sábado, 8 de abril de 2017



Juan


  Le cuesta abrir los ojos esta mañana. Un poco por las lagañas, que lo incomodan desde hace tiempo, otro poco por el sueño. Lu­cha dócilmente durante unos minutos de remoloneo hasta lo­grar que las sábanas lo suelten por completo y le permitan llegar a la silla, donde está su ropa.
  Se cambia despacio, mientras despierta. El cuerpo flaco y can­sado molesta la entrada del sol, y crea una figura recortada que lo vuelve sombra. Pero el momento artístico termina con la en­trada de mamá a escena. Al prender la luz, interrumpe el juego que Juan y el sol jugaban sin saber.

  -  Ya está la leche, Juan. Apuráte. Se va a enfriar...

  La frase se pierde en los rincones de la habitación. Es tan co­mún como el ruido de los micros, o el despertador por las ma­ñanas. Juan no le da importancia y sigue vistiéndose despacio, con una tranquilidad tan rutinaria como su propia vida.           El espejo le devuelve, con paciencia, un rostro de quince años, mostrándole cada diente, cada granito, cada centímetro de la frente, cada rulo de su cabellera desarreglada.

  Los minutos pasan y mamá insiste con el llamado. Parte de una ceremonia diaria.

  -  Ahora voy, mamá...  esperá un segundo...


  Finalmente, el peine termina su trabajo.

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