domingo, 3 de diciembre de 2017


Lecturas

El señor Destay se paró frente a la inmensa biblioteca del centro de  Praga y sintió lo que todos...la angustia ya milenaria de cada hombre frente a la cantidad de libros que jamás podrá leer.
Respiró profundo, hizo un breve repaso de su vida y se dijo que lamentarse por tantas deudas con la literatura lo único que haría sería hacerle perder aún más tiempo, y que sus setenta y nueve años ya no le daban mucho margen. Recordó a los grandes autores de su infancia y a los que fingió conocer en las charlas con intelectuales. Daban las 19:40 y le ganó la indecisión frente a tantas opciones posibles. Supo entonces que nada era mejor que el azar. El sol se ponía tras las viejos edificios  y la gente de a poco encontraba el camino de vuelta a casa.
Se paró frente al viejo bibliotecario de la entrada, que mal humor mediante por la hora, le preguntó qué buscaba. Decidido, el señor Destay le dijo que le diera cualquier libro. El viejo levantó la vista detrás de los viejos anteojos y con un resoplido pareció volver a hacer la pregunta de rigor.
Así se mantuvieron unos instantes, hasta que el empleado decidió terminar con el asunto y lo llevó por cualquier pasillo, y sin dejar de mirarlo alzó el brazo derecho mientras tomaba un ejemplar gastado.
El hombre se lo agradeció y lo vio partir, seguramente mascullando alguna queja. Abrió el libro en una página también aleatoria y se sentó en la lúgubre soledad de la sala de lectura. Había abierto el ejemplar a la mitad de un relato, pero decidió respetar el designio del destino y se puso a leerlo en el primer párrafo de la página elegida, sin retrotraerse siquiera al principio de la historia.
Pocos minutos después asistía -azorado y atónito - a la descripción de su propia vida, a cada detalle de cada recuerdo de su infancia, a la descripción puntual de su adolescencia y juventud, de sus pensamientos y hasta sus secretos mejor guardados. Por momentos no podía siquiera respirar del susto y constató además -de un vistazo- que seguía solo en la biblioteca. Sintió terror de mirar el título del tomo, y prefirió seguir leyendo. Trató de calmarse y al rato lo invadió cierta vanidad al intuir lo que finalmente ocurrió con el libro: terminaba en la descripción de sus últimos minutos, en los que pedía un libro al azar a un empleado reticente en el medio de Praga. Ahí terminaba la historia. Luego venía el blanco, la nada misma.
Apenas tuvo tiempo de chequear la hora cuando un fuerte portazo de madera en la entrada le heló la sangre.
Se sabía encerrado, pensó que era el final y palpó intuitivamente una lapicera para -al menos- poder dar fin al relato. Tomó el primer espacio disponible en el libro pero  -para su espanto- vio que esa repentina  intención de escribir ya se había plasmado también en la página. Optó entonces por levantarse y revisar otros tomos, y confirmó que la infernal biblioteca contenía la biografía de todos los hombres, de cada hombre, desde el inicio de los tiempos, y que solo bastaba con repetir la operación del azar para asistir a la íntima historia de cada uno.
Intentó escapar, pero era tarde y la biblioteca estaba herméticamente cerrada. Nadie escuchó sus escasos gritos.
Cuando volvió al libro, casi sin aliento, estaba también descripto su reciente y cobarde intento de huir.
Destay se desplomó en el asiento y comprobó que estaba encerrado en su propia historia.
De a poco, agotado por el miedo, fue presa del sueño y terminó apoyado en el libro abierto, a modo de elemental almohada.
Al día siguiente Praga inició sus actividades habituales, al igual que la antigua biblioteca.
Todo parecía funcionar normalmente. Los lectores se acercaban y pedían sus libros. El viejo bibliotecario, de mejor humor, se los iba alcanzando.
Por un momento recordó a Destay, y de una mirada trató de indvidualizar el pasillo al que lo había llevado, pero el momento se interrumpió por el trajín habitual y tuvo que seguir atendiendo.
Pensó, eso sí, que en tantos años nadie le había pedido un libro al azar y recordó con una oscura sonrisa aquello de que siempre hay una primera vez, todo mientras se acomodaba los anteojos y anotaba sin prisa los nuevos pedidos.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Decisiones

Camino veredas abajo y ya se escuchan los últimos vapores de los barcos. El sol se cansa, como desde hace milenios, y los viejos fumadores acompañan el tintineo de las luces con sus brasas de cigarrillos incansables. 
Te recuerdo. Tu cuerpo es cada vez más perfecto en mi nostalgia. Me niego al paso del tiempo, y a la locura de la rutina cotidiana. 
Hago una pausa. Me tientan otra vez los tomos de Borges -caros, por ahora inalcanzables- en una librería exquisita que los exhibe sin pudor. 
Recreo estos minutos con algo de jazz instrumental y auriculares y me digo que quizás -en definitiva- soy éste, el que se refleja sin demora en los pocos vidrios limpios que quedan en el camino del bajo. Insisto en mi amor por las  letras, en un pasado más calmo, y el sinfín de pipas rituales que me acompañan en el monoambiente a pesar de las razonables quejas de mis vecinos. 
Descreo por ello de la otra posibilidad -por momentos casi tangible- que me asalta por las noches cuando sueño ser ese asesino múltiple del sur de Buenos Aires, de tapa de diarios, de juicios escandalosos y penas infamantes. Tampoco creo en haber escapado de la cárcel con maestría gracias al ingeniero recluso que me facilitó los planos y las coartadas y que se negó a fugarse conmigo (por melancolía o tedio). 
Y entonces otra vez tu cuerpo, los infinitos atardeceres juntos y la pelea frente al río por haberte negado una y otra vez detalles de mi pasado, por resistirme a contar lo del machete y las habitaciones sucesivas durante la masacre. Y recordar también el vestido azul pegado a tu cuerpo en medio del enojo y los insultos, mientras te ibas para siempre. Cada vez más perfecta. Cada vez más inalcanzable, como los tomos exquisitos del viejo, como todo lo que no pudo ser en mi vida y que con tanta paciencia he ido eliminando.
Me enoja lo de las pesadillas, esta especie de pasillo paralelo que me sigue a todos lados y pienso que -quizás- ya sea hora de decidirme, de ordenar un poco las cosas.
Llego a mi escritorio del tercer piso y aún a pesar del silencio nocturno no logro diferenciar las sirenas de la policía. Intuyo que aún tengo tiempo para tomar una decisión  y me concentro en este que soy, bohemio y lleno de soltería que apenas deja su oficina huye a la literatura, al encierro, a las pipas y a las tenues sirenas de los barcos. Me digo que para eso mi concentración tiene que ser profunda y constante, que no puedo dejar resquicio alguno a la otra posibilidad, y que jamás permitiré en adelante que los sueños se inmiscuyan por las noches. 
Me acerco a la cocina y guardo en una bolsa el machete y las fotos del espanto, con la tranquilidad de quien por fin se despide de todo. Respiro profundo, hago una larga pausa y bajo al basurero del edificio con mi bolsa negra  mientras veo al menos tres patrulleros acercarse. No estoy muy seguro de que se quieran detener, me concentro y vuelvo a mi decisión de la bohemia y del pasado impecable. Los autos siguen de largo y dejo la bolsa sin más, en medio de tantas otras.
Me gana una inmensa calma. Intuyo que ya es tarde para volver al río, al mismo lugar del abandono y los reproches. Resisto la nostalgia con otro poco de jazz y miro desde mi ventana cómo la policía se acerca otra vez a mi edificio pero luego de unos instantes sigue su desganado viaje hacia la nada. 
Enciendo la cuarta pipa desde la derecha, la de los jueves, y releo algún clásico inglés mientras pienso en mis ahorros, en todo lo que me queda aún para poder comprar esos tomos inalcanzables. Pienso que los veré desafiantes cada noche  en mi habitual recorrido por el bajo, en medio de pesadillas lejanas y recuerdos efímeros, entre luces mortecinas y cigarrillos, y quizás acompañado por el perfil despintado de algún patrullero que, a paso de hombre, indiferente y distante, espera su momento.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Sillón 
La escena transcurre con una cotidianeidad que al principio me engaña. 
Una mujer toca el timbre de mi departamento un domingo a la tarde y mi esposa la atiende por el balcón. Se enredan en un diálogo del cual surge que la visitante buscaba -en realidad- a quien ya no vive en esta casa: la abuela de mi esposa. Tráfico mediante, ella le explica con paciencia que su abuela falleció, que su perrita ya no vive en el departamento porque la cuida otra familia y que mejor así...que de todos modos no se preocupe porque la mujer murió en paz, que ya iba por los noventa y cinco. Yo intento leer a unos pocos metros de allí pero no dejo de notar que algún día, más temprano que tarde, alguna anciana amiga de mi esposa preguntará por ella y previsiblemente su nieta le dirá que ya no vive más allí, que una enfermedad larga, que etc, y entonces comprendo que el que ahora lee en el sillón soy yo pero que muy poco falta para que sea el esposo de la que viene, y luego el siguiente, y así hasta que alguien decida demoler el departamento y no sean posibles estos diálogos desde el balcón, que de todos modos se trasladarán a otros ambientes, otras puertas, otros protagonistas, seguramente los domingos por la tarde, que es cuando ocurren estas cosas.

