sábado, 22 de abril de 2017

Sillón

En el segundo trago se dio cuenta que algo andaba mal. Apagó el televisor, se acercó al pequeño balcón y la noche profunda lo recompensó por un instante con una brisa fresca que inundó la casa. Cerró el whisky a presión para ya no volver a tentarse y la recordó en ropa interior en esa misma cama que ahora le quedaba tan grande.
Respiró y se dijo -una vez más- que a la mañana siguiente iría a correr a la playa justo hasta el parador anterior al de ella. Daría la vuelta con indiferencia y así varias veces por la costa hasta - al menos- perder el alcohol que llevaba en el cuerpo.
No mucho después de eso sintió un ruido sordo en el final del pasillo pero se lo asignó a lo primero que pasó por su mente. Dejó más cerca el revólver y se desplomó en la cama.
A la mañana siguiente comenzó el ritual del buzo de gimnasia y el jugo de naranja. Sus treinta y tantos ya le pesaban pero ignoró cualquier molestia previa para concentrarse en correr al menos por una hora, con la secreta esperanza de verla cada vez que llegaba al extremo norte de la bahía.
Saludó con educación a los vecinos pero apenas empezó a caminar calle abajo notó pequeños cambios en la cuadra de su casa, la misma de tantos años. No podía determinar qué cosas habían mutado, pero el paisaje de siempre parecía como corrido mínimamente de cuadro, como si todo estuviera más grande, o más chico, o distinto. Pensó que el alcohol esta vez había sido demasiado y se volvió a prometer dejarlo. A la tercer cuadra, en el almacén principal, fue atendido por un nuevo empleado. Preguntó por el viejo Suárez pero le contestaron que volvería la semana siguiente sin darle más explicaciones. Extrañado, empezó a correr por la costa mientras trataba de descifrar qué era exactamente lo que le molestaba de su ciudad, la misma que desde la infancia lo acompañaba y de la cual creía conocer cada centímetro.
Cuando creía haber perdido esa preocupación, y con la concentración propia de la carrera se cruzó con uno que -con el buzo tapándole la cara- venía en sentido contrario. Y otra vez tuvo la molesta sensación de que algo estaba mal. Se detuvo, lo vio correr calle arriba y decidió seguirlo lo más discretamente posible. Pocos minutos después se espantaba al ver entrar al hombre a su propia casa, con toda naturalidad y a plena luz del día. Entendió que llamar a la policía o hacer un escándalo no tenía sentido y recordó una historia de fantasmas de la infancia, cuyo final nunca quiso saber a pesar de las burlas de todos.
Prefirió esperar afuera y una media hora después el hombre salió. Pasó a su lado como si no existiera.
Cuando recuperó la respiración entró a la casa. Todo estaba en orden. Nadie parecía haber estado allí, y las cosas habían quedado en exactamente el mismo lugar. Se sentó en el sillón angustiado, volvió a recordarla con melancolía y por un momento pensó en volver a su rutina en la playa cuando al levantar la vista vio el sillón vacío en el espejo, el mismo que se negaba a reflejar su imagen. Se quedó varios minutos aterrado, en silencio. Intuitivamente movió una mano como dándole al espejo una segunda oportunidad pero el sillón seguía tan vacío como siempre. Una profunda resignación le inundó el ánimo, caminó muy lentamente hacia la puerta principal y ni se molestó en abrirla para pasar a través de ella. En ésa, su última caminata, no dudó en dirigirse con calma al parador prohibido, donde unos minutos después la veía a ella en la arena, en la posición que tanto le gustaba, apoyada en la espalda del hombre del buzo, que parecía absorto en un libro de viejas historias infantiles.

