Juan
Le cuesta abrir los ojos esta mañana. Un poco
por las lagañas, que lo incomodan desde hace tiempo, otro poco por el sueño. Lucha
dócilmente durante unos minutos de remoloneo hasta lograr que las sábanas lo
suelten por completo y le permitan llegar a la silla, donde está su ropa.
Se cambia despacio, mientras despierta. El
cuerpo flaco y cansado molesta la entrada del sol, y crea una figura recortada
que lo vuelve sombra. Pero el momento artístico termina con la entrada de mamá
a escena. Al prender la luz, interrumpe el juego que Juan y el sol jugaban sin
saber.
- Ya
está la leche, Juan. Apuráte. Se va a enfriar...
La frase se pierde en los rincones de la
habitación. Es tan común como el ruido de los micros, o el despertador por las
mañanas. Juan no le da importancia y sigue vistiéndose despacio, con una
tranquilidad tan rutinaria como su propia vida. El
espejo le devuelve, con paciencia, un rostro de quince años, mostrándole cada
diente, cada granito, cada centímetro de la frente, cada rulo de su cabellera
desarreglada.
Los minutos pasan y mamá insiste con el
llamado. Parte de una ceremonia diaria.
- Ahora
voy, mamá... esperá un segundo...
Finalmente, el peine termina su trabajo.
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