domingo, 8 de octubre de 2017

Una lástima


Se me ha comunicado ayer por la noche -en un callejón  húmedo y oscuro- que el 7 de septiembre de 2013 exactamente a las 20:16, y por casi tres minutos, en todas las bibliotecas del mundo, siempre contando de izquierda a derecha y ubicados en el anaquel de abajo, el penúltimo volumen -junto con todos los demás en la misma posición- tenían la combinación de palabras exactas que explicaban implacablemente el sentido del Universo y daban la respuesta a todas las preguntas. Aparentemente, y siempre según la misma fuente, la señora Fannigan, vieja bibliotecaria de la librería de la irlandesa ciudad de Galway rompió con esa combinación milagrosa al sacar de su lugar el segundo tomo de la Historia de Catalina la Grande, y limpiarlo por enésima vez sin dejarlo en su mismo sitio. 
Una oportunidad perdida. 

viernes, 25 de agosto de 2017

Viajes

Esa última vez ya no tenía sentido ir al barrio de mi infancia. Pero no sé, andaba con el auto por las inmediaciones y no resistí la curiosidad... En cuanto llegué, la diferencia era tal que casi hubiera afirmado que esa no era mi cuadra de antaño. Encima, de noche. Todo me resultaba extraño, como fuera de foco, desplazado a un costado de mis recuerdos... El colmo fue ver un teléfono público, como señal irreversible de los nuevos tiempos, empujando para siempre al pasado a mi vieja calle de tierra, mis amigos jugando a la pelota sin atisbo alguno de tráfico, las casas circundadas con árboles incipientes, que ahora eran majestuosos y cubrían enteras las fachadas de las casas... Todo así, casi como echándome del lugar, impidiéndome reconocer los garajes y aquellas cosas por las que distinguía las casas., el color de las rejas, las cortinas de las piezas, el espacio para un pequeño jardincito en el frente y hasta los autos que identificaban con certeza a cada familia.
Mi sensación de invasor en ese lugar tenía sobrada justificación. Quise irme, pero antes me pregunté enojado porqué dejaba pasar tanto tiempo entre una visita y otra al barrio, sabiendo que la consecuencia sería el terrible impacto cada vez que me decidiera a volver... De todos modos, era tarde para cambiar mi política: el degradé de tiempos que hubiera podido aprovechar desde que me fui, se tornaba ahora inútil. Tampoco quise averiguar demasiado sobre la vida de los demás. Intuí que la mayoría de mis amigos ya no vivirían ahí,... y lo más doloroso, que para los nuevos yo era con toda razón un completo extraño.
Estacioné el auto. De cierto modo me reconcilié con el lugar sentándome en un boulevard que era común a todas las épocas. Desde ahí, poco a poco, fueron llegando a mí los recuerdos, como en suaves oleadas. Culpa de la noche, apenas pude intentar reconstruir mentalmente mi casa, que para colmo de males era una de las únicas que había sido reformada. Se me antojó eso como un mensaje del destino, una dolorosa confirmación de que, efectivamente, el tiempo había pasado de modo irreversible. Pero no me intimidé,  mi imaginación volvió a armar el frente con todo el sol de la tarde, nuestro garaje con el Peugeot 404 en la entrada y las grandes piedras ovaladas conformando una especie de valla o pequeño muro que ayudaba a un jardín en altura. El desnivel de la cuadra exigía esas cosas, y cada uno se las arreglaba para quedar bien estabilizado. Me concentré en reconstruir la ventana de mi pieza, con sus rejas negras rectangulares, sus cortinas azules. Cerré los ojos, me adiviné allí dentro, y repentinamente vino a mí la imagen de estar escribiendo un relato sobre el escritorio, pero de inmediato la acomodé a algún recuerdo más propio de esa época, como hacer los deberes o algo así. Era del todo incompatible la imagen de niño con la de escribir cuentos, pero no dejaba de notarme casi empinado sobre la silla y volcado en el papel, con la actitud de inspiración que recién dos décadas después se haría carne en mí, cuando efectivamente empezó la pasión por redactar historias.
Me disgustaba no poder controlar esa imagen. Por más que guiaba mi imaginación hacia otras cosas aledañas de mi infancia que justificaran tal postura, me fui rindiendo gradualmente a ese impulso íntimo. Entonces no pude más que levantarme. Y me dirigí con extrema cautela hacia ese niño de pulóver marrón tejido, que escribía, con decisión propia de un adulto, algo que ya me estaba intrigando. El silencio me permitió caminar con sigilo en dirección a las piedras del frente y subir al jardincito. Temí que él fuera a notar mi presencia, y me acongojaron ciertos ruidos vagamente familiares que denunciaban algún movimiento hogareño. Creo que diferencié la voz de mi mamá en el interior, como en el pasillo o la cocina. Algo como una aspiradora me sirvió para camuflar más el acercamiento, que ya era peligroso..., (me aterrorizaba la posibilidad de asustar al niño). Escuché la voz de mi mamá en un reto indefinido, que se repetía con insistencia pero que yo no alcanzaba a entender. Llegaba a mis oídos algo así como un reclamo para que saliera a jugar con los otros niños, que me dejara de estar encerrado en mi pieza, pero entendí de inmediato que yo ni siquiera atinaba a contestarle porque ya me había dado cuenta... estaba muerto de miedo por el señor que estaba a mis espaldas, observando no se qué.. Ahora sigue ahí, casi puedo percibir la respiración nerviosa, atrás mío, le veo la
sombra, mientras sólo pienso en seguir así, escribiendo, porque el grito llamando a mi mamá y a mi papá no me sale, quiero gritar fuerte y no me sale nada de la garganta, sigo sobre el papel, y ahora tengo miedo de este cuento..., toda esta historia que tantas veces intenté y que recién ahora me estaba saliendo bien, esa historia de cuando sea grande y vuelva al barrio, a visitar la cuadra una noche en auto, que ahora ya ni sé cómo seguirlo..., ya no me interesa y tengo miedo, ahí en el cuento es de noche, distinto de ahora, que es plena siesta, con los chicos jugando a la pelota, toda tranquila la cuadra, y yo con esa sensación de que hay alguien atrás mío... aunque por ahí son fantasías mías, y por eso a veces me reta mi mamá, que dice que leo mucho y después tengo pesadillas..., pero esta vez no, no me voy a mover porque sé bien que ahí atrás hay un hombre, hay alguien justo en la ventana que me mira mientras escribo, y mi mamá que me grita pero no voy a moverme de la silla, me da miedo, parece una tontera, pero yo sé que desde hace rato hay alguien en la ventana que me está mirando.