domingo, 16 de abril de 2017

El Chino

"Una palabra, sólo una palabra....dame suave brisa...", escucha el viejo en la radio. Se entristece.
Es que sólo una palabra hubiera bastado para unir por siempre al ahora muy viejo Isaac, taxista incansable de la infernal Buenos Aires y Mariel, circunstancial pasajera de él hace ya tanto tiempo.
La historia, que ya lleva al menos cuarenta y cinco años de desencuentros apenas tiene una cuadra de distancia, de error y de locura.
Mariel aquella vez tomó desprevenida el taxi de Isaac para ir a Palermo. Fue uno de tantos. Sólo que cuando bajó en la plaza de destino sintió que el taxista, de quien jamás supo el nombre era definitivamente el hombre de su vida. El flechazo fue mutuo y los dejó sin respiración por un buen rato. Cuando se repusieron, ya a una considerable distancia los dos se arrepintieron y blasfemaron por su vergüenza y timidez. Ambos siguieron con sus vidas grises, con matrimonios aceptables pero infinitamente tristes. 
Mariel ya viuda y el taxista separado, vivieron todas esas décadas buscándose mutuamente pero sin advertir que el lugar donde se produjo el primer encuentro estaba a una cuadra del lugar que Mariel creía recordar. 
Quizás el Chino, un hermoso perro que había elegido un bulevar cercano como morada, y que iba de un lugar a otro para recibir de Mariel y de Isaac algo de comida, era el único que sabía la verdad y que entendía el error. Más de una vez quiso llevar a Mariel hacia la otra cuadra, pero tanto ella como el taxista no se movían de sus lugares de vigía, apenas acariciando al perro y esperando otra vez el encuentro milagroso.
La gente de los negocios cercanos sabía que ella iba entra las 11 y las 12 todas las mañanas al lugar que su tambaleante memoria le denunciaba. Ahora, después de varios años de obsevarla perdida y triste, se impresionan al ver que la ambulancia se la lleva desmayada, y saben que ya no volverá. El Chino mira con desesperación la escena y sale corriendo hacia donde Isaac hace su ritual de espera. Pero el viejo apenas interpreta que el perro quiere un poco más de ración. Le da algo del almuerzo que ha comprado, lo despide y, otra vez resignado, acelera con la ilusión de volver la mañana siguiente. 
La recuerda con ojos vivos, sonrisa interminable y respuestas inteligentes. Hace ya tanto tiempo.
"Doscientos años, de qué sirvió..." se despide la canción en la radio.
Ahora, dejando atrás los últimos ladridos del Chino, Isaac espera a unas pocas cuadras el rojo del semáforo y casi con desgano se abre a la derecha para dejar pasar una ambulancia, una de las tantas que inundan Buenos Aires.

