquilidad.
No dudó en la tercera curva y dejó el auto cerca de los primeros árboles. Los sonidos del bosque y la humedad de los primeros arbustos le hicieron sentir una familiaridad que la asustó. Estaba sola. Nadie se aventuraba por ese bosque de caminos de tierra si no era en una excursión o al menos acompañado.
Sus temblorosos pies tampoco dudaron en tomar el camino largo y cobrizo. Unos gritos llegaron a su mente desde lo más profundo de la nostalgia. Era su inconfundible voz de niña.
Unos minutos después, debajo de malezas y oculta entre dos árboles enormes apareció la casucha de la infancia. No tuvo reparos en llorar, aún en soledad. La manija, de madera blanca, se mantenía intacta.
Repentinamente las nubes y el bosque se combinaron para hacer del lugar algo aún más lúgubre.
Hizo un instante de silencio. Ni siquiera la acompañaban ahora los gritos de la niña que fue.
Acercó la mano a la manija, con la íntima certeza de que era lo último que hacía en este mundo.
La puerta obedeció aunque oponiendo una suave resistencia por tantos años de estar cerrada.
La anciana notó entonces que alguien ayudaba a abrirla desde el lado de adentro, y se le paralizó el corazón.

Muchos años después los niños del lugar juegan con el auto abandonado y repiten una y otra vez la canción de la lluvia y la luna, de la anciana y la niña, hasta que sus padres enojados y temerosos los van a buscar en medio de terribles amenazas, que normalmente -por las noches- quedan en la nada.