lunes, 21 de agosto de 2017

Perder

Cuando me traigan la cuenta esta historia habrá terminado. Pagaré con discreción y revisaré nuevamente las caras de los comensales del bar procurando que ninguno sospeche de mí. Sé bien que no deberían siquiera imaginar lo que he vivido, pero aún me tiemblan las manos y no quiero dejar el menor resquicio de algo anormal en mi aspecto.      
Repaso mis últimos minutos en la Clínica de la esquina y trato de garabatear en este cuaderno lo que acaba de partir mi vida en dos, así sin más. 
Héctor era uno más en la cuadra. Alguna vez incluso fuimos amigos cercanos, según recuerdo. 
Todos sabíamos que tarde o temprano conseguiría un empleo y que su vida no sería ni más ni menos que la de cualquiera de nosotros. Cierta vez me recomendó el Fausto y creo que una colección policial. Esa charla fue nuestro último contacto antes de que me fuera del barrio. Supe que anduvo un tiempo con Liliana -mucho después de que terminara mi noviazgo con ella-, de modo que decidí perdonarlo de algún modo cuando llegué a visitarlo a la Clínica. 
Mis días de periodista en San Telmo me alejaron mucho tiempo del Tigre de mi infancia y recién volví cuando me enteré del cáncer de Héctor. Ahora entiendo que también vine para reencontrarme con los de la cuadra y -quizás- saborear el gusto del triunfo cuando me preguntaran por mi vida. Pero no hubo mucho de éso, la verdad. Apenas éramos cuatro o cinco y la madre, Doña Helena, perdida siempre en sus rezos y en el diálogo casual con las vecinas que venían a darle sus condolencias. 
Los médicos eran pesimistas y el lúgubre silencio de ese nosocomio de barrio apenas si daba para insistir por la vida del pobre Héctor. De algún modo todos habíamos decidido que muriera, y que sólo era cuestión de tiempo. Su jefe, dueño de una pequeña empresa, apenas si apareció a visitarlo un par de veces. No me costó entender que ya había algo entre él y la novia de Héctor. Doña Helena incluso me lo confirmó con una mirada lacerante cierta tarde de viernes, al despedir a la novia.
El almanaque era impiadoso y me di cuenta que la enfermedad de Héctor era degenerativa cuando su rostro empezó a mutar en algo pálido, blanduzco y lleno de imperfecciones. Preferiría omitir detalles morbosos, pero también quiero que se entienda cómo a través de los días el rostro y el cuerpo de Héctor se desgajaban en algo desagradable, con escaras, por momentos inhumano. De a poco los ocasionales visitantes fueron dando excusas para dejar de ir. No quise saber demasiado de las explicaciones que cada uno ensayaba y al ver a la madre sufrir ante semejante abandono decidí esperar el final, aún a riesgo de llevarme en la retina hasta qué punto es capaz una enfermedad de terminar con alguien. Incluso me pareció notar que la propia madre venía algunas horas menos por día, pero -claro- no le dije nada.
El jueves por la noche era evidentemente el final. No había que saber mucho de medicina para entender que de ésa ya no pasaba. Me incomodó no ver llegar a la madre puntual a las 8 como cada jornada, y me resigné entonces a ver morir un hombre. Allí, en medio de una clínica de barrio, se produciría el evento más común e inevitable de la historia de la humanidad, y yo sería su único testigo. Me acomodé en el sillón viejo que me acercaron los enfermeros, me cubrí con el saco y miré por última vez a Héctor, que ya no era ni parecido a quien yo alguna vez conocí. Opté por dormitar hasta que llegara el momento irreversible y distinguí los tacos de la madre acercándose por en el pasillo, recién cerca de las 11.  Ella no quiso entrar a la habitación y entendí que ya no podía verlo así. Le hice una seña a través del vidrio sucio y me miró con la calma de quien sabe que ya todo termina. 
El primer gesto extraño de Héctor fue a las dos de la mañana. Me susurró desde su cama algo que no entendí, y si bien al acercarme logré descifrar que necesitaba que lo pusieran de costado, advertí en su cara algo parecido a un gesto nuevo, distinto, como de alguien con pómulos más anchos y cara levemente redonda. La oscuridad no me dejaba inspeccionar demasiado y lo acomodé como pedía. Luego me despertó -cerca de las cuatro- para que le alcanzara un vaso de agua. Noté su voz más firme y sin los balbuceos a los que ya nos había acostumbrado. Al pasarle el vaso se incorporó sin tanto esfuerzo, lo que al mismo tiempo me reconfortó y extrañó. Intenté avisar a la madre a través del vidrio pero constaté que dormía profundamente. Volví entonces a mi sillón especulando con que la mejora era quizás esa leve sensación de vitalidad que a veces experimentan quienes están por morir, una suerte de despedida que la naturaleza le brinda a los que agonizan. 
Recién a las seis y media desperté. La enfermera me alcanzó un té con galletitas mientras abría la ventana para dejar pasar el sol de la mañana. Se fue sin decir palabra. Con asombro confirmé que Héctor, aparentemente más repuesto, me miraba sonriente. Advertí sus pómulos grandes -ahora sí a plena luz- y junto con eso, todavía en medio de imperfecciones, ciertos rasgos que me parecían nuevos: la frente más ancha y los ojos menos separados. Me hablaba con buen ánimo, sobre todo para agradecerme que hubiera pasado la noche con él. De inmediato quise despertar a la madre pero en cuanto me asomé al pasillo noté que la mujer se había ido. Imaginaba su emoción al regresar y comprobar ver que su hijo, evidentemente, estaba mejorando. Estuve un rato en el pequeño buffet de la clínica mientras curaban a Héctor y me permití después de eso fumar en la vereda para de paso esperar a los muchachos de la cuadra. Pero al rato nadie aparecía y volví a la habitación.
Lo visitaba una mujer que hablaba con él y le tomaba la mano y a quien yo no había visto antes. Héctor seguía de mejor aspecto y aproveché un control de los médicos para preguntarles por esta recuperación. Se excusaron  con no sé qué urgencia aunque parecieron no entender bien de qué les estaba hablando. A las diez ya me preocupó la ausencia de la madre y caminé las dos largas cuadras que nos separaban de su casa, pero nadie atendió. Una vecina me confirmó que la había visto salir temprano rumbo - según creía- a la clínica, como hacía todas las mañanas desde hacía meses. Volví resignado y cuando entraba en el pasillo decidido ya a despedirme de Héctor para volver a mi trabajo noté que su habitación, además de la mujer (que parecía haber tomado control de la situación) se había llenado de amigos que yo nunca había visto. Entendí -con nostalgia- que después de la infancia uno construye una vida separada de los amigos de la cuadra, y me sentí aún más ajeno que nunca a la situación. Opté por buscar mi abrigo apoyado en el sillón y noté que Héctor, algo distante, me extendía la mano para saludarme. En ese instante advertí que su cara ya casi no era su cara, y que su voz había mutado en algo áspero y grueso, alejada por completo a la que yo le escuché toda la vida. Los amigos hicieron un silencio incómodo, y entendí que estaba de más en esa habitación. Consternado, volví a la casa de su madre pero otra vez esperé en vano que alguien me atendiera. Esta vez ni siquiera la vecina salió a aclararme nada.
Caminé confundido y asustado hasta este viejo bar, y empecé a garabatear estas pocas líneas que al menos logran calmarme un poco. 
Pido otro café y espero con paciencia ver aparecer la silueta del larga distancia que me llevará otra vez a la ciudad, a la rutina y la normalidad.  
Sé que era Héctor el de anoche. Y que lo vi agonizar durante días enteros. Sé también que en algún momento fui -junto con su madre- el que tenía autoridad en esa habitación, y que de a poco me lo sacaron todo. 
Pero estoy cansado.
Arrugaré estas hojas, que seguro terminarán en la basura antes de que tome el micro, y de a poco intentaré volver a mi normalidad.
Lamentaré todo el viaje de vuelta -eso sí- haber perdido a Héctor.