viernes, 14 de abril de 2017

Índice

La finca de la calle Mármol estaba descuidada y tenía muchos muebles herrumbrados.
Quedaba al final del pueblo, donde empezaba el poniente. La gente de la zona sabía que estaba en sucesión de herederos y nadie se ocupaba en ver quién la mantenía. Ya llevaba, evidentemente, varios años de abandono. A mí me tocó visitarla con el Dr. Prelles cuando por fin apareció un posible comprador. Cada puerta desvencijada era un capítulo de esfuerzos y empujones para poder acceder al pasillo siguiente. Yo me demoraba en las bibliotecas viejas y llenas de polvo que encontraba en las piezas mientras el Dr. me pedía concentración y me apuraba para terminar el inventario lo más rápido posible. Aproveché una llamada que le hicieron -y que lo llevó un rato a la puerta de la finca- para inspeccionar con devoción las colecciones de libros abandonadas. Pero salvo alguna edición interesante de una antigua enciclopedia no había en verdad nada muy rescatable. Me ensucié un poco con el polvo y ya estaba mirando por la ventana para ver si volvía Prelles cuando me llamó la atención un volumen ocre que parecía estar camuflado al final del último anaquel.  Lo tomé con cuidado. Parecía más limpio y cuidado que el resto. No tenía título y el  índice sólo tenía apellidos y direcciones prolijamente numerados. Abrí al azar a la mitad y me encontré con un relato que describía con lujo de detalles y una prosa exquisita el brutal crimen en el que murió una familia entera. Volví al índice y comprobé que era el capítulo del apellido Gutiérrez y la calle 22 de Mayo. Mi memoria infantil me denunciaba que -efectivamente- en la vieja farmacia de esa calle habían acribillado a los Gutiérrez en lo que parecía ser un ajuste de cuentas de una rivalidad que ya llevaba algún tiempo. Mi abuela nos contaba que nunca se supo gran cosa en el pueblo y que de a poco todo quedó en el olvido. Cuando me repuse y volví a hojear el libro me corrió un frío por la espalda porque comprendí que la edición - del año1919- era muy anterior al asesinato en la farmacia. Decidí entonces robar el libro para investigar un poco, aprovechando que el Dr. seguía hablando por teléfono a muchos metros de allí y no podía siquiera verme. Me limpié otra vez el polvo y mientras esperaba su regreso me ganó la tentación de visitar al menos una vez más el extraño índice para ver si se repetía ese fenómeno de premonición policíaca. Así descubrí que al final de la segunda hoja -como si me hubiera estado esperando por años- aparecía prolijamente mi apellido junto a la calle Mármol.
Apenas tuve tiempo de advertir que Prelles ya no estaba más en la puerta ni necesité mucho para entender, sin siquiera darme vuelta, que el casi imperceptible sonido a mis espaldas era el de un arma que obedientemente se cargaba, cuando ya todo era silencio en la finca y muy de a poco caía la noche.

jueves, 13 de abril de 2017

Visitas

El mediodía era sofocante. Me desparramé en un banco de la plaza que tenía media sombra para ver pasar el trajinar de la ciudad. No tenía muchas esperanzas de nada, mi vida era cada vez más gris y apenas me esperanzaba un café en la tarde con un escritor amigo. Pero en ese momento mi olfato denunció que a centímetros mío algo raro pasaba. Efectivamente una señora bien vestida pero con maquillaje viejo, cansada y sin dudas de mal humor ocupó sin miramientos todo el resto  del banco. Ninguno tenía ganas de hablar y así pasamos largos veinte minutos. La gente -enloquecida como en buen lunes de ciudad- ni nos percibía. Cuando empecé a aburrirme y me sentí más descansado indagué con más detalle a la mujer, que ya parecía estar dormitando. No sé (nunca sabré) porqué repentinamente entendí que ella era la muerte. Me corrió un escalofrío indescriptible y amagué -en un rapto de cobardía- a escapar de allí. Pero en ese momento me miró. No pronunció palabra de modo que arriesgué:
- Si me ha llegado el día imagino que es inútil pedirle unas horas más para despedirme de la gente querida....
No dijo nada. Creo que le simpatizó que fuera al grano y que no dudara mi por un instante de su identidad. Miró para otro lado y suspiró. En ese momento intuí que esa tarde no era yo el elegido. Efectivamente unos segundos después en nuestras narices un micro y un auto tuvieron un terrible choque. Me da vergüenza confesar que recién una vez que tuve la certeza que de ahí salían muertos y heridos en camillas me tranquilicé.
Cuando pasó el caos y se fue la última ambulancia la mujer me miró. Se la veía más relajada. Sacó una libretita  vieja y gastada y anotó algo.
-Quizás quiera saber su fecha.... - arriesgó mientras me inspeccionaba de arriba a abajo.
Estaba en una terrible disyuntiva. Si le decía que no, podría irritarla y el desenlace era imprevisible. Si en cambio le permitía decirme cuál era mi último día no podría vivir de la angustia.
Opté por lo segundo, a riesgo de que esa fecha en el calendario fuera muy lejana aunque me torturara por siempre. 
Creí notar una mueca en la mujer, que con toda calma soltó el día y el mes de mi partida. Hizo silencio. Cuando con la incisiva mirada le pregunté por el año aclaró que en realidad era el año pasado.
En ese instante comprendí una serie de cosas extrañas de mi vida. Reímos juntos un buen rato y le pedí disculpas por mi distracción.
- No se haga problema, buen hombre, con esta vida de locos se nos escapan todo el tiempo las cosas importantes. 
Ya asomaba la tarde y llegó una brisa más fresca. Nos levantamos al mismo tiempo y con discreción dejamos la plaza, que ya se llenaba de artesanos y niños en los juegos.