viernes, 21 de julio de 2017





Viaje

Nunca supe el nombre del castillo. Intuir desde la infancia que quizás estuviera en el norte de Escocia redujo notablemente las posibilidades, pero aún así son muchos. Desde hace meses analizo en la biblioteca fotos y planos viejos pero ninguno me da la pauta de ser el indicado. Por eso, luego de esta repentina corazonada, he decidido viajar. 
Siempre será mejor en barco, aunque demore más. Los aviones no me dejan pensar con claridad y me llenan de estrés…Las buenas ideas llegan a menudo en medio de la calma, y saber que cuento con muchos atardeceres en la cubierta del barco me llena de dicha.
Mi única tía no cumplió con su promesa de ir a despedirme, pero ya estoy viejo y casi no hay lugar para los reproches. Me reclino con un café en la mano y ya adivino el primer crepúsculo.
Por más que intento distraerme no puedo sacar de mi mente el perfil del castillo. Creo recordar algunos olores lejanos y quizás enormes paredes humedecidas en una de las salas. Pero nada más. En mis recurrentes sueños, cuando estoy por abrir la puerta del hall principal, inevitablemente me despierto y eso me llena de mal humor.
Sé que mis antecedentes en la cárcel no ayudarán al momento de la aduana escocesa pero vale la pena correr el riesgo. Intentaré luego mezclarme en el castillo con algún grupo de turistas y disimularé la grave emoción en la garganta cuando -por fin- se abra esa enorme puerta.
No muchos minutos después, intuyo, sabré cuál de todos los fantasmas fui.
Procuraré recordar mi nombre cuando salga puntualmente de los labios de la guía turística. Hasta quizás haga algún comentario ameno al grupo para que nadie sospeche de mí. Y sé también que reconoceré mi húmeda sala cuando llegue a verla, y que de algún modo se las ingeniarán los guardias y la guía para justificar mi definitiva ausencia sin perder sus trabajos.
Volveré a la calma de las noches, a los libros de la biblioteca abandonada y al gozoso silencio que trae la última puerta que se cierra puntual cada noche, cuando se van los contingentes de turistas. Procuraré con los años encontrar el libro que me jugó la mala pasada, me llevó a ese país del sur y me dio un nombre, una familia y un pasado tan extraños a mí.
Con el tiempo -sin dudas-  olvidaré todo, seguiré mi vida de milenario espectro y procuraré leer en la sección de los libros malditos con más cuidado.
Hay para los fantasmas como yo pesadillas tortuosas, pero ninguna como convertirse en hombre de carne y hueso, disimular por décadas una familia y un apellido, y recorrer los días amargos errando por las calles como un espíritu sin destino.

Ya diviso la costa escocesa.
Nadie me sospecha, y todo -por fin- termina.

domingo, 16 de julio de 2017

Volver

Hernán era de una inteligencia dura, lógica, por momentos áspera. Respondía a cánones de razonamiento impiadosos, y si algo no le cerraba te lo decía sin mayores rodeos, te soltaba el asunto en la cara y se acabó.
Lo cierto es que asistíamos otra vez al horroroso crimen en Luján, tan lejos de nuestro pueblito y ocurrido hace ya tantos años... Había pasado de boca en boca, de libro en libro, y ahí estábamos todos, regodeándonos con detalles que a veces inventábamos con tal de tener algo de protagonismo en las interminables cenas en lo de mis abuelos. Todos querían agregar algo al remanido asunto del triple disparo, la escalera curva y el doble techo que fascinó a investigadores y policías durante décadas. Yo -de puro discreto- no dije nada esa noche porque sabía que Hernán intervendría tarde o temprano, no mucho después de que empezara el relato del célebre asesinato de los Aguirre.
Era tercer día de nieve, hubo asado, locro y grapa como en casi toda esa época.
Ladino, deslicé el tema cuando respiré que la noche se caía y -como siempre- la palabra inicial la tuvo el abuelo.
Era un momento que se había ganado porque nadie iniciaba el relato como él. Incluso recuerdo esa pausa de grapa breve y respiración entrecortada, que era lo menos que semejante historia se merecía. A partir de ese momento no había interrupción posible, ni en la misa de los domingos se palpaba así el silencio.
El abuelo se tomaba todo el tiempo para describir a los personajes, a las víctimas y daba tres o cuatro pautas de las que nadie podía salirse sin faltarle el respeto: los nogales afuera de la casa, los caballos robados y la necesaria complicidad del comisario con algún que otro robo en la zona que dejaba pasar por alto a cambio de algún retorno. Así marcaba el viejo el inicio del relato, y recién a los diez o quince minutos empezaban a tomar la palabra los demás. Creo que a esa altura ya no había un orden preestablecido, pero los más chicos hacíamos silencio hasta que nos guiñaban o nos daban un pie para meter bocado.
A nadie se le escapaba que Hernán era el invitado esa semana, de modo que todos trataron de lucirse en el relato, como si fuera la primera vez que lo contaban.
Creo que fue cuando hablaba mi primo Ezequiel que Hernán hizo la primera pregunta. A nadie se le movió un pelo, porque cada tanto los invitados querían saber más detalles del episodio sangriento y de las traiciones, de modo que le contestaron con cortesía y un cierto desinterés. Pero yo sabía que Hernán empezaba a tejer la tela de arañas lógica a la que nos tenía acostumbrados y que su pregunta más que de curiosidad pasajera era el indicio de un castillo de abstracciones y reglas inmutables que pacientemente armaba. Su tono educado cayó bien en la familia, y el relato entonces  siguió en boca de otros. Yo contaba los segundos para escuchar la siguiente pregunta de Hernán, que no tardó en llegar. Alguien del fondo le contestó con autoridad y así siguieron con nuevas grapas y entusiasmo, desgranando detalles sobre asunto del techo doble -que era un momento exclusivo de mi abuela- y los odios enfermizos entre los pobladores de Luján y los Aguirre, que no hacían mucho tampoco por hacerse querer.
Hernán, con toda calma y decisión fue preguntando detalles que jamás nos habíamos cuestionado. El clima empezaba a ponerse tenso pero como mi madre conocía mucho a los padres de Hernán había una especie de código de no agresión flotando en el aire y él pudo seguir con su metódico cuestionario. Yo me relamía porque sabía que tarde o temprano iban a llegar las incoherencias en la historia y las discusiones. En efecto, en el episodio del primer disparo aparecieron respuestas contradictorias y un cierto malestar familiar en un grupo que repentinamente se veía humillado por un chico de catorce años, que con tres o cuatro preguntas hacía temblar todo el relato del asesinato. Vi con placer como aparecían en la cena dos o tres libros que relataban el suceso y que eran consultados con enojo frente a las incisivas preguntas de Hernán. Casi a las cuatro de la mañana, cuando toda la plana mayor en mi casa caía rendida ante las inconsistencias de la historia mi abuelo me miró con reprobación y con un gesto de él entendí que jamás lo podría volver a traer. Me llamó aparte y - para mi sorpresa- le dijo a Hernán que se acercara. Él obedeció en silencio y mientras notábamos que todos se ponían los abrigos para irse en medio del enojo y el desánimo, el abuelo tomó la palabra.
-Me imagino que tu amigo es de la zona... - empezó sin mirarlo. 
Después respiró profundo y siguió
- Vos ya sabés lo importante que es esta historia para nosotros, el tiempo que llevamos llenando las veladas con el asunto, y que  todos más o menos la conocemos con buen detalle.
Hizo otra pausa. Hernán permaneció mudo.
- Hay momentos en la vida en que conviene no hacer más preguntas - sentenció.
Se terminó la grapa que le había acercado mi abuela, corrió la silla como para volver a la cabecera de la mesa, y nos dio la espalda.
Sentí vergüenza por Hernán y le hice una seña para que nos fuéramos a la pieza.
Desde aquella vez nunca más se contó la historia del asesinato en la casa de mi abuelo. Sé que alguno cierta vez lo intentó, pero se ganó una mirada de reprobación inmediata.
Hernán, por supuesto, no volvió a pisar la finca de mi abuelo, y yo me gané la desaprobación general durante varios veranos.
Pero yo sabía que las preguntas eran de una lógica irrebatible, que el asunto de la escalera curva y el segundo disparo no podía de ningún modo explicar con mínimo sentido común a las corridas por los pasillos y la muerte del mayor de los Aguirre (antes que los demás) en el primer piso de la casona.
Hernán se ganó mi respeto esa noche, a pesar del silencio de mi abuelo, del enojo de mis hermanos y la reprobación de mi padre. La única que me acompañó con la mirada cómplice fue mi madre, que con total discreción siguió las preguntas de él esa noche y que -ya muy viejita- me confesó que la mamá de Hernán, su íntima amiga, había insistido en que nos conociéramos, en que él pasara el verano con nosotros y en que -si aparecía otra vez el tema- llenara de cuestionamientos el relato del asesinato hasta hacerlo trizas, porque eso y sólo eso le permitiría vivir de una vez en paz, destruir el mito de esa masacre en Luján y dejar entrever que quizás el episodio no fue tal, que por más que quedara impreso en libros y diarios amarillistas de la época llegaría una noche de justicia en que Hernán Aguirre, directo descendiente de las víctimas -tanto como su madre- se encargaría de rebatir la historia al punto de borrarla de la misma historia, y de lograr que yo viajara obsesionado un tiempo después hasta Luján e inútilmente intentara averiguar entre los perplejos lugareños por un episodio sangriento que desconocían, episodio que lenta e casi imperceptiblemente fue desapareciendo de los libros, de los diarios y de la memoria de la gente, hasta, por último, jamás existir.

viernes, 14 de julio de 2017

Un gran secreto

Lucía, a pocos metros de donde vanamente intento escribir un policial, aprende a leer. Ha traído al living (lo que yo pensaba un refugio para aislarme) al menos cinco libros para niños y repite en voz alta frases simples, pero que me aturden y se mezclan con este intento de relato. “Leo trabaja la loza”, dice. Y no puedo evitar empezar a pensar en Leo, su posible historia, su familia. “Así todos los días”, declama Lucía, “…los sábados un buen descanso. Elsa tiene un gran secreto”, añade. Y después de unos minutos mi incipiente relato policial del Buenos Aires del siglo XX se tiene que remitir con resignación a Leo, a Elsa y al resto de los elementos que Lucía tira al living con total desconsideración por mi escasa concentración.
Ahora se enoja, incluso, por no poder pronunciar algunas palabras y mientras tanto a mí no me queda más remedio que entender que todos ellos serán los dueños de la trama, que Lucía -en rigor- me está dictando el relato.
“Todo el reino enlu.... remiendo”, arriesga. Intento abstraerme y no permitirle meter en estas letras más personajes ni escenarios, pero es una batalla silenciosa que ella gana sin siquiera saberlo. Por ahora, sin renunciar al género, sé que tengo un previsible asesinato durante una noche cerrada en pleno centro de la ciudad, y que Elsa seguramente está por pagar con su vida algo que Leo no le perdona, o que intentará no perdonarle.
Pero aquí se derrumba todo, porque mientras advierto que él sale de su taller en busca de la venganza tan deseada y ella camina despreocupada porque aún queda algo de luz en la ciudad de los tranvías, prefiguro que el policial, para dejar algo de paladar en los lectores tiene que terminar con un charco de sangre, sombras furtivas escapando de la escena, el cuerpo al día siguiente en la primera plana del diario de la tarde y muchas almas en pena. Entonces entiendo que Lucía es la única que puede cambiar el curso de las cosas, que del mismo modo que Leo y Elsa son hijos de su lectura incipiente, el buen final también obedecerá a alguna palabra al azar que decida pronunciar en voz alta. 
Pero advierto que ya es tarde...la impaciencia de los niños, hija de las máquinas y de esta locura cotidiana, ha hecho el resto: ahora se le ha ocurrido escribir un cuento y solo me interrumpe para preguntarme “si castillo va con doble l”, lo cual no me sirve de nada. Leo entretanto desaprueba cualquier intento de cambio y se dirige -lleno de resentimiento cuyas causas desconozco- hacia la esquina donde sabe que ella pasará con su vestido de flores azules que algún otro seguramente le compró. Hago una pausa para permitirle a la niña decir algo que me permita salvar a Elsa, pero sólo me llega el silencio porque está concentrada en su propio relato. Me resigno entonces a las últimas frases. Elsa me sospecha, aterrada, y sigue caminando por la vereda desierta, resignada a su destino....el luctuoso destino que se asoma por sobre el atardecer que ya es noche, y hace una mueca de ironía.
Con pesar noto que Lucía se ha ido del living en medio de una pelea con su hermana y cualquier esperanza se diluye. Los últimos pasos son cada vez más sonoros: Leo y Elsa cumplen cabalmente con su lógica de esquina policial. La sangre femenina ya se prepara para desparramarse. El relato exige venganza, muerte y detectives. Elsa me mira implorando piedad pero entiende que no soy nadie en esta trama. Leo avanza despreocupado los últimos metros y ya levanta en su mano derecha el arma asesina. 
Desesperado, apenas tengo tiempo de especular con dejar de escribir esta historia, pero la fatalidad se impone. Asisto, unos minutos después, al cuerpo inerte, al momentáneo silencio de la urbe, a los pasos huidizos.
Me resigno al cruento final, dejo la máquina de escribir y busco entre los libros de Lucía a los personajes que azarosamente pronunció. Me conmueve verlos en otra historia, como amantes apasionados… Leo trabajando la loza, Elsa con su vestido de flores azules, y su gran secreto.