sábado, 8 de abril de 2017



Juan


  Le cuesta abrir los ojos esta mañana. Un poco por las lagañas, que lo incomodan desde hace tiempo, otro poco por el sueño. Lu­cha dócilmente durante unos minutos de remoloneo hasta lo­grar que las sábanas lo suelten por completo y le permitan llegar a la silla, donde está su ropa.
  Se cambia despacio, mientras despierta. El cuerpo flaco y can­sado molesta la entrada del sol, y crea una figura recortada que lo vuelve sombra. Pero el momento artístico termina con la en­trada de mamá a escena. Al prender la luz, interrumpe el juego que Juan y el sol jugaban sin saber.

  -  Ya está la leche, Juan. Apuráte. Se va a enfriar...

  La frase se pierde en los rincones de la habitación. Es tan co­mún como el ruido de los micros, o el despertador por las ma­ñanas. Juan no le da importancia y sigue vistiéndose despacio, con una tranquilidad tan rutinaria como su propia vida.           El espejo le devuelve, con paciencia, un rostro de quince años, mostrándole cada diente, cada granito, cada centímetro de la frente, cada rulo de su cabellera desarreglada.

  Los minutos pasan y mamá insiste con el llamado. Parte de una ceremonia diaria.

  -  Ahora voy, mamá...  esperá un segundo...


  Finalmente, el peine termina su trabajo.

domingo, 2 de abril de 2017

Esquina

Todo iba a ser así. Desde siempre.
Él sale en su auto esta mañana de febrero, casi de madrugada. Cada segundo está calculado, cada centímetro cumple cabalmente su función. 
Como en un día cualquiera, dobla hacia el norte por la Avenida del Parque. Al llegar a la segunda esquina el semáforo lo detiene, como debe ser. Exactamente cuarenta segundos de espera, más otros seis que lo demora una anciana que cruza la calle. Cuarenta y seis segundos.
En otro lugar de la ciudad el chofer de un camión negro espera que le den el vuelto en la estación de servicio, porque el empleado se ha quedado sin cambio. Justo ese empleado.
Eso demora un minuto y tres segundos. El tiempo exacto para que, luego de arrancar el camión pueda alcanzar el verde de tres cuadras consecutivas. 
La intersección de esas dos calles siempre ha sido tranquila. Son anchas, y puede verse perfectamente hacia ambos lados antes de cruzar. Excepto hoy, claro, que por haber una promoción en el nuevo restaurant de mitad de cuadra se ha llenado de autos en las cuatro esquinas. 
El auto acelera lo necesario para llegar a esa esquina en ese instante. El camión hace lo mismo. 
Ambos están ahí el mismo segundo, del mismo día, en la misma esquina. 
El impacto es brutal.
Pero no ha sido una imprudencia. Han sido millones de decisiones que ambos arrastran desde que nacieron. Nunca tuvieron el coraje de cambiarlas. Murieron porque desde que llegaron al mundo suman los segundos y los centímetros para estar este día fatal, aquí.
Porque hoy desayunaron a la hora que desayunaron, y no treinta segundos más tarde. Y porque en la niñez un partido de fútbol los detuvo un rato fuera de la escuela.
No se destrozaron por acelerar.
Es que debieron haber vuelto a tiempo de la escuela aquella tarde. Y no sumar esos segundos para la muerte.
Quizás por eso es que sus madres, que ahora lloran al lado del choque, siempre insistieron con que no volvieran tarde a casa.