domingo, 2 de julio de 2017

CRUZAR

¿Y qué culpa tenía yo del tanguito ése, tan dulce... tan amargo, tan cadencioso y sensual en la radio del Café, que se escapaba a la calle cada vez que alguien entraba a tomar algo?
¿Qué culpa tenía,... digo yo?
Pero así empiezan estas cosas para mí, casi siempre así, y de tanto percibirlas en los oídos y en la piel, ya les he empezado a perder el miedo...
Cuando aspiré por última vez, alcancé a ver las brasas ardientes y agonizantes, mostrándoseme no mucho después de la nariz, avisando que ya era hora de la dura despedida. Entonces sí, tomé la colilla del cigarrillo entre los dedos, sin piedad, y traté una vez más lo de siempre, el golpe seco contra cualquier objeto que se me cruzara,... aquella vez un grueso poste de madera, creo que de la luz.
Allí impactó fuertemente, y la pequeñísima batalla de la puntería estaba ganada: cientos de chispitas reventaron contra la madera, y el ínfimo cadáver blanco comenzó su triste descenso final hacia las baldosas rotas y viejas que adornaban,  a su modo, la esquina del Café. 
Yo no pensaba dejar que ese sudor que me empapaba el cuello y la espalda le quitara placer al tremendo impacto que tantos puchos de entrenamiento me había costado. Entonces, por un momento, olvide esa molesta humedad pegajosa de media mañana (que en cualquier otra situación - yo ya me conozco bien - hubiera degenerado seguramente en una mala contestación o un mal gesto contra el primero que pasara).
Y así fue cayendo la colilla, como caen todas las cosas en este previsible mundo,... pero ese derrotero hacia el abismo era mi gran victoria, y yo, el verdugo implacable, la veía con placer desplomarse sin remedio, pasando en instantes a formar parte definitiva del paisaje urbano de piedritas y tierra con pasto, que rodeaban con desgano al viejo poste de luz.
Pero el tanguito me seguía desde el Café, porque todo el tiempo la gente entraba y salía, y cada vez que se abría esa puerta llegaba de nuevo a mí, bañándome de añoranzas y de miedo.
Yo sabía muy bien que de algún modo se tendería el puente, y cuando eso ocurriera, estar de éste o de aquel lado sería un cruce de sensaciones raras y dolorosas, donde mis decisiones no contarían demasiado... 
Intentando perder de una vez esa peligrosa musiquita quise concentrarme en la colilla tan recientemente muerta, alargando un tiempo el pasado, el mínimo gozo de chispas y puntería, hasta que la melodía ciudadana abandonara el bar a mis espaldas, y me permitiera seguir tranquilo por este tan conocido y gris lado del puente. 
Pero fue inútil. A poco de intentarlo, pude divisar un micro acercándose a dos o tres cuadras, y entonces lo percibí con más claridad, más nítido,... casi palpable.
Mi eterno puente...
Así, entonces, el largo jueguito con el cigarrillo se empezaba a perder agónicamente en mi pasado, poniéndose borroso, pasajero, casi intrascendente. Y al mismo tiempo el tanguito seguía cadencioso, el micro se acercaba inapelablemente al rojo del semáforo, y el puente se extendía más generoso que nunca.
Y yo seguía ahí, muerto de miedo, en un instante vano y crítico, como parado en la esquina misma del tiempo.
Tango... tango, musiquita vana... suavecita, de radio de ciudad, que seguro estaría sonando en cada radio, pensaba yo,... en cada rinconcito de la urbe, llenando con acordes tristes miles de momentos distintos, pero tan extraña y terriblemente simultáneos.
Y así, poco a poco, con los compases marcados del bandoneón y del piano, como tantas veces antes, voy sintiendo ese andar cruzando hacia el otro lado por este tiempo extraño, que se desgaja en notas oscuras, en melodías que van y vienen y que escucho cada vez más nítidamente, casi arriba mío, mezclándose con un airecito suave y fresco que ahora me empieza a bañar la nuca deliciosamente.
Casi como desde siempre, voy acompañando la musiquita con el zapato derecho, delicadamente, entregándome a los encantos de la orquesta y garabateando en mi cuaderno, sintiendo bajar la melodía hasta mí desde atrás o desde arriba, ya no lo sé bien, con esa brisa fresca que hace tan agradables estos viajes de media mañana... Y lentamente voy viendo cómo la ciudad sigue andando, sigue desovillándose en su tiempo, en sus típicos personajes, imágenes urbanas que me invaden por todos lados, ayudadas por ese tanguito insistente que me regala la radio,... múltiples sensaciones que se mezclan en mí todo el tiempo, raramente, de un modo caótico,... como esos agentes de policías con sus perros caminando por la plaza, o como la señora barriendo la vereda y conversando con el diariero, o quizás como el tipo aquél, parado en la esquina del Café, que acaba de tirar su cigarrillo contra el poste de luz y lo mira caer al piso,... un poco ido en sus pensamientos, meditando vaya a saber sobre qué cosas de la vida, mientras nuestro micro espera con paciencia el semáforo rojo, y yo sigo anotando en mi cuaderno estas sensaciones ciudadanas, todo con el suavecito fondo de tango que me llega por la radio, y ese aire fresco que tanto disfruto desde mi butaca durante estos viajes,... mientras la gente a espaldas del tipo, casi permanentemente entra y sale del Café.

sábado, 6 de mayo de 2017

CONDENA DE TINTA

Le parecía absurdo tener que ponerse a garabatear esa historia únicamente como fruto de una orden inexplicable y tirana. Pero allí estaba, obedeciendo, en plena noche de luna, inclinado sobre su desvencijado escritorio de madera... ese sabio e incondicional compañero de viajes por las rutas de su mente.
Poco a poco le fue dando forma a la trama, y blasfemando en voz baja por ser tan servil, sintió al menos por un instante el placer de tantos años, ése de ir dando a luz a un relato desde la nada, el de ir palpando la existencia a partir de una idea, la bella destrucción de la blancura del papel como fruto de una efímera inspiración, que terminaba siempre en trazos azules, en oportunos tachones, en referencias al pie de la página y en flechitas que salteaban renglones desechados.
Lentamente nacía el monstruo, como le gustaba llamarlo desde niño, y mostraba sus formas incipientes... Cada rasgo de la criatura era delineado con prolijidad y una cierta perversión, pensándose él, por momentos, creador omnipotente e ilimitado de la realidad, con la única atadura de su imaginación.
Lo veía formarse y definirse. Fugazmente recordó las historias de científicos dando a luz a sus invenciones, pero intentó evitar el paralelo en una necesidad de exclusividad absoluta, y siguió adelante con la historia.
Su anciana esposa dormía a pocos metros de él. La brisa del lago que entraba por la pequeña ventana acariciaba, junto con la luz de la luna, su piel arrugada y añosa. Era una noche apacible que transcurría silenciosamente mientras él seguía desgajando el relato.
Unos instantes después, la criatura estaba casi lista y sólo necesitaba el soplo de vida. Se supo poderoso con la tinta apenas asomando en la pluma, y pensó que quizá era demasiado llegar hasta ese punto. Nadie puede saber después del fenómeno de la  existencia,  lo  que  el nuevo ser hará con sus horas,... pensaba en medio de la quietud de la noche.
Pero la tentación fue demasiada, y se reconoció más que nunca un hombre de carne y hueso, con pasiones y debilidades, con una historia mediocre de relatos que poco servirían a la literatura y con una vida que, sin dejar huellas notorias, se estaba esfumando sobre el epílogo de sus días.
Sintió una amargura dolorosa, pero entendió que la pendiente de sus ochenta y dos años lo hacía descender irreversiblemente hasta esa encrucijada, y que debía tomar una determinación.
Respiró profundamente. Apoyó con firmeza la pluma en el papel y decidió terminar la obra, en un momento de audacia que sin duda le quitaba algo de cobardía a tantos años inútiles. Se sintió por una vez protagonista de su propia historia, y suspiró aliviado.
Pero a medida que avanzaba sobre el último párrafo, entendió con una angustiosa certeza que desde ese mismo momento su creación no tendría piedad con él, y que en adelante el final lo condenaba a permanecer en aquella historia, la dolorosa y definitiva historia en la que cuenta cómo, en un ritual de luna, brisas y silencio, un viejo escritor obedece una orden inexplicable y tirana, inclinándose para comenzar a redactar, una y otra vez desde el principio, su último relato.

lunes, 1 de mayo de 2017

Un sendero

Quizás el primer sueño lo haya tenido a los siete u ocho años. La mía no fue una infancia fácil, y las pesadillas estaban a la orden del día. Vivir en el campo y pasar las noches en medio de los ruidos, insomne, leyendo viejos relatos cuando todos estaban dormidos, seguramente inició lo que hoy es la imagen más persistente que tengo desde niño: voy caminando por un sendero de tierra -cuando ya cae la tarde- y escucho únicamente mis botas contra el piso. Apenas puedo divisar en esos pocos segundos los árboles y arbustos a mi alrededor, sombras negras que no colaboran en nada para dilucidar dónde estoy, y lo que es más importante, hacia qué lugar me lleva el sendero. 
El sueño me visita cada tanto, quizá una vez por año, con la nitidez de siempre pero sin dudas avanzando unos metros respecto del anterior. A veces he percibido un tímido pasillo que se abre a la derecha o un leve cambio de dirección en el camino. Otras, la idea de que alguien, unos cuantos metros más allá de donde estoy, se adelanta en mi caminata. En los libros que he escrito jamás mencioné esto, pero mis setenta largos y algunos análisis médicos que no han sido muy esperanzadores me decidieron a ponerlo en el papel, al menos para que alguien sea testigo de lo que seguramente será un final trunco, la historia de un camino que no llega a ningún lado. Sirvo el último resto de whisky y me gana el cansancio sobre el viejo sillón de la sala. Cierro los ojos, e intento en esa improvisada vigilia invocar el mismo sendero, a fuerza de de recrear los arbustos de siempre, la misma caída del sol y mis pies cansados. No estoy seguro de lograrlo, pero sigo con los ojos cerrados y al menos esta vez diviso una lejana puerta blanca, lo que quizás un intento por darle a esta obsesión un final digno. Decido avanzar hacia la puerta, que se deja abrir sin ningún esfuerzo. Un velador tenue me deja reconocer a alguien durmiendo, y me paralizo de miedo. En ese instante siento que quiero volver a la palpable realidad del sillón y del whisky, pero me gana la horrible curiosidad de tantas y tantas décadas. 
Me muevo entonces con indescriptible sigilo en dirección a lo que parece ser un escrito bajo el velador. Es un relato corto, como aquellos que me acompañaban en los insomnios infantiles. Quizás ya sin espanto leo que describe cómo un hombre, recostado en su morada de puerta blanca, intuye por fin la llegada de quien, después de años de caminar un sendero demencial, logra entender que está siendo soñado.

sábado, 22 de abril de 2017

Sillón

En el segundo trago se dio cuenta que algo andaba mal. Apagó el televisor, se acercó al pequeño balcón y la noche profunda lo recompensó por un instante con una brisa fresca que inundó la casa. Cerró el whisky a presión para ya no volver a tentarse y la recordó en ropa interior en esa misma cama que ahora le quedaba tan grande.
Respiró y se dijo -una vez más- que a la mañana siguiente iría a correr a la playa justo hasta el parador anterior al de ella. Daría la vuelta con indiferencia y así varias veces por la costa hasta - al menos- perder el alcohol que llevaba en el cuerpo.
No mucho después de eso sintió un ruido sordo en el final del pasillo pero se lo asignó a lo primero que pasó por su mente. Dejó más cerca el revólver y se desplomó en la cama.
A la mañana siguiente comenzó el ritual del buzo de gimnasia y el jugo de naranja. Sus treinta y tantos ya le pesaban pero ignoró cualquier molestia previa para concentrarse en correr al menos por una hora, con la secreta esperanza de verla cada vez que llegaba al extremo norte de la bahía.
Saludó con educación a los vecinos pero apenas empezó a caminar calle abajo notó pequeños cambios en la cuadra de su casa, la misma de tantos años. No podía determinar qué cosas habían mutado, pero el paisaje de siempre parecía como corrido mínimamente de cuadro, como si todo estuviera más grande, o más chico, o distinto. Pensó que el alcohol esta vez había sido demasiado y se volvió a prometer dejarlo. A la tercer cuadra, en el almacén principal, fue atendido por un nuevo empleado. Preguntó por el viejo Suárez pero le contestaron que volvería la semana siguiente sin darle más explicaciones. Extrañado, empezó a correr por la costa mientras trataba de descifrar qué era exactamente lo que le molestaba de su ciudad, la misma que desde la infancia lo acompañaba y de la cual creía conocer cada centímetro.
Cuando creía haber perdido esa preocupación, y con la concentración propia de la carrera se cruzó con uno que -con el buzo tapándole la cara- venía en sentido contrario. Y otra vez tuvo la molesta sensación de que algo estaba mal. Se detuvo, lo vio correr calle arriba y decidió seguirlo lo más discretamente posible. Pocos minutos después se espantaba al ver entrar al hombre a su propia casa, con toda naturalidad y a plena luz del día. Entendió que llamar a la policía o hacer un escándalo no tenía sentido y recordó una historia de fantasmas de la infancia, cuyo final nunca quiso saber a pesar de las burlas de todos.
Prefirió esperar afuera y una media hora después el hombre salió. Pasó a su lado como si no existiera.
Cuando recuperó la respiración entró a la casa. Todo estaba en orden. Nadie parecía haber estado allí, y las cosas habían quedado en exactamente el mismo lugar. Se sentó en el sillón angustiado, volvió a recordarla con melancolía y por un momento pensó en volver a su rutina en la playa cuando al levantar la vista vio el sillón vacío en el espejo, el mismo que se negaba a reflejar su imagen. Se quedó varios minutos aterrado, en silencio. Intuitivamente movió una mano como dándole al espejo una segunda oportunidad pero el sillón seguía tan vacío como siempre. Una profunda resignación le inundó el ánimo, caminó muy lentamente hacia la puerta principal y ni se molestó en abrirla para pasar a través de ella. En ésa, su última caminata, no dudó en dirigirse con calma al parador prohibido, donde unos minutos después la veía a ella en la arena, en la posición que tanto le gustaba, apoyada en la espalda del hombre del buzo, que parecía absorto en un libro de viejas historias infantiles.

domingo, 16 de abril de 2017

El Chino

"Una palabra, sólo una palabra....dame suave brisa...", escucha el viejo en la radio. Se entristece.
Es que sólo una palabra hubiera bastado para unir por siempre al ahora muy viejo Isaac, taxista incansable de la infernal Buenos Aires y Mariel, circunstancial pasajera de él hace ya tanto tiempo.
La historia, que ya lleva al menos cuarenta y cinco años de desencuentros apenas tiene una cuadra de distancia, de error y de locura.
Mariel aquella vez tomó desprevenida el taxi de Isaac para ir a Palermo. Fue uno de tantos. Sólo que cuando bajó en la plaza de destino sintió que el taxista, de quien jamás supo el nombre era definitivamente el hombre de su vida. El flechazo fue mutuo y los dejó sin respiración por un buen rato. Cuando se repusieron, ya a una considerable distancia los dos se arrepintieron y blasfemaron por su vergüenza y timidez. Ambos siguieron con sus vidas grises, con matrimonios aceptables pero infinitamente tristes. 
Mariel ya viuda y el taxista separado, vivieron todas esas décadas buscándose mutuamente pero sin advertir que el lugar donde se produjo el primer encuentro estaba a una cuadra del lugar que Mariel creía recordar. 
Quizás el Chino, un hermoso perro que había elegido un bulevar cercano como morada, y que iba de un lugar a otro para recibir de Mariel y de Isaac algo de comida, era el único que sabía la verdad y que entendía el error. Más de una vez quiso llevar a Mariel hacia la otra cuadra, pero tanto ella como el taxista no se movían de sus lugares de vigía, apenas acariciando al perro y esperando otra vez el encuentro milagroso.
La gente de los negocios cercanos sabía que ella iba entra las 11 y las 12 todas las mañanas al lugar que su tambaleante memoria le denunciaba. Ahora, después de varios años de obsevarla perdida y triste, se impresionan al ver que la ambulancia se la lleva desmayada, y saben que ya no volverá. El Chino mira con desesperación la escena y sale corriendo hacia donde Isaac hace su ritual de espera. Pero el viejo apenas interpreta que el perro quiere un poco más de ración. Le da algo del almuerzo que ha comprado, lo despide y, otra vez resignado, acelera con la ilusión de volver la mañana siguiente. 
La recuerda con ojos vivos, sonrisa interminable y respuestas inteligentes. Hace ya tanto tiempo.
"Doscientos años, de qué sirvió..." se despide la canción en la radio.
Ahora, dejando atrás los últimos ladridos del Chino, Isaac espera a unas pocas cuadras el rojo del semáforo y casi con desgano se abre a la derecha para dejar pasar una ambulancia, una de las tantas que inundan Buenos Aires.

viernes, 14 de abril de 2017

Índice

La finca de la calle Mármol estaba descuidada y tenía muchos muebles herrumbrados.
Quedaba al final del pueblo, donde empezaba el poniente. La gente de la zona sabía que estaba en sucesión de herederos y nadie se ocupaba en ver quién la mantenía. Ya llevaba, evidentemente, varios años de abandono. A mí me tocó visitarla con el Dr. Prelles cuando por fin apareció un posible comprador. Cada puerta desvencijada era un capítulo de esfuerzos y empujones para poder acceder al pasillo siguiente. Yo me demoraba en las bibliotecas viejas y llenas de polvo que encontraba en las piezas mientras el Dr. me pedía concentración y me apuraba para terminar el inventario lo más rápido posible. Aproveché una llamada que le hicieron -y que lo llevó un rato a la puerta de la finca- para inspeccionar con devoción las colecciones de libros abandonadas. Pero salvo alguna edición interesante de una antigua enciclopedia no había en verdad nada muy rescatable. Me ensucié un poco con el polvo y ya estaba mirando por la ventana para ver si volvía Prelles cuando me llamó la atención un volumen ocre que parecía estar camuflado al final del último anaquel.  Lo tomé con cuidado. Parecía más limpio y cuidado que el resto. No tenía título y el  índice sólo tenía apellidos y direcciones prolijamente numerados. Abrí al azar a la mitad y me encontré con un relato que describía con lujo de detalles y una prosa exquisita el brutal crimen en el que murió una familia entera. Volví al índice y comprobé que era el capítulo del apellido Gutiérrez y la calle 22 de Mayo. Mi memoria infantil me denunciaba que -efectivamente- en la vieja farmacia de esa calle habían acribillado a los Gutiérrez en lo que parecía ser un ajuste de cuentas de una rivalidad que ya llevaba algún tiempo. Mi abuela nos contaba que nunca se supo gran cosa en el pueblo y que de a poco todo quedó en el olvido. Cuando me repuse y volví a hojear el libro me corrió un frío por la espalda porque comprendí que la edición - del año1919- era muy anterior al asesinato en la farmacia. Decidí entonces robar el libro para investigar un poco, aprovechando que el Dr. seguía hablando por teléfono a muchos metros de allí y no podía siquiera verme. Me limpié otra vez el polvo y mientras esperaba su regreso me ganó la tentación de visitar al menos una vez más el extraño índice para ver si se repetía ese fenómeno de premonición policíaca. Así descubrí que al final de la segunda hoja -como si me hubiera estado esperando por años- aparecía prolijamente mi apellido junto a la calle Mármol.
Apenas tuve tiempo de advertir que Prelles ya no estaba más en la puerta ni necesité mucho para entender, sin siquiera darme vuelta, que el casi imperceptible sonido a mis espaldas era el de un arma que obedientemente se cargaba, cuando ya todo era silencio en la finca y muy de a poco caía la noche.

jueves, 13 de abril de 2017

Visitas

El mediodía era sofocante. Me desparramé en un banco de la plaza que tenía media sombra para ver pasar el trajinar de la ciudad. No tenía muchas esperanzas de nada, mi vida era cada vez más gris y apenas me esperanzaba un café en la tarde con un escritor amigo. Pero en ese momento mi olfato denunció que a centímetros mío algo raro pasaba. Efectivamente una señora bien vestida pero con maquillaje viejo, cansada y sin dudas de mal humor ocupó sin miramientos todo el resto  del banco. Ninguno tenía ganas de hablar y así pasamos largos veinte minutos. La gente -enloquecida como en buen lunes de ciudad- ni nos percibía. Cuando empecé a aburrirme y me sentí más descansado indagué con más detalle a la mujer, que ya parecía estar dormitando. No sé (nunca sabré) porqué repentinamente entendí que ella era la muerte. Me corrió un escalofrío indescriptible y amagué -en un rapto de cobardía- a escapar de allí. Pero en ese momento me miró. No pronunció palabra de modo que arriesgué:
- Si me ha llegado el día imagino que es inútil pedirle unas horas más para despedirme de la gente querida....
No dijo nada. Creo que le simpatizó que fuera al grano y que no dudara mi por un instante de su identidad. Miró para otro lado y suspiró. En ese momento intuí que esa tarde no era yo el elegido. Efectivamente unos segundos después en nuestras narices un micro y un auto tuvieron un terrible choque. Me da vergüenza confesar que recién una vez que tuve la certeza que de ahí salían muertos y heridos en camillas me tranquilicé.
Cuando pasó el caos y se fue la última ambulancia la mujer me miró. Se la veía más relajada. Sacó una libretita  vieja y gastada y anotó algo.
-Quizás quiera saber su fecha.... - arriesgó mientras me inspeccionaba de arriba a abajo.
Estaba en una terrible disyuntiva. Si le decía que no, podría irritarla y el desenlace era imprevisible. Si en cambio le permitía decirme cuál era mi último día no podría vivir de la angustia.
Opté por lo segundo, a riesgo de que esa fecha en el calendario fuera muy lejana aunque me torturara por siempre. 
Creí notar una mueca en la mujer, que con toda calma soltó el día y el mes de mi partida. Hizo silencio. Cuando con la incisiva mirada le pregunté por el año aclaró que en realidad era el año pasado.
En ese instante comprendí una serie de cosas extrañas de mi vida. Reímos juntos un buen rato y le pedí disculpas por mi distracción.
- No se haga problema, buen hombre, con esta vida de locos se nos escapan todo el tiempo las cosas importantes. 
Ya asomaba la tarde y llegó una brisa más fresca. Nos levantamos al mismo tiempo y con discreción dejamos la plaza, que ya se llenaba de artesanos y niños en los juegos.

sábado, 8 de abril de 2017



Juan


  Le cuesta abrir los ojos esta mañana. Un poco por las lagañas, que lo incomodan desde hace tiempo, otro poco por el sueño. Lu­cha dócilmente durante unos minutos de remoloneo hasta lo­grar que las sábanas lo suelten por completo y le permitan llegar a la silla, donde está su ropa.
  Se cambia despacio, mientras despierta. El cuerpo flaco y can­sado molesta la entrada del sol, y crea una figura recortada que lo vuelve sombra. Pero el momento artístico termina con la en­trada de mamá a escena. Al prender la luz, interrumpe el juego que Juan y el sol jugaban sin saber.

  -  Ya está la leche, Juan. Apuráte. Se va a enfriar...

  La frase se pierde en los rincones de la habitación. Es tan co­mún como el ruido de los micros, o el despertador por las ma­ñanas. Juan no le da importancia y sigue vistiéndose despacio, con una tranquilidad tan rutinaria como su propia vida.           El espejo le devuelve, con paciencia, un rostro de quince años, mostrándole cada diente, cada granito, cada centímetro de la frente, cada rulo de su cabellera desarreglada.

  Los minutos pasan y mamá insiste con el llamado. Parte de una ceremonia diaria.

  -  Ahora voy, mamá...  esperá un segundo...


  Finalmente, el peine termina su trabajo.

domingo, 2 de abril de 2017

Esquina

Todo iba a ser así. Desde siempre.
Él sale en su auto esta mañana de febrero, casi de madrugada. Cada segundo está calculado, cada centímetro cumple cabalmente su función. 
Como en un día cualquiera, dobla hacia el norte por la Avenida del Parque. Al llegar a la segunda esquina el semáforo lo detiene, como debe ser. Exactamente cuarenta segundos de espera, más otros seis que lo demora una anciana que cruza la calle. Cuarenta y seis segundos.
En otro lugar de la ciudad el chofer de un camión negro espera que le den el vuelto en la estación de servicio, porque el empleado se ha quedado sin cambio. Justo ese empleado.
Eso demora un minuto y tres segundos. El tiempo exacto para que, luego de arrancar el camión pueda alcanzar el verde de tres cuadras consecutivas. 
La intersección de esas dos calles siempre ha sido tranquila. Son anchas, y puede verse perfectamente hacia ambos lados antes de cruzar. Excepto hoy, claro, que por haber una promoción en el nuevo restaurant de mitad de cuadra se ha llenado de autos en las cuatro esquinas. 
El auto acelera lo necesario para llegar a esa esquina en ese instante. El camión hace lo mismo. 
Ambos están ahí el mismo segundo, del mismo día, en la misma esquina. 
El impacto es brutal.
Pero no ha sido una imprudencia. Han sido millones de decisiones que ambos arrastran desde que nacieron. Nunca tuvieron el coraje de cambiarlas. Murieron porque desde que llegaron al mundo suman los segundos y los centímetros para estar este día fatal, aquí.
Porque hoy desayunaron a la hora que desayunaron, y no treinta segundos más tarde. Y porque en la niñez un partido de fútbol los detuvo un rato fuera de la escuela.
No se destrozaron por acelerar.
Es que debieron haber vuelto a tiempo de la escuela aquella tarde. Y no sumar esos segundos para la muerte.
Quizás por eso es que sus madres, que ahora lloran al lado del choque, siempre insistieron con que no volvieran tarde a casa.